RC 40: Una crónica sentimental

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El amigo Jeremy Brood de El Diario de Jeremy Brood ha organizado una peculiar celebración del cuarenta aniversario de Richard Corben el los cómics. A lo largo de toda semana, y a petición suya, varios blogs publicarán artículos relacionados con el autor. Brood ha cometido la imprudencia de incluirnos a nosotros entre su lista de posibles candidatos a escribir algo sobre el gigantón de Kansas (había que decirlo) y, por supuesto, hemos aceptado. Esperamos que el tiempo nos permita escribir algún otro artículo o mostrar curiosidades sobre Corben a lo largo de esta semana, pero de momento aquí va una pequeña crónica de la primera relación del que suscribe con el autor. Atentos al blog de Brood, donde se irán listando las distintas entradas que en la blogosfera se dediquen a Corben.

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Bueno, lo cierto es que la culpa la tuvo mi madre. Yo tendría 7 u 8 años cuando los primeros Vampus, Rufus, Creepy y 1984 empezaron a aparecer por casa de la mano de la cabeza de familia, aficionada irredenta a los tebeos y al terror en cualquiera de sus formas. Ojo, que Mortadelo seguía estando muy bien, que los cuadernillos de Vértice de héroes Marvel seguían siendo lectura fija y predilecta, y los Asterix eran algo muy especial, pero aquellos otros tebeos tenían algo que no tenían los demás. Tenían, por ejemplo, sexo, que aunque yo aún no sabía muy bien lo que era (o tal vez precisamente por eso), excitaba mi imaginación. Tenían violencia, pero violencia de la buena, de tripas y sesos, de brazos arrancados y personajes devorados por las ratas. Había otros mundos, había personajes amorales, traición, intriga, finales sorprendentes, naves espaciales, razas extraterrestres, dimensiones desconocidas… Y sobre todo, cada historia, aunque algunos de los argumentos se repitiesen a menudo, estaba dibujada de forma distinta. Sí, es cierto, también en los cómics Marvel o en los de Bruguera había diferentes estilos, pero es que en las publicaciones de Toutain (que eran las más abundantes en mi casa) la variedad era tremenda. Ahí empecé a interesarme por los señores que dibujaban los tebeos (el tema de los guiones era algo que no me interesaba tanto), y uno de los primeros que aprendía a reconocer fue, como no, Richard Corben.

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No era difícil. Raro era el mes que los tebeos de Toutain no publicaban algo de Corben. Su trazo, daba igual que fuera en blanco y negro o en color, tenía una cualidad especial y no se parecía al de nadie. Sus personajes lucían unas características anatómicas, eso, características. Y sobre todo, se salían de las páginas. Corben era al cómic lo que Star Wars al cine: efectos especiales nunca vistos. De entre todos los autores de cómic, el primero y casi único que he visto capaz de hacer que el humo tenga cuerpo y volumen, es Corben. Su sangre era espesa y en ocasiones SABÍAS que caía lentamente, gota a gota. El movimiento de sus personajes era lo más parecido a ver una película de Bruce Lee. ¡Joder, las patadas de Den HACÍAN DAÑO! Cuando dibujaba bichos, eso sí, había dos opciones: que fueran ridículos o que impresionaran bastante, aunque esto último era lo más habitual. Demasiado para un crío. Y luego claro, llegó el momento en que descubrí que además de revistas, se publicaba una cosa parecida a los tebeos de Asterix, con una historia larga completa de aquellos dibujantes de ciencia-ficción (en todos los sentidos). Aquello fue el principio del fin.

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Así que nos ponemos en 1982, con 9 años más o menos. Un día paso por delante de una tienda bastante perdida entre callejas donde venden discos y algunos tebeos, y por casualidad echo una mirada dentro y allí, en un expositor, estaba él. A esa edad, para mí aquella era una tienda “de mayores”. Pero la portada me llama, tira de mí como un imán, me armo de valor y entro en la tienda. En el expositor, varios álbumes “para adultos” (no, porno no), básicamente por su precio desorbitado. Y entre todos aquellos álbumes, aquél que había ejercido sus cantos de sirena sobre mí. El celofán en que estaba envuelto convertía su contenido su contenido en un misterio, pero la portada fue suficiente para atraparme. Unas ruinas que hablaban de futuro apocalíptico (¡bien!), un par de tipos raros, sin duda mutantes debidos a la radiación (¡bien!), un calvo marca de la casa de Corben y una muchacha de enormes pechos y piernas al aire (¡BIEN!) y, sobre todo, un bicho feo, grande y malo, con pinta de oso-perro loco, con unos ojos pequeñitos pero crueles, unas zarpas más grandes que las tetas de la chica y una boca toda llena de dientes y saliva (¡COJONUDO!). Ya sabes de qué álbum hablo, ¿no?

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Por supuesto, aquel tebeo excede de largo mis posibilidades económicas. No recuerdo cuánto costaba y no tiene el precio impreso, pero estoy seguro de que para mí es un pastizal. No importa. Tiene que ser mío. Vuelvo a casa resuelto a ahorrar lo suficiente para comprarlo. Claro, a esa edad, la capacidad de ahorro es prácticamente nula, así que me toca hacer recados para quedarme con la vuelta (en aquella época en el bar de debajo de casa no tenían ningún problema en vender paquetes de tabaco a los niños, qué tiempos), hacer visitas sorpresa a la abuela y, por supuesto, ser muy bueno (esto último es fácil, siempre lo he sido). Pero… ¿y si mientras consigo el dinero alguien se compra MÍ tebeo? No me queda más remedio que acercarme todos los días a la tienda y echar un vistazo desde el escaparate. A veces entro y lo sostengo un rato entre las manos. Hay que reforzar el vínculo, conseguir que el tebeo quiera venirse conmigo tanto como yo quiero llevármelo. Todavía no conozco la palabra “retractilado”, pero ya la maldigo. ¡Tengo que saber si el bicho se los merienda o no! (aunque mi apuesta es que no, al menos al calvo y a la chica no). Por supuesto, cuando devuelvo el tebeo a la estantería, lo dejo de modo que quede, ejem, más bien oculto. Lo del vínculo está muy bien, de hecho yo creo que va funcionando, pero a ver si un listo va a venir y no se va a dar cuenta de que el tebeo ya tiene dueño. No recuerdo cuanto tiempo dura mi peregrinación diaria y mi proceso de acumulación de capital, tal vez un par de meses en los que me siento como el Tío Gilito, sin comprar gominolas ni nada. Empiezo a conocer la parte dura del coleccionismo antes de haber conocido sus placeres.

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Ya tengo el dinero. Ese día hay una mezcla de alegría y de pavor. ¡Imagínate que ya no está! Pero no, llego a la tiendo y mi viejo amigo me está esperando. Yo creo que el de la tienda me mira raro cuando llevo el tebeo a la caja y pago, pero la verdad, en ese momento lo único que me preocupa es llegar a casa y desvirgarlo. Llego, quito el plástico y… ¡¡¡KA-BOOM!!! Menuda hostia en toda la cara, para mí que es el mejor Corben que he visto en la vida. La recompensa ha merecido el sacrificio. Lo hojeo un rato, me leo los prólogos y… lo cierro. Ya es mío, no hay prisa. Lo dejo en una estantería. Al día siguiente repito el ritual. Lo hojeo un rato, con cuidado de no leer los bocadillos. Me flipa, me flipa.

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Y así pasaron otros dos, tres meses hasta que encontré el momento para leerlo. En realidad, para cuando acometí la lectura ya me sabía todas las páginas casi de memoria, pero dio igual (por cierto, esta es una fea costumbre que, aunque de forma más moderada, mantengo a día de hoy). A medida que pasaba páginas, me emocioné con las peleas, me fascinó el futuro apocalíptico, me reí de la estupidez de Dimento, me entristecí con el modo en que los demás le trataban y me congratulé de mi propia sapiencia respecto a quién iba a ser merendado por el bicho. Como he dicho, aquel fue el principio del fin. Luego vendrían más álbumes, muchas más historias. Habría mejores tebeos de Corben, los habría que leí más veces, pero aquel Mundo Mutante sería ya por siempre… mi primer amor.

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el tio berni