Los desesperados (Mezzo y Pirus)

Reseña publicada originalmente en la revista Dolmen, ligeramente ampliada para su publicación en Entrecomics.


Los desesperados (Mezzo y Pirus). Glénat, 2010. Cartoné. 104 págs. Color. 20 €


Glénat rescata en un tomo unitario Los Desesperados, una obra de 1991 ya serializada en España en la revista Viñetas a mediados de los 90. Y es importante señalar su origen cronológico porque Los Desesperados supuso el debut de este sólido equipo creativo de franceses que no lo parecen y que que amalgama el grafismo de Liberatore y Charles Burns con la crudeza de Jim Thompson: cualquier parecido con 1280 almas, o el guión de Atraco perfecto, no es pura coincidencia. Tampoco lo es el tono cinematográfico ni el aire de fatalidad inminente que remite a El cartero siempre llama dos veces de James M Cain. De hecho, ya en Los Desesperados, Mezzo y Pirus abordan los temas que vertebrarían las posteriores Killers o Mickey, Mickey (agrupadas por La Cúpula en Negro oscuro): la banda de criminales, el atraco al banco, la traición, la femme fatale, la pasión prohibida, el elemento corrupto al amparo de la ley. Pero sobre todo y por encima de los ya arquetípicos personajes, flota ese ambiente mítico, atemporal, americano y fronterizo, ese purgatorio que tan bien conocemos gracias al cine, desde Sed de mal a No es país para viejos: el desierto partido en dos por una carretera recta e infinita, la gasolinera en medio de la nada, el pueblecito de paletos y, allá al fondo, México. Un decorado sobre el que representar el teatro de las pasiones más mezquinas de forma verosímil a pesar de su desarrollo formulaico.



Porque es verdad que, en ocasiones, a Mezzo y Pirus se les ven las costuras, más aún si se conoce el resto de su obra, que gira sobre los mismos temas y utiliza las mismas argucias. En cualquier caso hay que reconocerles que construyen su historia de manera rigurosa y metódica, con tempos medidos, presentación y desarrollo de personajes bien ajustados, dosis alternas de acción e intriga, el horizonte de la desgracia siempre a la vista y el de la salvación siempre un paso demasiado lejos. Todo ello se apuntala en ese dibujo que aquí sería el equivalente a la prosa seca del novelista negro que conoce sus limitaciones y que juega a la réplica resultona. Y da el pego, con ese contraste entre luz y sombra, entre la limpieza del acabado y esa calidad carnal que es la huella del pecado ensuciando las almas de los protagonistas, esos pobres diablos.

Como sucede tan a menudo al terminar una de esas novelas negras escrita por uno de los no-grandes, uno se pregunta si merecía la pena llegar a ese destino, pero se alegra de haber hecho el viaje.