Entrevista con Santiago Valenzuela



Si hay un autor nacional del que puede decirse que ha creado un universo propio, ese es Santiago Valenzuela. Aunque este guipuzcoano afincado en Madrid comenzó su andadura en el mundo de las viñetas hace unos 20 años, no fue hasta hace aproximadamente una década cuando se dio a conocer al gran público a través primero de Las aventuras del Capitán Torrezno y después mediante recopilaciones de historias cortas más antiguas como El lado amargo y Sociedad limitadísima, a las que finalmente se unirían otros relatos, nuevos, en el libro El gabinete del doctor Salgari. También cultivó la faceta de guionista en Nietos del rock’n’roll, que dibujó David Ortega, y la de ilustrador en el libro El golem, de Gustav Meyrink. Pero, como decíamos, su obra magna, aunque tan sólo sea por extensión y ambición son Las aventuras del Capitán Torrezno, una mezcla de sátira costumbrista, relato histórico ficcional, cosmogonía teológica y aventura bélica. Como poco. A lo largo de 6 tomos se extendió un primer ciclo de esta serie, publicándose el último de ellos en 2006, y no fue hasta finales de 2010 cuando apareció en el mercado en primer tomo del segundo ciclo, bajo el título Plaza elíptica, cuya continuación probablemente vea la luz antes de final de año.

Hace tiempo que queríamos entrevistar a este barbudo y circunspecto -aunque amable y solícito- autor, y la edición de su último libro fue la excusa que necesitábamos para hacerlo. La entrevista que podéis leer a continuación fue realizada en marzo y descansaba en la recámara a la espera de que publicase esta otra entrevista, concedida previamente. El propio Valenzuela se preocupó de que ambas entrevistas, extensas en el recorrido por toda su obra, ofreciesen una aproximación distinta y presentasen un enfoque complementario en lo tocante a sus respuestas, y creemos que superó la prueba con creces. También son proporcionó un adelanto de una decena de páginas del próximo Torrezno, y algunas imágenes de sus originales antes de entintar. Todo eso y más, tras el salto.

No te vamos a preguntar cuáles fueron los primeros cómics que leíste, pero sí nos interesa saber cuándo empezaste en a pensar en serio en hacer los tuyos propios, si fue algo a nivel individual o se te encontrabas ya en un entorno comiquero, cómo diste salida a tus primeras historietas…

No creo que nunca pensase en hacer mis propios cómics “en serio”, la verdad. Cuando uno empieza es muy joven –al menos en mi caso pero creo que también en el de casi todos los autores y no hace esas distinciones. Y luego, cuando va consiguiendo ya una cierta pericia, creo que tampoco se plantea demasiado esas cosas, salvo en una cuestión evidente que es la económica y la de la difusión. Creo que realmente no hay una frontera clara ni un momento decisivo en que uno se vista de gala para dar lo mejor de sí (entonces seguramente se caería con todo el equipo). La división entre el diletante y el profesional viene dada desde fuera, con el juicio del público, y por tanto tampoco es una decisión tajante. Uno sabe que en el fondo siempre es un aficionado, y que lo seguirá siendo siempre. Lo básico es ese mínimo de pericia para poder contar o dibujar lo que se tiene en mente, pero es mucho más importante tener algo que contar, para empezar, y no me refiero desde luego a tener grandes experiencias, que esas las tiene todo el mundo. Luego ya entra en juego la curiosidad por probar cosas o por ver qué saldrá, o si quieres el entusiasmo que a veces se tiene frente a la hoja en blanco, o más propiamente frente a un montón de bocetos que piden cobrar forma definitiva.

Nunca estuve en un entorno comiquero hasta que en la facultad de Bellas Artes me junté con algunos otros aficionados y montamos un fanzine llamado Jarabe. Hasta entonces jamás había hablado con nadie que dibujara tebeos, y tampoco es que los amigos del colegio fueran muy dados a las viñetas. Quizá de aquí viene cierto aislamiento mental respecto al gremio, porque lo cierto es que después de ese fanzine tampoco me prodigué mucho, no por nada sino porque no conocía a nadie del mundillo, acabé la carrera y me dediqué a hacer historietas cortas para concursos, que era una forma de ganar algo de dinero –no sé si lo sigue siendo–, y al mismo tiempo, con bastante lentitud, fui haciendo el primer tomo del Torrezno. Ahora me parece una cosa absurda, pero lo cierto es que me estaba dejando la piel haciendo una historia larguísima y no sabía ni a quién podía interesarle ni si esa temática tenía alguna viabilidad, no conocía a un solo editor ni tenía la más remota idea del estado paupérrimo de la industria por aquel entonces, estaba tan despistado y tenía tal inocencia, tal inocente confianza en que lo que estaba haciendo saldría a la luz que ni me paraba a pensar en el cómo y en el cuándo podría hacerlo.


Portada del tercer número de Jarabe.


¿Tu afición por el cómic tuvo algo que ver con la decisión de estudiar Bellas Artes? ¿En qué te han ayudado tus estudios a la hora de realizar una historieta?

Lo único determinante de estudiar esa carrera fue, como digo, entrar en contacto por fin con gente con intereses parecidos. Aparte de eso allí no hay ningún reconocimiento ni ningún apoyo para el dibujante de cómics, todo lo contrario. No sé cómo andará ahora la cosa, pero por aquel entonces, primera mitad de los noventa, la facultad era un sitio bastante delirante donde convivían nostálgicos del pastel y el carboncillo con algún avispado que ya estaba más al tanto, con 50 años de retraso, de lo que pasaba en el mundo del arte, quiero decir el Arte, y que por tanto sabía qué era lo que tenían que hacer los aspirantes a artistas, es decir olvidarse de cualquier formación académica o artesanal y concentrarse en tener opiniones sobre la vida, la alta costura y el alienamiento global, fingir tener siquiera unas pocas lecturas y dar con un buen look enrollado-bohemio-implacable-indiferente, o básicamente ser un trepa, un relaciones públicas.

Tus personajes casi nunca son héroes, pero es que tampoco son antihéroes. Más bien son seres grises y mediocres ahogados por el entorno, y en muchas de tus historias cortas pones de relieve lo patético de la vida moderna. ¿Es una terapia personal o un llamamiento a la revuelta?

Creo que es puro realismo. Las únicas personas que conozco que podrían asemejarse, bien lejanamente, a la condición de héroes, son aquellas que consiguen mantenerse un poco al margen de este tinglado que nos tienen montado, y que conservan al hacerlo cierto sentido del humor. Lo cual no es que sea muy heroico, y además me parece bien, lo heroico a estas alturas suena a coña, y no es casual que vivamos entre miríadas de ellos, de falsos héroes anacrónicos que luchan por no se sabe ya qué, es lo mismo que pasa con la obsesión por la libertad y la identidad, la propaganda siempre habla de lo que no existe, de lo que se perdió o de lo que se ha desistido ya de lograr. Cuando un planeta entero grita a voz en cuello YO, YO, YO eso es señal inequívoca de que el individuo está en vías de extinción. Lo mismo pasa con eso que llaman “los sentimientos”, y con la “deportividad”, y con la falsa ternura o inocencia de todos esos bebés que aparecen en la tele anunciando pañales y potitos regurgitables, arrastrados al cadalso por madres estúpidas o perversas, y en general con todo el coñazo que nos dan a propósito de la diversión y el entretenimiento con que vivimos, cuando todo el mundo sabe que el aburrimiento es ya más que global cósmico. Por eso mismo cualquier llamamiento a la revuelta es también ridículo. Se puede llamar al escepticismo, si acaso. Al humor, que es la primera forma de escepticismo.

Pero, ¿no nos llevaría el escepticismo a sucumbir ante el “demonio de la negación” que aparece de vez en cuando en tus historias?

El demonio de la negación que aparece en mis tebeos es también una especie de humorista, o es sobre todo eso. Y practica un escepticismo humorístico que al tiempo que abre la caja de Pandora de la duda parece que puede conjurar sus efectos con una desfachatez risueña o con una indiferencia milenaria. Pero a fin de cuentas no es más que un espectro, o una especie de conciencia enfermiza que vaga por el éter buscando víctimas, así que más vale no aplicarse el cuento. No se trata de tomarse las desgracias a risa –que es lo típico español, esa especie de resignación fatal acompañada de la broma gruesa– pero quizá estamos en un momento que requiere un humor realmente destructor y, por eso mismo, tal vez constructivo a la postre. Y tampoco habría que confundir las cosas, la deriva que lleva el mundo parece en efecto demente, triste y demente (hasta el punto de que, por momentos, no apetece ya ni reírse de él, es algo con tan poca gracia que no sirve ni para eso), pero hasta cierto punto uno puede intentar mantenerse un poco al margen, no absolutamente pero sí en cierta medida. Siempre hay algún resto de vida y realidad que asoma por detrás de la farsa omnipresente. De todas formas ese efecto disolvente de la duda y el escepticismo del que hablas está ahí, hay que vivir con ello, la alternativa es ser un creyente, apuntarse a algún tipo de refugio trascendente y superior como la macrobiótica o los ovnis, y tampoco es plan.


El demonio de la negación, en El lado amargo.


En El lado amargo embistes como un Mihura contra la falta de creatividad, contra la mediocridad cultural, contra la falta de compromiso y la sumisión, pero que no lo haces desde la superioridad intelectual, sino que colocas a los emisores del discurso en el mismo nivel que criticas. O al menos eso es lo que quieres que parezca, ¿no?

Es que hacerlo de otro modo sería venir a decir que ellos, los personajes, o el narrador que está detrás, no son mediocres ni sumisos, que están sobrados de creatividad y compromiso, y eso sería vivir en el planeta Marte. Y esto no lo digo desde luego en plan anuncio de cerveza, qué bien que seguimos siendo gente normal y quedando con los amigos del barrio, sino con resignación y hasta con miedo, pues lo que hoy se entiende por gente normal no está ya muy lejos del genocida o el asesino en serie, por lo que se ve por ahí. Ser alguien normal ahora mismo es pasar de todo y de todos, preocuparse por obtener el propio beneficio en cualquier circunstancia y a costa de lo que sea, y si esto no es posible agarrarse un berrinche monumental. Es decir, ser un niño, un lactante. O un animal, aunque los animales suelen tener más dignidad.

En ese libro hay varias historias donde el entorno urbano es casi el protagonista. ¿Qué relación mantienes tú con Madrid, escenario habitual de tus historias?

Siempre he vivido en Madrid, así que pronto serán 40 años de convivir con esta ciudad, demasiado para hablar de ella con distancia. Creo que debió de ser un lugar más o menos habitable hasta los 80 o por ahí, pero claro, hasta esa época sólo era habitable para los cuatro zánganos que vivían del cuento y demás rentistas, así que esta es una nostalgia un poco desnortada. Pero supongo que tiene que ver con la edad y con la evolución de todo, cuando eres un chaval el mundo parece que tiene sentido y aparte de eso hemos ido a peor en muchas cosas, por lo menos en esas intangibles que los periódicos –de nuevo la obsesión de hablar de lo que no existe– agrupan bajo el slogan publicitario de “la calidad de vida”. Ahora es una ciudad como cualquier otra, llena de gente ansiosa y pesada. De todas formas en mis tebeos, y descontando un caso muy puntual al final de Los años oscuros no aparece nunca un Madrid muy identificable, más bien es un entorno impersonal de bloques apiñados (aunque Madrid en gran medida también es eso), más bien desangelado y deprimente. Más concretamente es el mundo del arrabal, de la conejera suburbial o la ciudad dormitorio, con los descampados finales fronterizos con la nada como único descanso para la vista. Un mundo que en realidad siempre he conocido en plan turista, y por eso será que puedo hablar de él con cierto humor.


La ciudad, un personaje más en las historias de Valenzuela. Detalle de viñeta de Los años oscuros.


Esa estrategia de mezclar lo mundano con lo fantástico, ¿tiene un origen intelectual, está pensada de antemano para provocar algún efecto concreto?

No creo que sea parte de una estrategia, aparte de que hay mil antecedentes. Lo fantástico nunca ha podido ser reprimido del todo, aunque en ciertos ámbitos culturales muy pobres como es el nuestro –me refiero al ámbito castellanoparlante, no al medio del cómic, que también se las trae– siempre ha estado mal visto, igual que el humor. Allí donde reina el analfabetismo –es decir, los curas– siempre hay una obsesión por lo profundo, lo serio, lo trascendente, y todo esto se identifica con el realismo, por la misma miopía del tendero que es incapaz de mirar más allá de su mundo limitadísimo y cree que fuera de éste sólo pueden existir la ópera y la pintura al óleo de tema mitológico, cosas raras que no entiende ni de lejos aunque le hayan dicho que son sublimes, y de las que por tanto puede olvidarse para siempre para concentrarse en lo que de verdad importa, las matrimoniadas de José Luis Moreno y las cintas de chistes de Arévalo.

Personalmente me aburre el realismo, sobre todo el realismo psicológico y sobre todo un realismo psicológico que tratara de ahondar en la psique del hombre actual, que vete a saber tú qué será eso a estas alturas, pero también me aburre mucho lo fantástico como cliché, como excursión al campo o como falacia exótico-sangrienta en plan “esos sí que viven la vida” o “ahí aún pasan cosas”. Me parece lógico que la gente trate de evadirse de este erial y que guste de sumergirse en seudo epopeyas heroicas o trágicas ambientadas en épocas donde supone que la sangre corría más por las venas (es falso, corría por las calles a la menor ocasión, lo cual obviamente no es nada que haya que echar de menos; y por cierto hay un tebeo de la serie de Valerian, Mundos ficticios, que habla exactamente de esto con mucho humor y tino, de la manía morbosa y patética de imaginar mundos o reinventar épocas a la postre siempre ficticias donde descargar todo el sadismo y el aburrimiento que algunos sienten en medio de nuestro paraíso primermundista, y de cómo este es un remedio o subterfugio propio de eunucos espirituales) o en mundos privados hechos a medida de megalómanos cursis; me parece lógico pero me aburre y no es cosa mía. Me parece más interesante mezclar las dos cosas, hacer que choquen como trenes expresos la vulgaridad y la grisura aplastante de cuatro borrachos o jubilados del suburbio con una fantasía que es y al mismo tiempo no es la tópica, pues viene con el condimento del humor y además es consciente de sí misma, es autoparódica a la vez que paródica. Me parece que de ahí sí puede salir algo interesante.

Por otro lado me gustaría también hacer notar que en mis historias apenas hay nada fantástico en sentido estricto. Sólo hay un elemento fantástico o prodigioso que es, precisamente, un prodigio en sentido casi religioso, humorísticamente religioso o cosmogónico como es el hecho de que los tristes juguetes o consuelos de un viejo funcionario hayan cobrado vida y con el tiempo hayan desarrollado una civilización en ese sótano donde nunca entra nadie. Es decir, sólo hay este punto de partida que se sale de lo que podemos llamar realismo, que es la presencia misteriosa de Don Sinforoso y sus puntuales milagros, y al mismo tiempo este personaje es también vulgar y terreno, un torrija desaseado y pelmazo, es decir un dios o demiurgo también humano, demasiado humano, y es de temer que la mayor parte de sus poderes se le vayan en conseguir que no descienda el atleti o incluso en facilitarle algunos títulos menores como la Europa League, antes conocida como UEFA. Quiero decir que en la historia de Torrezno no hay hadas ni elfos ni reyes hechiceros que vuelan por los aires ni nada parecido, del mismo modo que tampoco hay costumbrismo. En el espacio que queda entre esas dos fronteras, que por otra parte es inagotable, es donde querría trabajar yo, en todos mis tebeos.


El choque entre dos mundos en Horizontes lejanos.


También hay en El lado amargo un aire apocalíptico bastante marcado. ¿Crees que estamos ya acercándonos al límite, es el fin del mundo tal y como lo conocemos?

Es el fin de un mundo, eso está clarísimo, pero no de todos. El fin del nuestro, concretamente, y de ahí nuestro desconcierto, toda la tiña y el miedo que asoman a la mínima. Y eso que nosotros ya hemos crecido en gran medida en él, estamos muy contaminados de toda la majadería circundante y por eso, queramos o no, contribuimos a expandirla. Crecimos en un mundo donde por un lado se seguía hablando de humanidad y comprensión, del valor de la educación, todas esas cosas que ya suenan a chino, pero al mismo tiempo era obvio lo que asomaba por debajo, el llamamiento a la rapacidad y al cretinismo, y sobre todo el terror subyacente a toda esa propaganda del yo y el individualismo, el terror a no llevar tal ropa de tal marca o no estar enterado de la última sandez, a que se te rían a la cara los vecinos o tus hijos. El temor a no ser nadie o directamente a no existir, a diluirse en la masa o ser gaseado por ella o con ella. Pero de ahí saldrá otro mundo que no se sabe cómo será. Lleva décadas asomándose, porque nada de esto es nuevo, el estupor que sentimos nosotros no es nada comparado con lo que debió de ser la explosión del maquinismo y el fin de las castas sociales, o la aparición de la muerte a escala industrial a partir de la primera guerra mundial, lo que vivimos nosotros son los últimos coletazos de ese desorden que, como todos, trae cosas buenas y malas porque arrasa con todo, con la cortesía y el derecho al silencio lo mismo que con la beatería y el fariseísmo liberal. A lo cual se añade que en este país en concreto, como en el resto de repúblicas bananeras, llegamos tarde a todo como no podía ser menos, por el inmenso retraso acumulado pensando en la honra y rezando el rosario, y por eso se nos junta todo, creíamos que avanzábamos hacia Europa, y al llegar descubrimos que ésta se había convertido desde hace mucho en Tejas o algo así, un no-lugar dominado por la mole del Wal-Mart o el Mercadona local.

Ya que hablas de nuestra querida república bananera, ¿crees que tu obra debe o bebe de cierta tradición española quizá extinta encarnada por Ramón Gómez de la Serna, Miguel Mihura o Enrique Jardiel Poncela?

No he leído mucho a Ramón, aunque casi siempre que he probado me ha gustado. De Mihura sólo conozco Tres sombreros de copa que me mandaron leer en el colegio, y también me gustó, a Jardiel ni lo he olido, así que en total no sé si esto puede haber dejado mucho poso. He leído algún texto de Tono para La Codorniz que era fascinante en su anormalidad, pero en general no estoy muy al día de esa tradición que dices ni en general de la tradición de nuestras letras, descontando quizá algunas fases de su poesía contemporánea. Y por tanto tampoco puedo darte una opinión fundada sobre si está extinta o no, esa vía española, de entrada desconfío un poco del humorismo español como tal, no sé si no será una contradicción en los términos, pues aquí lo que se entiende por humor suele ser el chiste, que es el humorismo momificado, y además está ese tópico de que los habitantes de la piel de toro son especialmente graciosos y simpaticones, sospechoso como todos de encubrir precisamente lo contrario de lo que proclama. Una cosa que me echa un poco para atrás de nuestros clásicos es la insistencia en el realismo, y más aún en el costumbrismo, que ya digo que me aburre, y en general la tendencia a lo chocarrero y a un humor vengativo y estéril bastante más pobre al final que el humor judío. O lo que me desanima más bien es que el realismo aquí suele excluir de entrada el humor y concentrarse en cambio en una negritud disfrazada de profundidad, lo que se llamaba el tremendismo, que es una cosa muy estrecha de miras. Kafka por ejemplo está lleno de humor, y resulta mil veces más contemporáneo, infinitamente más clarividente que todos esos tremendismos, y a la postre más realista que cualquier realismo concienzudo y esforzado, pero también hay humor en Bernhardt, por ejemplo, y en Bellow, en todas partes menos allí donde la única cera que arde, como decía antes, es la de los cirios. Aunque también aquí puede ocurrir el milagro, bastantes cosas han cambiado en las últimas décadas y hay novelas como Diario de un hombre humillado o Domar a la divina garza que son descacharrantes. A mí me gusta mucho el humor de Cunqueiro, un poco naif y melancólico, siempre le imito (mal) en mis índices onomásticos.


Página del índice onomástico de El lado amargo.


En Sociedad limitadísima es donde tu vena paródica resulta más obvia. De todas maneras, me da la sensación de que no es muy distinto de El lado amargo, y aunque todo está tratado con más humor, las conclusiones son más o menos las mismas, “esto es un asco”, poco más o menos.

Es un enfoque algo distinto, y por eso no creo que venga a ser exactamente lo mismo. La diferencia está en el humor, y es bastante sutil y seguramente casual. Es una cuestión de matiz y de puras manías personales. A mí es que en el fondo los torreznos me deprimen un poco, quiero decir el mundo del tedio ciudadano y de la gente acabada que mata la tarde en el bar esperando a Godot o a Arturo Fernández, me puedo reír de ello un poco pero no me dura mucho la cuerda, y la prueba es que el mismo Torrezno abandonó pronto esa línea del frente, lo saqué de ahí a la mínima ocasión para llevármelo a alguna otra parte donde sus talentos pudieran ser mejor aprovechados, porque me cae simpático y no quería que se muriera del asco. Él es en el fondo la única ratilla de bar que uso como personaje y ya digo que sólo tras extirparlo de su ambiente y enseñarle un poco de mundo o micromundo. En el resto de las historias los bares y el arrabal, la realidad urbana y contemporánea en sentido amplio, aparecen sólo como marco o punto de partida, y dependiendo de los personajes el enfoque es distinto. Por un lado está el Julio César de El lado amargo y su pandillita de conspiradores, empezando por Zurraspa, y este es precisamente el lado amargo porque su lucha, aparte de divertida –espero– es también risible, patética, no es sólo que no tengan la más mínima oportunidad de luchar contra el nuevo orden mundial y las autopistas de la desinformación sino que también ellos son unos patanes requemados por la vida, como apuntabas más arriba, así que sus andanzas son siempre frustrantes, el suyo es un camino de perfección en el fracaso que sólo se puede contar con un humor azul oscuro casi negro.

Pero el caso de Germán y Leandro, y aquí vuelvo ya a la pregunta, es distinto por esa diferencia de matiz aludida. En ellos no hay ninguna pretensión intelectual de rebeldía o resistencia, de hecho apenas hay coeficiente intelectual incluso sumando entre los dos, y por eso aunque parezca lo mismo en realidad no lo es, aquí no hay amargura, todas las historias suyas son un puro desmadre donde todo acaba mal, sí, y donde lo que asoma es siempre la mendacidad y la estupidez general, pero todo ello tiene siempre un aire festivo, estos dos anormales se presentan y a mínimo que se les ocurra hacer algo para salvar a la humanidad o detener una conspiración criminal todo se va al traste, hay una especie de felicidad salvaje en cada catástrofe que provocan. El suyo es una especie de nihilismo feliz, y creo que al único al que se parecen un poco es al propio Don Sinforoso, al menos a mí estos tres personajes son de largo los que más me divierte dibujar, y son los suyos los diálogos que mejor me lo paso ideando. Quizá sean como los dos extremos del sistema, de un orbe cerrado donde reinan la desazón y la tristeza, un mundo cerrado y cargante que a pesar de ello se suaviza un tanto en sus dos polos, en el ártico de la divinidad y su cháchara incomprensible y en la antártida de estos dos mamelucos con sus diálogos de besugo no menos arcanos. Esperemos que el agujero de ozono no acabe con las dos neuronas y media que comparten, aunque yo me preocuparía por ellos tan poco como por Don Sinfo, ni los rayos gamma atravesando las Puertas de Tanhauser podrían hacer de ellos hombres de provecho, ni el Curso Empresarial Deusto.

Por cierto, el diseño de portada de Sociedad limitadísima es un homenaje a Tintín, y en el interior también haces alguna referencia. Alguien que escribe unas historias con un fondo tan crítico y amargo como las tuyas, ¿puede disfrutar de la aventura pura inocente tipo Tintín?

Bueno, yo no creo que Tintín sea tan inocente, al menos a partir de cierta época. Y no lo digo por cuestiones políticas que no tienen ninguna importancia, sino porque en sus libros hay mucho humor, y el humor nunca es inocente. Y tampoco la aventura, si vamos a eso. En los últimos álbumes hay bastante trasfondo, en el de Los pícaros por ejemplo hay mucha coña con la idea de la republica bananera, y el de Vuelo 714 es un clásico donde Hergé mete desde la parasicología a la avaricia calvinista de una especie de mendigo millonario que viaja en jet privado y hace trampas en el juego de los barquitos, sin contar la referencia a la piratería del Índico tan de actualidad hace nada. Y aparte de eso está claro que en Germán y Leandro hay muchas más referencias a otras cosas, por encima de todo al humor de Bruguera, a Anacleto y sobre todo a Mortadelo y Filemón. Pero quizá lo de Tintín tenga su razón de ser, nunca lo había pensado, aunque desde luego la última historia del álbum está llena de coñas o directamente pastiches de Objetivo la luna, pero nunca los había visto como otra cosa que eso. Se me ocurre que otra de las razones por las cuales disfruto tanto con esos personajes, de esta alegría suya perenne que me contagian a mí y espero que también a algún lector, puede ser el que son personajes fuera del tiempo, y ahí estaría la conexión con lo que dices de la aventura pura. También es cierto que cuando pienso en ellos se me ocurren calificativos que podrían salir de la boca de Haddock: jenízaros, mamelucos, etc. Y ello tiene que ver de nuevo con esa condición festiva o inofensiva de su universo, regido por la idiotez pero donde está casi ausente el mal. En una de esas viñetas de homenaje a Tintín en la última historia, cuando sale ese emperador del mal que es una especie de Bin Laden cruzado con Rastapopulos, la frase con la que anima a su sicario que está a punto de detonar el rayo destructor es algo así como: “Venga, Hans-Christian, acabemos con la decadencia del rock and roll”, así que ese es el tono de la historia. Aparte de eso, y para cerrar ya el tema, te aseguro que puedo disfrutar con cosas mucho más inocentes que Tintín, aunque repito que no acabo de verlo tan inocente. Ten en cuenta que el Torrezno es también y sobre todo aventura pura, cuando alguien se larga a hacer siete libros de 150 páginas cada uno de batallas, viajes y ciudades imposibles no es por deconstruir la figura del héroe o para investigar los trasfondos de la religión y el poder. Eso puede venir de rondón o por añadidura, pero el detonante es un gusto por la aventura del que ni lejanamente me avergüenzo.


Un homenaje a Tintin en Sociedad limitadísima.


¿Por qué esa obsesión por llenar las viñetas, por dibujar hasta la última ventana y ladrillo del último edificio?

Por el carácter de la historia, en el caso del Torrezno, y en el resto de historias por manía o por enfermedad. En el Torrezno creo que es la única vía para hacer creíble un mundo que es y a la vez no es el nuestro, y que además saca su comicidad y sus posibles hallazgos imaginativos de esta paradoja o confrontación antes aludida entre lo real y lo fantástico. Por un lado los uniformes romanos o napoleónicos tienen que ser más o menos verosímiles –aunque siempre aparezca algún detalle de mofa que los rebaje o trastoque, como el conejito de Playboy en los salacots de la caballería– y por otro lado cuando aparece un sacacorchos que es usado como ariete o una ciudad levantada en los recovecos de un cubo de fregona, pues tiene que verse al detalle lo que es. Con esto ya sé que no contesto del todo a la pregunta, pues el detallismo podría darse de forma puntual y en las escenas de conversación, que supongo que es a lo que te refieres, no habría por qué empecinarse en mostrar siempre el techo o la decoración de las paredes, y por eso digo que será ya cosa de manía, es decir de inseguridad. Con el apego al detalle se disimulan las carencias básicas del dibujo, para empezar, y esa supongo que será la principal razón.

De todas formas todo esto tiene que ver también mucho con la concepción que cada uno tenga del cómic. Para mí el interés de un tebeo depende siempre y fundamentalmente de la historia, del guión, pero para poder contar esa historia con garantías me parece que hace falta un mínimo de nivel en el dibujo, si éste no cumple con esos mínimos casi nunca consigue interesarme, y de ahí, repito, los disimulos y el detallismo, que dejo caer como una cortina de humo para que lectores con las mismas exigencias que yo no cierren mis libros al primer vistazo. Esto no quiere decir que sólo conciba un dibujo realista y detallado, ni de lejos, me gustan mucho algunos cómics de ese estilo, pero siempre y sobre todo por el guión, y por ejemplo me interesa mucho más Bourgeon que Juillard, que es seguramente un dibujante más competente, por la simple razón de que las historias del primero están siempre muy bien escritas y son interesantes, y las que dibuja el otro no lo son tanto y me aburren bastante. Pero repito que aquí el dibujo es algo casi secundario, es el cimiento necesario para que una historia de aventuras tenga corporeidad y espacio, textura, lo cual me parece imposible de conseguir con un dibujo tipo Cuttlas, por ejemplo, que sirve obviamente para otras cosas. Volviendo al tema de Tintín, Hergé me parece un tipo muy competente pero ni de lejos me parece un dibujante genial, me parece concretamente un gran dibujante de tebeos que domina las técnicas del movimiento, de la expresión corporal y el espacio, etc, que es lo que hace grandes a los grandes dibujantes de tebeos como Moebius, pero ni su formalismo me parece interesante de por sí ni creo que el de ninguno de los maestros del medio. Sólo quizá Muñoz creo que podría decirse que es un dibujante genial, alguien que ha descubierto nuevas formas de plasmar el rostro y la figura, para empezar, y tampoco es que los suyos sean de mis tebeos preferidos, quiero decir tebeos que pueda releer mil veces, aunque hay alguna historia de Sudor sudaca que realmente me conmueve y el suyo es un trabajo siempre interesante. Supongo que suena un poco paradójico esto de considerar el dibujo como condición necesaria y a la vez como factor casi de segundo orden, pero si se observa a los clásicos se entiende bastante bien. Todos ellos son competentes, algunos brillantes, y cuando aparece esa brillantez supone quizá la guinda para hacer de un libro o una serie algo irrepetible, pero en general nunca hacen alarde de sus capacidades porque saben, instintivamente, que eso podría llegar a ser perjudicial para la historia. Resumiendo, insistiría en que son dos cosas muy distintas un buen dibujante y un buen dibujante de cómics.

Este tema del dibujo daría para largo y tiene muchas connotaciones. Por el tipo de historias que hago no podría, aunque tuviese ese talento –que no lo tengo– seguir la senda de Muñoz o del Breccia de Mort Cinder. Y por otro lado tampoco, por las mismas o parecidas razones, puedo usar en el Torrezno un dibujo más humorístico del que uso, aunque por supuesto hay muchos autores a los que admiro en este sentido, capaces de sintetizar y de expresar con un trazo mucho más suelto y rápido. Y en cuanto a un estilo más elegante, digamos, más formal y cerrado, también hace falta bastante talento, y mucha paciencia, y además repito que el formalismo en los tebeos me aburre y me parece fuera de lugar, esa cosa fría y obsesiva tipo Chris Ware casi me deprime un poco. Pero está claro que podría meter menos detalle en ciertas partes de la historia, efectivamente me sobra bastante mampostería en los fondos, a ver si con el tiempo consigo ir librándome un poco de ella y llega también a mis tebeos la crisis del ladrillo. El desenladrillador que los desenladrille…


Dos abigarradas páginas de Capital de provincias del dolor.


En cierta manera, el horror vacui gráfico se extiende también a los textos. Junto a Edgar P. Jacobs y Paco Alcázar, debes de ostentar algún tipo de record de número de caracteres por página. Bueno, y de hecho en más de una ocasión has optado por el texto puro y duro. ¿Se te queda corto el cómic para según qué cosas?

Bueno, en el caso de Jacobs era peor porque sus bocadillos van rotulados en cursiva y con una letra de pigmeo hipermétrope que tira para atrás, y aun así no creo que haya mucho problema. Quiero decir que donde falla la cosa es cuando en medio de la acción se pone a explicar cómo funciona una turbina, y eso ya no tiene tanto que ver con la cantidad de texto sino con cierto ánimo didáctico que suele capar un poco la alegría de la aventura. Yo meto unos rollos tremendos, pero que recuerde no suelo hacerlo en medio de la acción, así que el problema sería básicamente este: ¿quiere usted que este diálogo retórico-sapiencial o este discurso se lo meta en catorce viñetas enanas o lo puedo hacer por la vía rápida metiendo varios bocadillos en la misma viñeta, algunos considerables? A mí no me parece algo a lo que haya que dar muchas vueltas. Y luego están las parrafadas de El lado amargo, por ejemplo, que ya son otra cosa, enfáticas y engordadas humorísticamente, pero aquí también hay muchos diálogos rápidos, los cuales me preocupo mucho de que se lean bien y sin confusión posible. Vamos, que todo esto no me preocupa mucho, me parece una discusión estéril que en cuanto te descuides puede derivar a cuestiones como si esto es o no es cómic, y qué es y qué no es el bendito cómic, temas apasionantes que a mí personalmente me la pelan.

Lo que dices de si se queda corto el cómic para según qué cosas yo no lo plantearía así. Creo que en cómic se puede hacer cualquier cosa, como con la fotonovela o el taraceado conceptual. Otra cosa es que, si de lo que se trata es de dar un epílogo teórico-humorístico a una serie de historias como en el Gabinete del doctor Salgari, o de sacar una especie de panfleto utópico en El lado amargo, o un catálogo de bares de Madrid disfrazado de compendio arqueológico-geográfico en Los años oscuros, estas tres cosas tengan que ir contadas en viñetas por el simple hecho de que van insertas en un libro o álbum de cómic. Esto no acabo de comprenderlo, es como si alguien se indignara porque al final de una película salgan las típicas frases sobreimpresas diciendo «fulanito rehizo su vida tras el genocidio turkmeno y ahora se dedica al poker on line», y gritara “¡esto ya no es cine!”, o porque en la solapa de una novela aparezca la foto del autor, contaminando con su fotomecánica el impoluto orbe tipográfico del resto del libro (y de casos como el de Sebald y las fotos que intercala en sus espléndidos libros ya ni valdría la pena hablar). Quiero decir que no me parece un debate serio; en los tres casos citados en que he metido texto directamente, haciendo no cómic, efectivamente, sino digamos literatura ilustrada, la cosa tenía su razón de ser evidente dentro de la historia: tanto el catálogo de bares como el panfleto de la isla utópica son anunciados o aludidos, por así decirlo, en la trama, y en el caso de la coda estrambótica y seudo psicoanalítica que uso como epílogo en el Gabinete se trata obviamente de eso, del diagnóstico médico sobre las historias anteriores, que cobran así carácter de historiales clínicos. Pero vamos, que lo mismo diría aunque fueran auténticos pegotes que apenas vinieran al caso, no acabo de ver dónde está el problema. El cómic me sirve para algunas cosas, y para otras me resulta más eficaz la simple escritura, tampoco hay que darle más vueltas.

Aparte de todo esto me halaga la asociación con Paco Alcázar, aunque sea a cuento de la sobreabundancia de texto, porque me parece un grandísimo humorista. Y no tenía la impresión de que él metiera también tanta letra, seguramente será porque no le sobra ni una. Que es lo único que merecería la pena discutir de todo este asunto, claro, no si hay mucho o poco sino si sobra o no, si lo escrito tiene algún sentido.


Dos ejemplos de la abundante utilización del texto en El lado amargo.


¿Has metido muchas horas en la tasca? Parece que conoces bien el ambiente.

Lo conocí bastante durante una época, ahora ni se me ocurre meterme en ese tipo de antros. Supongo que son pecadillos de juventud, ese jugar a descubrir gente auténtica o torturada, o más bien sería porque no tenía un duro y no había otra forma de doparse más barata, las drogas no me gustan y la gente drogada me aburre, aunque tampoco sería por el dinero porque sigo a dos velas, en eso sí que he sido fiel a mí mismo, muy a mi pesar. En mi descargo puedo aducir las historias que hacía en aquella época sobre las tascuchas y su fauna, ahí se ve que por lo menos no me tomaba muy en serio esas sandeces. Los baritos los trabajé sobre todo de universitario, en particular los de Carabanchel porque tenía amigos allí, bastante torreznos. Luego viví con algunos de ellos en un piso por Legazpi, y allí fue ya un auténtico trabajo de campo, también un recurso contra el hambre porque nos mimetizamos rápido y nos ponían tapa. Y luego pasé casi diez años compartiendo un estudio al lado de Gran Vía, en la calle Valverde número 33, y conocí a bastantes despojos autóctonos, aunque esta vez ya mucho más de lejos. Los bares y personajes que salen en mis tebeos vienen todos de allí, casi todos son reales aunque muchas veces aparecen desubicados y traspapelados. El bar Denver en concreto aparece fuera de lugar, estaba en el barrio de Tetuán y no creo que entrase más de dos veces, luego desapareció y fue sucesivamente un bar marroquí, otro indostaní y actualmente creo que es ecuatoriano, todo un modelo de multiculturalismo dentro de la misma cochambre. Tal y como aparece en la historia en realidad usurpa el lugar del bar Sidi, que está en la plaza de San Ildefonso, aunque éste es más grande y creo que sigue abierto. Lo único real del Denver es que el dueño –que se parecía al Jacinto del Torrezno aunque dudo que se llamara así– tenía un perro que se llamaba Rocky o Croqui, y que al final se convirtió en De Cult, el can intelectual, compañero de fatigas de Zurraspa.

Creo que El gabinete del Doctor Salgari es mi libro favorito de Valenzuela. ¿Cuál es el tuyo?

Pues no sabría decirte. La relación con las cosas que has parido es bastante equívoca, no tengo hijos así que no puedo hacer comparaciones tontas, pero la cosa no será muy distinta. No sé si le pasará a todos los autores pero a mí personalmente me cuesta mucho juzgar los resultados de mi trabajo. Y no me refiero a falta de criterio o de objetividad, la objetividad no existe y criterio no tiene nadie, ni respecto a lo que hace ni respecto a lo que lee, sino a algo más personal y ambiguo. Yo releo mis libros a veces, los del Torrezno a la fuerza, a veces para recordar dónde me he quedado en alguna de las tramas y otras mil veces para asegurarme de que no le cambio la orientación a tal edificio en cada tomo o le añado pisos a tal otro –y a pesar de ello acabo metiendo la pata mil veces– pero los demás también los hojeo de vez en cuando y a veces me los leo enteros del tirón (no sé muy bien el porqué de esto, ni si es algo normal o si debiera pedir hora al endocrino, en principio parece un poco como de débil mental que después de pasarme horas con cada página encima las relea luego veinte veces, pero es lo que hay), y las conclusiones que saco varían mucho. Por un lado me pasman los errores cometidos, los tomos más antiguos del Torrezno me parecen tan inexpertos que trato de evitarlos para no sufrir, pero por otro lado a veces me enredo en la historia y me vuelvo a reír con los chistes o los giros de la trama, lo cual aparte de sugerir que soy medio tontico habla quizá un poco del carácter de la historia o de las mismas páginas: a veces descubro cosas que se me habían olvidado, personajes del fondo en los que ni había reparado, seguramente tiene que ver con el horror vacui mencionado, o quizá es que dibujo demasiado y no tengo ni tiempo para ver lo que he hecho. Como respuesta a tu pregunta sólo puedo decirte que el Gabinete quizá sea, en efecto, el libro que más enfermizamente he revisado y releído después de tenerlo impreso, pero que las historias con las que más y más veces me he reído a la vuelta del tiempo quizá sean las de Germán y Leandro. Aunque en esto soy injusto con el Torrezno. Por un lado es el que más veces he revisitado, cierto que por pura necesidad pero la necesidad también ha acabado mil veces en virtud, o en vicio, y me lo he leído de cabo a rabo sin apenas darme cuenta, y por otro lado los libros suyos en el fondo nunca he llegado a verlos como tales, sino como entregas de un todo que se va formando, un continuo que no se puede ni me apetece juzgar por sus partes. De hecho el Torrezno va abarcando poco a poco a todos los demás libros, los va metiendo poco a poco dentro de sí por ósmosis, aunque eso se verá mejor con el tiempo.

En El gabinete del doctor Salgari abordabas cambios importantes respecto a tus trabajos anteriores. Por ejemplo, la práctica eliminación de los bocadillos de diálogo para favorecer la voz en off y el diálogo interior. ¿Por qué tomas esta decisión y por qué te la saltas a la torera en la última de las historias, la única inédita del libro?

Sí, esa es la mayor diferencia del Gabinete con todas mis demás historias. Es el único libro de temática digamos psicológica, eso es lo que de verdad lo distingue de los demás, porque su otra característica principal, el repaso medio en serio y medio en broma a los géneros y sus tópicos, es algo que también está presente en el Torrezno e incluso en las historias de Germán y Leandro. Es este sesgo digamos literario el que le da al libro su sabor peculiar dentro de lo que he hecho, y tampoco sabría decirte el porqué de esa decisión, si es que fue tal. Si lo pienso ahora, creo que la causa más profunda es formal, creo que obedece a algo tan aparentemente nimio como es el cambio de formato, estas historias se publicaron en la revista Humo que era cuadrada, y eso, de algún modo, propició los juegos con la estructura de la página de los que hablas en la siguiente pregunta, y esta idea de jugar con el formato y la disposición de las viñetas condujo, por sí sola y de forma natural, a un cambio de tono, por la sencilla razón de que invitaba a meter pequeñas cajas de texto exentas, por así decirlo, y estas cajas de texto flotantes o reambulantes entre estructuras más cambiantes y variadas llamaban también de forma natural a la voz en off, al pensamiento del personaje, que sí es una rareza en el resto de historias que he hecho. Creo que fue algo tan sencillo como eso lo que pasó, lo cual viene a sugerir de paso la gran importancia de las cuestiones formales, y hasta qué punto éstas condicionan los llamados “contenidos”, y por tanto el absurdo de empeñarse en disociar unas de otros. Aparte de eso, claro, está el hecho de que me apeteciera contar esas historias, pero casi todas las historias se pueden contar de muchas maneras y la que cuajó fue esa, repito que por algo en principio tan superfluo como el tamaño y la colocación de los bocadillos. De ahí, del predominio de la voz interior, surgió todo el subjetivismo que hay en el libro, el tono onírico o radicalmente irrealista, la visión de la Historia como una alucinación colectiva y la desaparición de la cronología, y también los juegos de espejos mediante los cuales unas historias se reflejan en otras.

Y respecto a la última historia y por qué me salto allí a la torera estos condicionantes, pues bueno, por un lado no es del todo exacto, también en la historia de los dos robots de mantenimiento que juegan a ser hombres entre los cadáveres de sus amos en el submarino nuclear hay algún bocadillo, y por otro uno se pone reglas para saltárselas cuando quiera. Pero si se quiere buscar una razón más sesuda que me haga quedar mejor, como autor más consciente y deliberado, podría decirse que el libro es un camino por el mencionado subjetivismo de la voz interior, un camino que a veces bordea la demencia del puro solipsismo, como sucede en Le llamaban Trinidad, otras es una soledad social o histórica como la del guía eterno de todas las cruzadas, y que este camino, por lógica, debería acabar accediendo por fin a la condición de diálogo. Un diálogo que, por otro lado, también resulta irónico pues no es tal, es más bien una especie de sermón o clase magistral donde el pobre Ayax apenas sirve de pared con sus contestaciones para el monólogo que Odiseo mantiene consigo mismo, que es lo mismo que sucedía en los breves diálogos de los dos robots y también, apunto de paso, lo que sucede en la introducción cosmogónica que abre Plaza elíptica.


Página de Le llamaban Trinidad, en El gabinete del doctor Salgari.


Hay otros cambios importantes respecto a tu trabajo anterior, como el diseño de las páginas, más “trabajado”, por decirlo así. En muchas páginas existe una gran imagen central (que puede estar subdividida en varias viñetas) y otras imágenes complementarias superpuestas, y los textos van definiendo un sentido de lectura. ¿Tiene todo esto algo que ver con el Atmósfera cero de Steranko o el 300 de Miller?

Seguro que se me pasó por la cabeza el libro de Steranko, el de Miller no creo porque era bastante malo y dudo que me dejara mucha huella, de hecho no recordaba que allí también hubiera ese juego de viñeta grande a toda página apoyada o auxiliada por otras más pequeñas que insertándose en ella hacen avanzar la historia. Era otra forma de jugar con el formato, como decía antes, porque en una página cuadrada surgen más posibilidades de este tipo, por pura trigonometría, hay una simetría central, etc. De todas formas sólo utilicé este recurso en algunas de las primeras historias, cuando empezaron a hacerse más largas lo dejé más de lado por pura necesidad narrativa. Aunque la historia en la que lo empleé más a fondo tenía 8 o 10 páginas, lo que pasa es que ésta, Le llamaban Trinidad, es un caso especial por el tema. Es prácticamente una historia abstracta, con personajes que se acercan casi a la condición de arquetipos –de hecho en cierta medida se ríen ellos mismos de esta condición postiza o fantasmal que les ha tocado, y yo me río con ellos y de ellos– y que deambulan por un paisaje digamos mental, con ese desierto de bloques de piedra que recuerdan a los adoquines gigantes que se echan al mar en los rompientes y los malecones. Así que era la historia perfecta para dejarse llevar o, mejor dicho, para acompañar por una vez la reflexión narrativa que es el hilo conductor del libro –el cuestionamiento de los géneros a través del humorismo que los subvierte y los entremezcla; de los personajes, que siempre son brumosos, nunca se sabe muy bien de dónde vienen ni qué les pasa, y desde luego nunca parecen estar a gusto en su condición tópica de aventureros ni con el género que les ha tocado en el reparto; y del mismo tempo narrativo que se diluye en la introspección enfermiza o en la ausencia de coordenadas históricas– con una paralela experimentación o subversión de las reglas del medio, de la historieta.

En las demás historias apenas lo pude hacer, más allá de esas florituras bastante moderadas a lo Steranko, por la acumulación de texto y de peripecias, pero aquí me lo tomé con calma y quise aprovechar la ocasión. Supongo que también era una forma de desquite, no sólo respecto a esas otras historias del libro que me forzaban a acumular viñetas y a facilitar el sentido de la lectura usando estructuras más clásicas, sino sobre todo respecto a las historias del Torrezno, que por su carácter casi excluyen de entrada estos juegos. Allí voy tan a piñón fijo que las páginas son todas iguales, salvo contadas excepciones no dibujo en hojas blancas sino en fotocopias de una caja básica con los márgenes ya puestos y tres tiras marcadas de antemano con lo cual el libro queda clónico de principio a fin. Esto lo decidí en su día para abreviar, para no perder ni un minuto en pensar cómo ordenar la página, y tampoco me preocupa mucho porque ya digo que el Torrezno es un tipo de tebeo muy clásico, donde las viñetas son sólo pantallas abiertas a través de las cuales se canaliza la historia, la disposición de la página es neutra y aséptica y nada denota ni aporta a la historia. Aunque la verdad es que ahora mismo estoy metido en el climax de la acción del siguiente tomo, y estoy mandando todo esto a tomar por saco, llevo una semana metido con una doble página con estructura circular bastante parecida a la viñeta-página del pozo que aparece en la historia arriba mencionada del Gabinete, y esta vez es mucho más complicado porque aquí se cruzan varias líneas narrativas y en cada gajo de la naranja ocurren cosas, y además ocurren precisamente en ese gajo por una razón y en un orden determinado, siguiendo la trayectoria del personaje.


Página de La última ola, en El gabinete del doctor Salgari.


En ese libro hay una historia que a mí me parece que encierra o resume bastante bien gran parte de la filosofía de Santiago Valenzuela, La sombra de una torre. Pero en realidad, ¿tu filosofía es susceptible de ser encerrada en una única historia?

No creía tener ninguna filosofía, la verdad, nada más allá de cuatro nociones prestadas, como todo el mundo, cuatro alfileres con los que orientarse apenas por este caos continuo. Me parecería incluso preocupante llegar a tenerla, una filosofía de vida o unas convicciones profundas, es decir una ideología, y tener que ver la realidad siempre a través de esas gafas graduadas, lo cual sin duda es más descansado pero también un coñazo. Las historias del libro quizá sean un destilado de esas cuatro nociones mínimas, como digo prestadas y por suerte cambiantes, pero esa en concreto no creo que sea la que más me defina. Hace nada leí un libro de Junger, Sobre los acantilados de mármol, que se da cierto aire con la historia, no en la base profunda que allí es más dramática y en modo alguno humorística pero sí en ese atrezzo histórico deslavazado y cambiante, en esa especie de conjunción de épocas, y la verdad es que he leído cosas bastante parecidas en este sentido, incluso algunas películas de Miyazaki van por ahí, y tampoco le anda muy lejos todo eso del steampunk, está inventado hace mil años. Lo que quiero decir es que esta historia es un poco un batiburrillo que usa de ese otro batiburrillo del anacronismo para cuestionar la Historia, el heroísmo y la servidumbre, lo que quieras, pero no sé si llega a ahondar mucho en el tema que persigue, tal vez porque lo que persigue es, efectivamente, una sombra. Me gustan las páginas centrales de la historia, me parece divertida esa mezcla de la última cruzada con el gran atasco y también cómo la expedición de conquista termina siendo una especie de troupe itinerante que actúa por los pueblos y es recibida a pedradas por la chiquillería, pero luego la cosa da nuevos giros y acaba con una reflexión sobre la necesidad de contar historias donde sea y como sea, la historia me gusta pero no acabo de verla como el destilado de lo que pretendo contar habitualmente.

Tienes una historieta, La somnolencia de los héroes, que es un diálogo filosófico de 23 páginas entre personajes históricos. ¿Crees que realmente es el cómic en medio adecuado para transmitirla?

Posiblemente no me satisfaga del todo esa historia, pero no por nada que tenga que ver con el cómic como medio y su adecuación a según qué temas o intenciones. Desde luego que en el cómic se puede hablar de eso, porque en el cómic, repito, se puede hablar de cualquier cosa, otro asunto muy diferente es que no suela hacerse. Pero tampoco en las series de televisión solían tocarse ciertos temas, hasta que empezó a hacerse, y tampoco en el cine, etc. Se suele decir que el condicionante es lo que pide el público, que actuaría así de censor previo y natural, pero ya sabemos que eso es falso auque siga usándose el argumento para descargarnos más y más bodrios. El público no pide nada, si se le pregunta dirá por supuesto que quiere más de lo mismo, igual que un niño pequeño exige ver una y mil veces la misma película de dibujos, pero cuando se le pone otra la disfruta igual o más, esa más o menos es la dinámica y por eso a todo el mundo le interesa que haya etiquetas, categorías, hay una extraña necesidad general de saber en qué se mete uno cuando va al cine o abre un libro, lo cual estaría bien si se refiriese a la calidad o al interés, pero no parece que vaya por ahí la cosa.

En el caso del cómic esto se agrava porque es un medio de origen infantil, una chorradilla que se les daba a los críos para que se callaran un rato, pero también es típico de las llamadas artes populares, aunque esa terminología ya no tenga mucho sentido. El lector de cómics es increíblemente conservador, perezoso e inatento, y alguna vez me ha pasado que alguno de ellos, incluso algún compañero del gremio, me haya dicho, después de elogiarme sobremanera tal historia, que no se leyó tal otra del mismo libro porque tenía demasiado texto. Lo cual ya entra para mí en la categoría de lo misterioso. No sé si en el futuro podremos ver verdaderos cómics de ensayo, híbridos y teóricos, pero creo que estaría bien que los hubiera, y verdaderos cómics poéticos más allá de lo que hoy se entiende como tal, que viene a ser otra forma de decir tierno o autobiográfico o qué sé yo, cursi. A mí personalmente me gustaría hacer un cómic abstracto, donde los verdaderos protagonistas fueran la imagen y el texto puros entremezclados, no creo que nunca me pueda dar ese gusto pero es un camino como cualquier otro que alguna vez será explorado.

Volviendo a esa historia de La somnolencia de los héroes, aquí lo que creo que falla es sobre todo el espacio, hubiera necesitado de más cancha para sacarle el jugo que quería. O bueno, quizá no, esto es verdad sobre todo justo al final de la historia donde todo viene un poco apretado, pero ya antes hay un poco un exceso de devaneo teórico, seguramente es la menos redonda del libro, también por su condición de colofón y porque, llegado a ese punto, me impuse el incluir en ella referencias a todas las demás historias del libro. Es un poco como si el epílogo teórico del doctor Salgari se fuera infiltrando sibilinamente en el cuerpo mismo de las historias que a continuación va a interpretar. Las demás historias funcionan mejor porque están más centradas, son excesivas pero dentro de un límite, incluso la que antes mencionabas de La sombra de una torre, también allí hay demasiadas cosas pero se van sucediendo con cierta gracia, creo. A mí, personalmente, la que me parece la mejor historia del libro es Yo paseé con una zombie. Además creo que es la única historia verdaderamente “de época” que he hecho, y la única por así decirlo “costumbrista”, y por eso me hace gracia que la época sea la posguerra (es decir una no-época, pues en realidad es básicamente la nuestra) y que el nudo de la historia sea una especie de mezcla de Calle Mayor y La noche de los muertos vivientes.


Página de La somnolencia de los héroes, en El gabinete del doctor Salgari.


Ese ejercicio que haces al final de El gabinete del Doctor Salgari de psicoanalizar cada una de las historietas del libro, ¿es una reminiscencia de tus años como estudiante de Bellas Artes?

No entiendo la conexión que haces entre Bellas Artes y psicoanálisis. Allí prácticamente nadie sabía ni quién era Freud, quiero decir que aunque pueda parecer que por vocación debería ser un sitio abierto al pensamiento moderno o digamos “transgresor”, no lo era ni por asomo. De hecho no había ni la menor atención al aspecto teórico, y más allá de alguna referencia al concepto de sublimación que le oí a algún profesor no recuerdo nada parecido en cinco o seis años de raspar papel Caballo y mezclar colores sin tino. La razón de ser de ese epílogo ya la he explicado más arriba. Llegado a un punto de la realización del libro se me ocurrió darle esa vuelta de tuerca, por un lado convertir cada historia en una especie de exudación narrativa o fabulística de los asistentes a una velada espirituoso-espiritista, algo que apenas se menciona en el prologo pero que tendrá su importancia en la continuación de la historia (que no sé cuándo podré hacer, dentro de mucho) y por otro hacerles una especie de diagnóstico o autocrítica built-in, entre guasona y pedante, que diera cierto sentido al título del libro y cierta coherencia a través de la figura de ese Doctor Salgari que hasta entonces sólo había sido una presencia difusa, o sólo un nombre, un título. Aparte de todas estas razones me gusta acabar los libros con algún tipo de texto. Normalmente se trata de un índice onomástico, o de una serie de preguntas retóricas dirigidas al lector como en el último Torrezno, una forma de prolongar un poco más la historia y buscarle penúltimas derivaciones, pero en este caso quise convertir esta coda o propina en parte integrante del libro.

En El gabinete del doctor Salgari también demuestras que puedes dibujar una página sin texto y hacerlo muy bien. ¿Cómo llevas tu faceta como ilustrador? ¿Te sientes seguro en ella? ¿Te resulta tan satisfactoria como la realización de cómic?

Esas páginas de las que hablas, si lo piensas, son un poco falsas ilustraciones. Quiero decir que más que ilustraciones son páginas de cómic a las que se les hubieran quitado los bocadillos, y que lo que hago en ellas es de algún modo contar también una historia, de hecho están pensadas como epílogos o resúmenes de cada una de las incluidas en el libro, y a la vez como atisbos de su posible continuación, una continuación que tengo pensada y escrita bastante al detalle. Es decir, que estas páginas serían algo así como el epílogo de las ya publicadas y el prólogo de las proyectadas.

De todas formas, si bien aquí el carácter narrativo es más evidente y está llevado ya un poco al extremo, ello no deja de ser una constante en todo lo que hago como ilustración, incluso en los encargos aparentemente más coyunturales, así que supongo que a estas alturas cuando me llaman para encargarme algo ya cuentan con eso. Siempre tiendo al abigarramiento, no tengo ese talento sintético de expresar con una sola imagen sencilla una idea, o igual es que no confío demasiado en mi dibujo, como vengo diciendo, y esa sea de nuevo la razón básica. Además tampoco tengo esa elegancia que se suele buscar y con la que también se pueden disimular las limitaciones, y menos aún tengo esa elegancia o ese formalismo concretos que desde hace ya bastante tiempo se llevan, esa especie de línea clara desenfadada.

De hecho creo que el problema es que no tengo un estilo muy definido, más allá de ese abigarramiento o esa cualidad narrativa o laberíntica de mis dibujos, y esto no es bueno a la hora de venderse, pues un ilustrador vende sobre todo un estilo. No sé, luego la gente te dice que sí que reconocen a primera vista tus cosas, y alguna vez me ha pasado que un trabajo que me parecía lo más aséptico y lo menos personal posible luego me lo atribuían al instante, así que esto del reconocimiento del propio estilo y el de los demás igual es un poco como lo que pasa con los chinos, a nosotros nos parecen todos iguales pero no lo son, y además ellos opinan lo mismo, también nuestras fisonomías tan majas y variadas de caucasianos narizotas y atorrijados les parecen indistinguibles.

Volviendo a tu pregunta, sí me gusta dibujar cosas que no son cómics, pero quitando las referidas experiencias en el campo de la ilustración de encargo, que de algún modo acabo llevándome a mi propio terreno, las cosas que suelo hacer tampoco entran mucho en lo que se entiende por ilustración y por eso la inmensa mayoría es inédita. Son cosas más sueltas y libres, casi siempre más pinturas que dibujos, y las suelo hacer por épocas, igual cuando me harto ya completamente del detalle y del prurito de limpieza del cómic, la verdad es que hace bastante que no me da por ahí.


Ilustración que cierra Yo paseé con una zombie, en El gabinete del doctor Salgari.


Y siguiendo con la ilustración, ¿qué tal la experiencia de ilustrar el libro de Gustav Meynrik, El Golem? ¿Te gustaría repetir con algún otro libro concreto?

La verdad es que la adaptación literaria es un poco sufrida. Hay que pensar bastante dónde puede ir la ilustración, porque normalmente las cosas más sugerentes para trasladar a imágenes no vienen en orden y espaciadas, sino que se acumulan de pronto y luego ralean, y al final acaba uno haciendo bastantes cábalas, tenga o no en mente el Golem y el ghetto. Así a bote pronto no se me ocurre ningún libro en concreto que me gustaría ilustrar, seguramente es contraproducente imaginar de antemano estas cosas porque luego suele pasar que cosas que pensabas que te irían como un guante luego no resultan tanto, lo mismo me pasa en el cómic, me paso años con cosas apuntadas del guión del Torrezno que creo que van a ser muy divertidas de hacer y donde voy a dar el do de pecho y luego cuando llego a ellas me salen rutinarias o apresuradas, y en cambio las viñetas de las que acabo estando más satisfecho son algunas que casi se presentan de casualidad.


Una de las ilustraciones para El golem.


Releyendo tus libros para preparar la entrevista me he dado cuenta de que pasas de largo de las 1.000 páginas publicadas. ¿Cumples con ello una promesa a la virgen o algo? Desde luego, muchos darían la mano con la que no dibujan por llegar a esa cifra con ese nivel.

Esa impresión es consecuencia del raquitismo de nuestra industria. ¿Cuántas páginas ha dibujado Moebius, firmando así o con su verdadero nombre? Y eso sí que es nivel, un nivel que por desgracia está más allá de nuestro alcance, o al menos del mío. Si aquí hubiera una industria –y por tanto un público- entonces habría autores mil veces más prolíficos que yo. Es importante que a uno le paguen por su trabajo, es un pequeño detalle que no conviene olvidar. Más que nada porque sólo si se lo pagan podrá hacerlo bien y con constancia, no en los ratos libres que le deja su oficio de cartero o contrabandista al por menor, el cómic es una cosa muy pesada a la que hay que dedicarle muchísimo tiempo, y la mayor parte de ese tiempo además se va en los aspectos más artesanales y desagradecidos del asunto, en la cocina o en la sala de máquinas, y si eso no se paga se le va quedado a uno cara de tonto con los años.

Tú empiezas a publicar libros en 2001, si no me equivoco. ¿Cómo ha cambiado en 10 años tu percepción del mundo (mundillo) editorial español?

No ha cambiado demasiado porque los cambios que se han sucedido apenas me han afectado, en los últimos años ha habido sorpresas, auténticos éxitos, tiradas que nadie habría imaginado hasta hace nada, pero a estas alturas tengo clarísimo que mis libros no van a ser nunca superventas. El panorama parece que va mejorando poco a poco, y con un poco de suerte se irán abandonando ciertas actitudes y vicios producto de la estrechez de la que venimos, ya se ven signos de ello. Lo malo es que junto con estos tímidos brotes ha coincidido también la crisis, es una pena y no se sabe qué pasará.

¿Te sientes parte de una generación de historietistas, o cada uno hace el amor y también la guerra por su lado?

No me siento muy partícipe de nada de eso, ni de un grupo ni de una generación, del primero porque no existen esos grupos, que yo sepa, más allá de gente que ha montado fanzines juntos o de los pocos profesionales que publican desde hace mucho en la misma revista. Y en cuanto a la generación, supongo que sí nos unen algunas cosas: la falta de pericia, para empezar, porque la nuestra es una quinta que llegó al cómic en pleno desguace de la industria y ha tenido que aprender por sí misma, lo cual tiene sus cosas buenas pero también malas; luego el bagaje cultural que por fuerza es más o menos común y que quizá se ve sobre todo en el tipo de humor. Pero no creo que esto baste para hablar de generación, y en mi caso concreto supongo que la sensación de desapego se debe sobre todo a la temática, las intenciones, etc. A mí no me interesa mucho eso de la novela gráfica, quiero decir que no tengo esa inquietud que parece haber ahora por plasmar un trozo de vida o una experiencia personal, y que tiene que ver bastante con cierto impulso, a veces loable y otras más bien ridículo –dependiendo del resultado que es lo único que importa–, por dignificar el medio, por así decirlo, por hacer de él un vehículo para narraciones adultas o artísticas o profundas, tres calificativos bastante sospechosos, sobre todo el de adulto. Yo no creo que el cómic tenga que avergonzarse de nada, y creo que lo adulto y lo artístico y no digamos ya lo profundo son cosas que surgen por sí mismas y casi diría que por casualidad, no por una deliberación del autor que suele conducir al desastre.

En Nietos del rock’n’roll cedes los lápices a David Ortega. ¿Te diste cuenta de que eras un guionista en el cuerpo de un dibujante o algo así?

Es la primera vez que publico un libro firmando sólo el guión, pero no es la primera que lo he intentado. No tengo un apego especial por los lápices, a pesar de todo lo dicho, me encantaría ser sólo guionista, pero claro, siempre y cuando encontrase un dibujante de mi misma cuerda y con mi mismo aguante o capacidad de autoflagelo, un maníaco del horror vacui con muchas horas que malgastar dibujando ladrillos que además no tuviera especial afán por escribir sus propios guiones y transmitir al mundo sus vivencias o su weltanschaung, y esto, por la referida situación de la industria, es decir por las cuatro perras que le supondrían tamaños sacrificios, es imposible.

Mi verdadero ideal sería tener un entintador, o mejor un colaborador en sentido amplio, alguien que se involucrara de verdad y que con el tiempo pudiera encargarse de gran parte del aspecto gráfico, incluso de la mayor parte. Quitando cuatro cosas del dibujo mío que sí me parecen raras de ver en otros (cosas relacionadas con la paciencia, no con la habilidad), y de las cuales podría seguir encargándome yo, no creo que saliera perdiendo con el cambio. Ya digo que soy consciente de mis limitaciones, no me tengo ni remotamente por un buen dibujante, y hay gente por ahí bastante talentosa. Estaría bien, podría sacar un par de tomos al año y hacer avanzar la historia de verdad, pero repito que esto es utópico por el aspecto económico.


Este es el aspecto de algunas páginas del próximo Torrezno aún sin entintar.


Con esta obra vuelves al humor paródico de Sociedad limitadísima. ¿No cabe ya en Torrezno este tipo de humor?

Es un tipo de humor que tiene más que ver con El lado amargo o con Germán y Leandro, creo yo. En el Torrezno nunca ha habido esa intención paródica casi sociológica, allí cuando irrumpe el realismo siempre lo hace de una forma más lateral, más como contrapunto para la aventura y el enredamiento progresivo de la trama. Pero el álbum de Nietos del Rock’n’roll se diferencia también de El lado amargo en que, para empezar, como no he usado mis personajes habituales, ha quedado fuera ese aspecto de crítica desde la bohemia o la marginalidad que siempre arrastran ellos, me parece bien además cambiar un poco de tercio de vez en cuando, aunque luego los mismos temas acaben colándose por la puerta de atrás, es imposible escapar del todo de la propia monotonía. Aquí se trataba de hacer una historia más directa, y el Repelente niño Vicente, que David había reinventado partiendo de la idea de Azcona ya en los tiempos lejanos del fanzine Jarabe en el que ambos colaborábamos, con esa cosa infantil y con su deriva punki-enrrollada que él mismo le había dado ya entonces, se prestaba bien a una especie de farsa juvenil, es decir a una coña sobre la juventud fruitópica y los distintos campos de concentración o exterminio a los que se lanza de cabeza por sí misma y tras pagar entrada, algo con lo que ni Goebbels hubiera soñado.

El cómic y la música popular son dos disciplinas con muchos elementos comunes. ¿Se te ocurre una música concreta que refleje las sensaciones de alguna de tus obras? ¿Algún grupo que pudiera servir de banda sonora a tus trabajos?

Pues no se me ocurre nada así de primeras. Trabajo con música, me imagino que como casi todo el mundo, y como casi todo el mundo soy un ignorante musical sin oído ninguno, condenado a permanecer en los límites monótonos y recurrentes de la música popular, pero no creo que esto tenga mucha relación con mi trabajo, meto de vez en cuando letras de canciones pero igual que pongo variaciones tontas de títulos de películas o libros. Y aparte no me hace mucha gracia eso de la relación entre el cómic y la música pop en sentido amplio, me parece más coyuntural que profunda, debida más a su condición de artes o artesanías “jóvenes” o desenfadadas que a otra cosa. Pertenezco por completo a una de las generaciones que han crecido con la música rock y han sido moldeadas por ella, y desde luego esto tendrá sus implicaciones psicológicas, algunas de las cuales se analizaban entre bromas y veras en Nietos del rock’n’roll, pero no es algo que le dé un carácter particular a lo que hago, me parece.


Página de Nietos del rock’n’roll.


Las aventuras del Capitán Torrezno es tu cómic de mayor éxito y va ya por su séptimo álbum y contando. Si no me equivoco, la serie nació hace ya más de 15 años. Teniendo en cuenta el tiempo transcurrido y los cambios que ha sufrido el mercado del cómic, ¿te sigue pareciendo viable a día de hoy una publicación de estas características, en términos de extensión, temática, cadencia, etc.? ¿Acaso te importa lo más mínimo que sea o no viable?

Es que la serie nunca ha sido viable, si hablamos en términos económicos, pero es que en los últimos 20 años dudo que ningún libro de cómic de autor nacional no absolutamente alimenticio haya sido viable. El cómic en general no ha sido viable y sólo ahora, con un par de títulos que han vendido lo suficiente, se pueden concebir algunas esperanzas, aunque ya digo que yo tengo pocas. Y me refiero a viable en el sentido de vivir de ello, porque si de lo que hablamos es de vender la tirada de un libro ya es otra cosa, los libros del Torrezno se han vendido bien y se han reeditado, pero es que agotar una tirada de 1000 ejemplares, o dos, o tres, no es tan difícil, y desde luego no hace de ello un asunto “viable”. Es viable como inversión para el editor, como pequeña inversión, pero no como profesión para el autor. Y bueno, además que tampoco es tan fácil agotar esas tiradas tan pequeñas, aun hoy, y hace sólo 5 o 10 años era muy raro, lo que da una idea del panorama que había.

Y lo que dices de si me parece que a día de hoy puede seguir teniendo sentido una publicación con esa temática, esa extensión y cadencia, pues no sé. Tiene sus lectores, que en este lapso de años no creo que hayan desarrollado en masa una esclerosis múltiple, y tampoco creo que haya cambiado mucho el perfil tipo del lector. A la inmensa mayoría de ellos no les interesará, qué le vamos a hacer, pero siempre habrá quien disfrute con ello y se alegre de que continúe y vaya cogiendo cuerpo, sí que parece que en algunos aspectos vamos a peor pero en general no creo que el colapso neuronal definitivo esté al caer. La serie debería ir ganando siempre nuevos lectores, aunque sea poco a poco, porque los que entran en ella no suelen marcharse ya, y se supone que algo funcionará el boca a boca. Lo del tamaño sí que puede llegar a ser un problema, pero también es cierto que la gente es perezosa para lo que quiere, se compra sus series en dvd y se traga temporadas enteras en un par de días pero luego se espanta ante unas páginas cargadas de texto o huye como alma que lleva el diablo ante la vista de dos páginas sin dibujos, este nunca ha sido un país muy lector –y así nos ha ido–, ya veremos que pasa con todo el rollo de Internet, seguramente tenderá todo más –más aún– a lo visual, lo cual parece difícil pero siempre hay una nueva vuelta de tuerca posible en el horror.


Hace falta espacio para desarrollar una cosmogonía como la de Plaza elíptica.


A ratos he intentado leer Las aventuras del Capitán Torrezno como una alegoría del mundo moderno pero, la verdad, me parecía que eso empobrecía el libro.

Con esto volvemos a una pregunta anterior, a la inocencia de la aventura pura. Y a lo de las temáticas, a la adultez, a la profundidad. Yo desde luego no he pretendido hacer una alegoría de nada, no pretendo dar mensajes en clave ni desde luego usar la narración como pretexto o simple canal para soltar las cuatro ideas que pueda tener sobre el mundo moderno, el fin del imperio americano o las plantas de interior. Eso es la muerte de la narración y en general de lo artístico. Lo que pasa es que la realidad, o lo que queda de ella en este alucinación global o virtual en que vivimos, sigue estando ahí, y no se trata de que exija ser representada ni de que uno decida atender su llamada o no, temas que nos llevarían a debates casi olvidados, por suerte, como los del compromiso, la evasión, etc. Se trata de que la realidad es donde uno vive o al menos donde se ha formado, y eso, quiera o no, sale de una forma o de otra, rezuma o supura o estalla. Pero debe hacerlo de una forma natural y siempre y sobre todo por medio de la narración, debe ser parte de ella y surgir a través de ella y con su propio lenguaje. La literatura, la narración tienen su propia razón de ser, su mecánica, y pretender convertirlas en una suerte de tesis, de panfleto o de proclama es nefasto y la receta perfecta para el fracaso, y pretender además que así se convierten en algo menos frívolo –la obsesión de los curas de todo pelaje– o más crucial y cargado es no haber pillado de la misa la media. Hablan de la vida y de la realidad, pero siempre desde la óptica de lo concreto. No hablan del Ser en sí, ni del Hombre, hablan de algunas cosas que son y de algunos hombres y mujeres, ese es el papel de la narración y de la poesía, y gracias a ellas la vida perdura y se transmite, lo cual no es poca cosa.

De acuerdo, reniegas del compromiso político o filosófico en el arte (al menos en tu trabajo) y hablas en cambio de una ósmosis natural de la realidad en la obra. Pero entonces, ¿cuál crees que es el fin último de la narración, del arte? O si lo prefieres, no tanto su fin como su origen.

No es que reniegue del compromiso, sino de la instrumentación pedagógica del arte, que me parece tan nociva como su instrumentación psicológica o terapéutica, me refiero a eso de aliviarse mediante el acto creativo o al contarle a la gente tu vida, desnudarse en escena esperando disculpas o premios, quién sabe qué. Pero dejando de lado ese uso premeditado, mecánico, en el arte aparece la realidad, como digo, incluso en el mal arte, quiera uno o no, y ese es todo el compromiso del que es capaz, pues para transmitir al universo una serie de tesis geniales sobre la economía política o el cultivo de plantas de interior hay otros cauces, y para “comunicarse” ya están los teléfonos. El arte debería ser algo más honrado que todo esto, con menos subterfugios de por medio, pero claro, está el problema de la recepción que lo vicia todo, porque uno se cree que lo que hace debería ser recibido (y bien recibido), si no evidentemente no lo haría, y ahí empiezan los problemas, los malentendidos, las miopías congénitas. En la época en qué vivimos además todo está demasiado complicado con cuestiones mercantiles, por un lado hay que sacarle un partido al trabajo por mero mandato social, más allá de las necesidades de uno, por otro ese rendimiento empieza a ser el único baremo crítico de la recepción, algo que nunca había sido así, y por otro, y este es quizá el aspecto más truculento, la mayor parte de lo que se llama arte es puro espectáculo, glorificación constante y asalariada del paraíso o la prisión en que vivimos, incluido el arte no-espectacular e incluso el anti-espectacular, que ocupa su nicho asignado dentro del espectáculo global. Habría que preguntarse qué sería el arte en un mundo más habitable, no regido en exclusiva por el sálvese quien pueda. Sin duda desaparecerían el llamado “cine de acción”, el hardcore y no digamos el terror como género, pero lo que quedase, ¿sería puramente decorativo? ¿La desaparición de la neurosis como enfermedad global (o como única alternativa a la alienación alelada) supondría el fin de lo psicológico en sentido amplio?

En cuanto al fin o el origen del trabajo creativo, también es complicado, habría que darle muchas vueltas y no puedo dar una opinión muy autorizada, sólo hablar desde mi experiencia personal. Quizá el único rasgo distintivo del arte sea su gratuidad, no en el sentido de que se hace porque sí y a la buena de dios (es todo lo contrario, precisamente el arte debería ser el ámbito del compromiso absoluto con el trabajo, la antípoda de la chapuza y el vale todo) sino en el sentido de que es lo único que no espera recompensa, no exige compensación y por tanto es una especie de don que se hace. Por descontado el arte desencadena algún tipo de recompensa para el autor, ya sea económica, social o meramente anímica, en los casos más desesperados, y por descontado que el autor lo sabe, hasta el más cándido es consciente de estos premios y cuenta con ellos desde el principio, los desea y se pasa la vida buscándolos con ahínco animal, con las malas artes del bufón o la puta, del mendigo o el exhibicionista, pero aun así el don existe, o sucede, aunque sea en pequeña medida y por brevísimos instantes, y ese resto al que no tocan la pequeñez personal del que espera ser comprendido o admirado o redimido, en una palabra recompensado, ese resto ajeno a la vanidad (al miedo) y casi impersonal, ese resto intangible quizá sea lo que llamamos arte. Y por eso mismo quizá resulta cada vez más difícil hablar de arte a estas alturas, porque en nuestro mundo el don no se sabe si aún es posible, y la ausencia de vanidad, de miedo, parece ya una quimera.

Así que, según esto, el arte sería propiamente la actividad sin fin, según nuestra forma de pensar viciada, o la única actividad con un fin verdadero, si consiguiéramos ver el mundo con ojos distintos a los del trueque, como algo distinto de una mutua de servicios prestados y recibidos o como un pabellón de quemados global. Y en cuanto al origen, sería exactamente el mismo, pues una actividad sin fin es también una actividad sin origen y sin principio. Esto puede verse en los comienzos, cuando el neófito tantea e ignora tantas cosas que puede creerse hasta genial. Ahí la vanidad es brutal, y la esperanza inconcreta de todo tipo de éxitos, y sobre todo la falta absoluta de autocrítica, pero también es el momento quizá en que se siente con más claridad esa felicidad del puro hacer, ese despliegue generoso que se olvida de las horas que pasan, pasmado como está de las posibilidades formales y conceptuales que se abren a su paso. El novato está haciendo algo que muy raramente valdrá nada, está plagiando las cuatro cosas que ha visto y copiando estereotipos que ni siquiera conoce, y sin embargo puede que sea el artista absoluto, al menos en ciertos momentos. Y si le preguntan por qué lo hace, no sabrá qué contestar. Sabe de su vanidad, o de sus carencias, o del aburrimiento previo que lo impulsara a coger un lápiz, pero sabe también que todo esto es secundario, y que hace lo que hace porque ya no es posible hacer otra cosa, a partir de ese momento. Está realizando su don, y da igual si éste llega o no a alguien, porque en primer lugar le llega a él mismo, él es primer receptor del don que él mismo hace.


Página de Todos mienten, en Sociedad limitadísima.


No sé si ya te lo han dicho o siquiera si te lo has planteado siquiera, pero ¿tiene algo que ver Torrezno con el Cerebus de Dave Sim? Una serie de largo recorrido con ambientación románica-medieval, intrigas palaciegas, combinación de humor, religión y filosofía, un protagonista que parece que “pasaba por allí”, secundarios que homenajean personajes de la cultura pop…

Sí que me lo han dicho, me lo siguen diciendo y me lo dirán cada vez más, ya que ahora lo han traducido al castellano y supongo que lo publicarán entero. No puedo opinar mucho al respecto, porque sólo he leído el primer tomo, no el que han publicado ahora aquí sino el de sus verdaderos comienzos, que pillé hace unos años en una feria, los primeros veinte números o los que fueran de la revista o casi fanzine que publicaba el tipo y donde se ve una gran evolución en el dibujo y en el guión, pasando de un trabajo casi de aficionado dirigido a fans de Conan a una cosa de más envergadura y ya del todo profesional. Como no soy muy de Conan ni de espada y brujería supongo que no pillé la mitad de las bromas, y además la versión original se hace un poco ardua por esa manía de escribir los diálogos fonéticamente, por así decirlo, buscando representar la pronunciación o incluso distintos acentos, lo cual para los no nativos resulta pesado. Luego un amigo me trajo de allá un par de tomos de los siguientes, pero nunca he encontrado tiempo de meterme con ellos, seguramente por esta impresión primera. De todas formas con esto no quiero decir que no me haya influido en absoluto, porque hace mucho que supe de esta serie, gracias a aquella Historia de los Cómics que publicó Toutain, y recuerdo perfectamente que me interesó y me atrajo, aunque ahora dudo ni que me leyera el pequeño extracto que salía allí, fue una atracción de otro orden, algo que tenía que ver con la amplitud del invento o con la ambición, cuando eres joven tienes un poco esa cosa tonta de proyectar a lo loco y casi con megalomanía (algunos conservamos luego esa manía, sin duda por falta de madurez), me fascinaba eso de que llevara publicando años y todavía le quedaran otros tantos (el artículo sería de los primeros 80). Vamos, que me sedujo la escala más que otra cosa, me lo imaginaba como algo grandioso aunque no sabía ni de qué iba realmente. Eso puede haber influido como un trasfondo o recuerdo, ya digo, aunque el tebeo en sí no llegara a catarlo hasta después de llevar ya un tomo o dos del Torrezno.

Y lo que dices del parecido, la lista que apuntas de temas, pues no sé, en el fondo son temas bastante universales y casi inevitables. Cualquier serie de ambientación fantástica acaba por tocarlos, por pura necesidad de ambientación narrativa, y si a ello se une el humor es inevitable cierta convergencia. También me preguntan de vez en cuando por El Señor de los anillos, que no he leído, pero vi de chaval la película de dibujos y algo habrá quedado. Y lo mismo se puede decir del personaje “que pasaba por ahí”, todo eso son tópicos literarios, recursos de la narración (se me viene a la mente John Difool, así de entrada). Volviendo al tema de la pregunta de antes sobre lo fantástico, creo que se pueden encontrar bastantes diferencias de fondo. Es cierto que, por lo que sé, hay bastante más relación entre el Torrezno y Cerebus que con el mencionado mundo de Tolkien, por aquello del humor y por la falta de heroísmo (imagino que Cerebus no es demasiado heroico), pero vuelvo a insistir en que Torrezno habita en la realidad, al menos en parte, y la otra parte de su mundo es una realidad paródica y disminuida, no una especie de tabula rasa donde fabular a mi antojo.

Lo que sí que parece claro es que en Torrezno hay ambición. Ambición y compromiso con los lectores para desarrollar una historia muy larga. ¿Cómo de larga? ¿Cómo de planificada de antemano? ¿Está todo atado y bien atado?

Está todo bastante atado. Demasiado, quizá, llevo ya años desarrollando ideas que escribí cuando empecé con la serie, aunque luego se hayan colado muchos añadidos. El guión ha ido creciendo un poco desmesuradamente, y ello se debe a la lentitud con que trabajo, lentitud respecto a lo que querría porque en realidad voy bastante rápido, lo que pasa es que hay que dibujar fondos, trabajar perspectivas, etc, si fuera todo en plan primeros planos y con un dibujo más sintético o así en plan tira millas me podría hacer 300 páginas al año sin el menor problema, por no decir 500, pero no sé muy bien dónde estaría entonces la gracia. Y como la realización va lenta, pues en ese ínterin que ya dura años se me van ocurriendo muchas más cosas, algunas son chorradas que meteré de rondón o en tomos separados destinados a explicar todos los detalles del micromundo, desde su geografía a su teología, pero otras en cambio son detalles a veces cruciales o como mínimo útiles que surgen de pronto y que hacen más rica una trama, o ayudan a juntar varias tramas y a hacerlas más graciosas, así que esto de que la imaginación y la escritura vayan más rápido que el dibujo también tiene esa parte buena, que todo va ganando coherencia con el tiempo.

De la extensión final no te puedo decir mucho, porque lo que uno tiene en mente luego no sirve de nada. Siempre que he intentado hacer cálculos han quedado desfasados con el tiempo, y lo que pensaba que iba a requerir un solo tomo se me ha ido a tres o cuatro. De un tiempo a esta parte intento ser más precavido pero aun así no me fío un pelo. Ahora mismo la cosa estaría así: quedan todavía unos 5 o 6 tomos de micromundo, y a partir de entonces entraremos en la segunda parte de la historia, que ya tendrá lugar fuera del sótano y de la que tampoco vale la pena contar mucho porque empezaría a destriparlo todo. No sé si esta segunda parte será igual en extensión a la primera, no me extrañaría que fuera incluso más larga, lo que sí sé es que por último hay una tercera parte, situada a gran distancia temporal y espacial de las dos anteriores, que no sé si me dará tiempo a dibujar. Sobre todo porque, esta sí, tiene pinta de ser infinita.


¿Le llegará alguna vez su hora a Torrezno, como se insinuaba en Los años oscuros?


El título de la última entrega de Las aventuras del Capitán Torrezno es Plaza elíptica. ¿Es una especie de broma?

Pues al principio no era tan broma, pero me temo que ha acabado siendo más bien eso. En un principio tenía pensado usar el tomo para darle un cierto arreón a la trama, para acelerar un poco la cosa y eso, pero luego vi que no había manera, estará en los genes pero no soy capaz, y por eso la coña que pongo en el epílogo. Pero también me gustaba como título, y de alguna forma bastante lateral alude a las ciudades nuevas que aparecen, y también anticipa el siguiente tomo, que si bien tampoco abunda en elipsis sí contiene, en cambio, millones de elipses, porque sucede casi todo en un entorno esférico, lleno de tubos y circunferencias que me están volviendo loco.

En esta última entrega me ha dado la sensación de que la abundancia de tramas paralelas hacía que ninguna de ellas avanzase considerablemente. ¿No tienes miedo de que la complejidad de la historia te desborde?

No, a eso no, a lo que tengo miedo es a lo que dices, que las tramas paralelas tarden demasiado en avanzar y a repartir demasiado la narración. Pero ten en cuenta que este tomo es un poco un recuento general, quería dejar cada cosa más o menos en su sitio antes de hacerlo avanzar todo. Que igual no hacía falta, pero bueno, también quería señalar con ello el cambio de etapa.

A cuenta de esto de la multiplicidad de tramas también habría que explicar un detalle que tiene que ver con la pregunta anterior sobre la extensión total de la serie. Ya digo que no sé a ciencia cierta cuánto me queda, pero sí sé que estoy más cerca del principio que del final, y lo sé precisamente por esto de las distintas tramas paralelas. Todavía estamos en la fase de que vayan presentándose nuevas líneas narrativas, y por eso puede haber cierta confusión, más respecto a mis intenciones que respecto a los resultados. Quiero decir que no es que yo practique una especie de huida hacia delante como la que Moebius dijo que le sirvió para hacer El garaje hermético, cambiando de tercio cada vez que veía riesgo de aproximarse al final, es simplemente que la historia está aún en expansión, que el climax o el máximo apogeo donde todo se conectará aún no ha llegado, y por eso siguen surgiendo cosas nuevas. Aunque tampoco es que falten ya demasiadas cosas, la única verdadera laguna por completar, la única faceta grande del cristal que falta para empezar a contemplar por fin todo el conjunto es la historia de los técnicos, y esa viene pegando fuerte en el siguiente tomo.

Y bueno, para ser sincero a veces sí temo un poco que la historia se me vaya de las manos, a veces le echo un vistazo a todo lo que tengo apuntado por ahí y me entran escalofríos, o me descubro desarrollando una cosa absurda sobre el platonismo micromundano y sobre la Mesa y el Sofá Ideales, o sobre Tarsicio de Seúl, que se cayó del conejílope en el camino que va de Trévelez a Damasco y a partir de entonces ideó una especie de gnosticismo-brahmanismo inverso y nihilista, que aconseja no subir por la escalera del Ser y las reencarnaciones hacia la santidad y el nirvana del ático sino descender por ella hasta la bajeza y el bestialismo más profundos de las últimas sentinas de la creación, simpática doctrina que le ha valido dirigir la corte de los milagros del Khan en Babel y además ser un agente doble a sueldo de la tecnocracia, y entonces como que me cuesta un poco recordar a qué me dedico.

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Algunas páginas de Plaza elíptica.


¿A qué responde esa cosmogonía que trazas en el primer capítulo del libro mediante la conversación entre el maestro y el aprendiz? ¿Es para aclarar la mente del lector, para aclarar la tuya, o para acabar de oscurecerlo todo?

Esta especie de diálogo socrático, batiburrillo de la gnosis y de un seudo hinduismo de barraca de feria o de tour operador, lo usé como bastidor alrededor del cual ir introduciendo en píldoras las distintas tramas, o para ir repescándolas, y por eso va cambiando de tema y se refiere a dios, al demiurgo, a las guerras pasadas y futuras. Es una especie de prólogo largo y demorado que ocupa la primera mitad del libro y que me sirvió en parte para eso, aunque en realidad tampoco era algo tan sistemático, no sé si he retomado todas las líneas narrativas, seguramente se me habrá olvidado alguna, y ya digo que alguna de ellas sólo aparece como pincelada mínima.

Aparte de eso quería replantear la base teórica de la historia introduciendo ya con bastante detalle las implicaciones gnósticas, que antes sólo se habían dado en pinceladas. Es como un contrapunto o un avance, digamos que en los primeros tomos todo ha girado alrededor de la parodia judeo-cristiana, con ese dios ausente y olvidadizo o rencoroso al que todos esperan, pero esa es sólo una de las visiones que hay en el micromundo sobre la creación, sobre su razón de ser y su origen, es la idea que tienen en Deeneim, y por eso ha predominado mientras la historia no salía de allí, pero ahora Torrezno se larga por fin de esa ciudad que ya me tenía harto y que espero que apenas vuelva a aparecer, y era por tanto el momento de dar la otra versión, la de las partes más exóticas del sótano, más orientales por así decirlo y por tanto, siguiendo con el tópico, más alternativas y menos agónicas y dualistas. Esta, para ser exactos y completar una pregunta anterior, sí que es la única pieza que quedaría por desarrollar del todo para completar el puzzle, una pieza que sería lo oriental en sentido amplio, aunque en el micro mundo lo oriental se solapa con lo norteño porque engloba a todo lo exótico o extranjero, y que abarcaría desde las creencias de Tsen Sei a la corte del Gran Khan en Babel, las estepas oscuras del fondo del sótano y esos monasterios metidos en cajones de armarios que ya se han visto alguna vez. Y en concreto el texto que sale en Plaza elíptica, ese discurso o diálogo sapiencial, es un extracto del libro de Mahariva, redactado por su discípulo Estavande Miranda a partir de los sermones de su maestro, y el tal Mahariva es claramente un antecesor de Tsen Sei, su prefiguración o su modelo. Creo que existió realmente y que es uno de los santones más relevantes del hinduismo o un prefigurador del Buda, no estoy seguro porque apenas conozco el tema, pero creo que salía en el libro de Gore Vidal Creación, de donde saqué por cierto algunas cosas de Capital y a lo mejor también alguna frase de este último discurso.

¿De verdad vas a responder en la próxima entrega de la serie a todas las preguntas que planteas al final de Plaza elíptica? ¿Cuándo será eso?

Seguramente no responderé ni a la mitad, o sí, tampoco importa. Pero las contestaré todas en algún momento, eso es seguro, no hay una sola de ellas que esté puesta de relleno y además ya lo avisaba, donde están todas las repuestas es en la buhardilla de Don Sinforoso, pero en mis cuadernos y en mi ordenador también hay bastante. El siguiente tomo saldrá a principios de verano o por ahí, a ver si puede ser un poco antes aunque más de lo que hago no se puede hacer porque viene bastante denso, y además estoy teniendo que vérmelas con cosas de dibujo que me superan por la escasa formación y porque no sé manejar algunos programas de diseño de arquitecturas que me vendrían muy bien.

Este siguiente tomo habría querido que saliera bastante próximo en el tiempo al de Plaza elíptica, porque en realidad iban a ser sólo uno, pero ya decía que los cálculos siempre fallan y siempre se me van las cosas de madre. Me da pena porque se habrían entendido mejor los dos juntos, si el primero es preparatorio y teórico el segundo es pura acción y pasan millones de cosas, y además el protagonismo del Torrezno es casi absoluto, todo se centra mucho más en su línea narrativa propia y aventurera, que aquí entra ya por fin en colisión con la de los técnicos, que hasta ahora apenas ha sido esbozada y ahora coge definitivamente cuerpo. Pero bueno, ya digo que a estas alturas mis lectores estarán ya acostumbrados al tema. Yo voy haciendo al ritmo que puedo y cuando tengo suficiente se lo doy, más no puedo hacer.

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Páginas de adelanto del próximo Torrezno.