Mi organismo en obras (Fermín Solís)


Mi organismo en obras (Fermín Solís). La Cúpula, 2011. Rústica con solapas. 104 páginas. Color.

Fermín Solís, al que descubrí hace ya años con No te quiero pero te amo un poco (Ediciones Aralia, 2002), siempre me ha parecido uno de los jóvenes autores españoles más prometedores, como así lo atestiguan los premios que ha recibido durante su carrera —accésit en el certamen de cómic e ilustración del Injuve en 2002, premio al autor revelación en el Saló de Barcelona de 2004—. Pionero del slice of life y la autobiografía moderna, punta de lanza de toda una generación que es consciente de que hay otras vías posibles para hacer cómic, Solís dio la que a mi juicio es su mejor obra con Buñuel en el laberinto de las tortugas (Astiberri, 2009), nominada al Premio Nacional del cómic, y a mi juicio no inferior a la ganadora, la excelente El arte de volar. Pero este pedazo de tebeo no dejó de ser una excepción en la producción de Solís, más orientada al costumbrismo y a la autobiografía, y en la que, últimamente, a pesar de seguir manteniendo buen nivel, le estaba empezando a observar cierto anquilosamiento, como si se estuviera acomodando en una fórmula que le daba resultados.

Afortunadamente, lo primero que hay que decir de Mi organismo en obras es que se aprecia un salto cualitativo importante con respecto a las anteriores historias de Martín Mostaza —su álter ego—, en todas las facetas. Para empezar, Solís es cada vez mejor dibujante. Su estilo, influído por gente como Seth, Andi Watson o Dupuy y Berberian, no deja de evolucionar, y en esta ocasión nos encontramos con mutaciones interesantes: la deformación de la figura, el uso de la caricatura, la indefinición del dibujo, debida a la manera en la que Solís relaja el acabado… Me ha sorprendido muy gratamente, al igual que el magnífico color aplicado por él mismo.

Más allá de eso, creo que Solís se ha convertido en un narrador maduro. No sé si es cosa simplemente de la edad, o si influye haber realizado previamente un tebeo con tanta complejidad como Buñuel…, pero la manera en la que se enfrenta a las páginas ha cambiado. No sólo porque se le intuya un mayor dominio técnico en la puesta en escena, en la secuenciación o en la elección de las elipsis, sino porque el enfoque con el que observa su propia biografía es muy acertado. Quizás liberado por el uso de un álter ego, lo que siempre permite tomarse licencias, a Solís no le tiembla el pulso al juzgarse a sí mismo a través de un narrador en primera persona que cuenta desde el presente su pasado, emitiendo juicios de valor y sin ocultar muchos detalles incómodos.

No es que haya acontecimientos demasiado escabrosos en la vida de Mostaza. Es bastante normal, en realidad, y ahí reside la gracia. Gracias al humor y a ese narrador incómodo, cuestionador, se evita caer en el mero ejercicio de nostalgia —que también lo es, claro— para ofrecer bastante más al lector. Por supuesto que éste se identificará con el protagonista del cómic, más o menos en función de lo que se comparta con Solís, en mi caso, claro, el maravilloso primer capítulo en el que habla de cómo empezó a leer tebeos, pero también, como antiguo usuario de un ordenador personal de cassette, cuando cuenta cómo se iba al baño mientras cargaba un juego, o en las chapuzas con el padre. Pero en otras andanzas de Mostaza no me reflejo, y eso no significa que las disfrute menos: ahí es donde se ve la verdadera calidad de una autobiografía.

Mi organismo en obras es más un vistazo sereno al pasado que un juicio al joven que fue Solís. No hay nada que juzgar, o muy poco. No evita recordar con amargura travesuras crueles con la pandilla del pueblo o malas contestaciones a su madre, pero más que eso, lo que hace es valorar ciertas decisiones de su vida. Sin dramas, porque hablamos de un crío o un adolescente más adelante, pero tampoco con autocomplacencia. Simplemente se examina el modo de actuar de un chico muy normal, tímido, introvertido, y ansioso por encontrarse a sí mismo, a poder ser, lo más lejos posible de lo que sus padres son. Es ahí donde Solís intenta “hacer las paces”, pero no es algo que empobrezca el resultado final, quizás porque como decía lo hace sin dramatismo y sin más complejo de culpa que el que puede tener cualquier adulto al recordar cómo era de adolescente, y haciendo gala de mecanismos sutiles, como por ejemplo la página en la que su madre le pregunta cómo está, quizás mi favorita, porque sin textos de apoyo Solís es capaz de transmitir aquí muchísimo: la preocupación de la madre, el egoísmo de él, y esa “petición de perdón” silenciosa, implícita, como haciendo ver que era consciente de que no hacía bien pero al mismo tiempo sabiendo que no era más que el comportamiento de cualquier chaval de entonces.

A una obra como ésta no se le puede pedir más sin pedirle que deje de ser lo que es. Fermín Solís ha alcanzado un nivel excelente con Mi organismo en obras, narrando precisamente eso a lo que alude el título, los cambios que se dan cuando uno pasa por la pubertad, con humor y desenfado. No sé si en el futuro habrá más entregas de las andanzas de Martín Mostaza, pero lo que sí tengo claro es que aún no hemos visto lo mejor que puede hacer este autor, que tarde o temprano nos va a sorprender más aún con un tebeo mayúsculo. Al tiempo.