Los años dulces (Hiromi Kawakami & Jiro Taniguchi)


Los años dulces (Hiromi Kawakami & Jiro Taniguchi). Ponent Mon, 2011. Tapa dura. Dos tomos. 200 págs c.u. B/N. 18 y 19 €

Antes de empezar, tengo que reconocer que Jiro Taniguchi es una debilidad para mí. Me encanta. Es un autor polifacético que toca con la misma habilidad el cómic intimista —El almanaque de mi padre— y el aventurero —Seton el naturista—, la historia larga y la breve, sin perder nunca su voz autoral, tan reconocible, y ofreciendo siempre un mínimo de calidad. En esta ocasión, es turno para el Taniguchi más sentimental con este Los años dulces.

Adaptación de una novela de Hiromi Kawakami, El cielo es azul, la tierra blanca —publicado en castellano por la editorial Acantilado—, Los años dulces es una historia de amor. Sí, supongo que la novela fuente podría catalogarse como una novela romántica, quizás rosa… no lo sé, no la he leído. Es, eso sí, una historia de amor atípica, de las que difícilmente vamos a encontrar, por ejemplo, en la cartelera de un cine. Se trata de la relación de una casi cuarentañera, Tsukiko, con un antiguo profesor ya jubilado con el que se reencuentra una noche por azar. No es por tanto la archiconocida historia de chico-conoce-chica a la que estamos acostumbrados: si algo tiene de bueno es que tópicos, los justos. Son dos personas maduras que se van conociendo poco a poco, sin arrebatos pasionales ni tremebundos giros de guión. Todo es reposado, lento, calmado. Es, ciertamente, una novela que parece escrita para el Taniguchi intimista.

No es, puede deducirse fácilmente, una historia trepidante. Tampoco lo pretende. Juega en su contra esa difícil clasificación, la edad de los protagonistas, que hace más difícil la identificación por parte de gran parte de los lectores, y por supuesto lo cerrado de la sociedad japonesa y lo diferente que es a la nuestra. Durante la lectura, no siempre ha mantenido mi interés. Y sin embargo el trabajo de Taniguchi es mayúsculo. Ha ido soltando su trazo poco a poco, haciéndolo más ágil, un poco menos definido, y con ello su dibujo ha ganado en frescura y naturalidad. Es una delicia disfrutar de su habilidad para captar el gesto mínimo, el movimiento fugaz de unos ojos o unas manos, al igual que su destreza para crear atmósferas muy diferentes sin alambiques ni trucos del oficio, simplemente con su dibujo. Los años dulces avanza muy, muy despacio, contando la relación completa entre Tsukiko y el profesor, que se va construyendo a base de pequeños ratos compartidos en soledad compartida, largos hiatos, y mucho silencio. Poco a poco, una mirada, un roce, una palabra, van creando un lazo del que Tsukiko —que a la postre es una típica pero efectiva narradora en primera persona— no es del todo consciente hasta que se da cuenta de que se aburre con hombres de su edad y prefiere la compañía del anciano pero sabio profesor. Ah, y hay mucha, mucha comida. Juega un papel fundamental y Taniguchi se detiene bastante en las decenas de platos que comen los protagonistas a lo largo de las cuatrocientas páginas que dura la historia.

Podría haber sido una obra tremendamente monótona y repetitiva —pierde uno la cuenta de las veces que cenan en el mismo restaurante—, pero Taniguchi la salva a base de talento y minuciosidad. Se nota que es un trabajo que hace con todas sus ganas, y eso no es poco hablando de quien hablamos. Lógicamente, la historia sigue siendo lo que es. Por mucho que uno admire la técnica de Taniguchi y su habilidad, es una historia de amor maduro que no va a ser plato de gusto de todo el mundo. No es, a mi juicio, la mejor obra de Taniguchi, desde luego. Pero el seguidor del japonés encontrará un trabajo gráfico superlativo y toda la sensibilidad que Taniguchi tiene para tratar ciertos temas, sin caer nunca en la cursilería. Desconciertan, no necesariamente para mal, los últimos dos capítulos, donde se cuenta una historia de infancia de Tsukiko plagada de espíritus típicamente japoneses, y que transcurre en esa línea difusa que tanto y tan bien han tratado los autores de manga entre la realidad y la fantasía.

Lo dicho, para el amante de Taniguchi, imprescindible; para el resto, al gusto. Se me ocurre que puede ser un tebeo perfecto para regalar a personas de cierta edad que no hayan leído demasiados cómics, dicho esto sin ningún ánimo peyorativo, por supuesto. La edición en dos tomos de Ponent Mon, buena y bonita, y salvo alguna errata puntual —a Tsukiko la llaman Tuskiko un par de veces— impecable.