Mundos inexplorados: Los archivos de Steve Ditko volumen 2 (Steve Ditko y otros)

Mundos inexplorados: Los archivos de Steve Ditko volumen 2 (Steve Ditko y otros). Diábolo Ediciones, 2012. Cartoné. 17×24 cm. 250 págs. Color. 34,95 €

A finales de 2010 Diábolo Ediciones se lanzó a la aventura —al menos yo la considero una aventura— de publicar los excelentes tomos que Fantagraphics estaba editando en EE UU con el material dibujado por Steve Ditko antes de su paso por Marvel Comics. Ahora al fin le ha llegado el turno al segundo volumen, Mundos Inexplorados.

            Este tomo continua cronológicamente donde lo dejó el primero, en 1956, y sus historias están marcadas ineludiblemente por la creación de la Comic Code Authority un par de años antes, que introdujo una censura en teoría voluntaria, pero que en la práctica era inevitable si los editores querían que sus revistas fueran distribuidas. Quizás el mayor valor del volumen, al margen por supuesto del arte de Ditko —luego vamos con esto—, es comprobar de primera mano el impacto terrible que tuvo el Code en los tebeos. En el transcurso de un año géneros enteros desaparecen para dejar paso a otros más inocuos, o, al menos, más tolerables. Si en Strange Suspense, el primer volumen de Los archivos de Steve Ditko, el terror era el género rey, en este segundo ha desaparecido por completo y dejado paso a una ciencia ficción light en la que la crítica social que siempre ha acompañado al género en la literatura brillaba por su ausencia y sólo cabía el mero escapismo. También encontramos algo de fantasía bastante edulcorada, sin el punto de maldad que había, por ejemplo, en las adaptaciones de Rumpelstiltskin o Cenicienta.

            Pero lo interesante en todo esto es observar cómo, en realidad, la prohibición de usar motivos sobrenaturales o violencia explícita no es lo que marca más el carácter de estas historias, aunque sea lo que siempre se menciona primero al hablar del Code. Sin todo esto estoy convencido de que las historias habrían cambiado, pero no necesariamente habrían perdido su gancho y atractivo. Pero no, el problema reside en el concepto de moral que se impone en los guiones, que limpia de ironía y destruye el clásico giro final que prácticamente inventó EC y que adoptaron con éxito sus competidoras. La amoralidad de los personajes y esa visión tan negra de la sociedad desaparecen para dejar paso a héroes masculinos de una pieza que se enfrentan con su valor y a puñetazos a malvados mucho menos insanos que antes, generalmente más equivocados que locos. Las historias no pueden ser sorprendentes, ni excesivamente impresionantes, por miedo a afectar demasiado a los tiernos infantes a quienes iban destinadas. Sólo historias como Los superhombres o No lo creyeron mantienen un giro sorprendente que dé la sensación de historia cerrada, con un propósito claro. El humor negro se marcha por el mismo camino que los malos finales, que sólo perviven en alguna historia aislada, como Un mundo propio, la cual no por casualidad es de las mejores del volumen.

            Quién sabe si por la desmotivación que podrían suponer estas restricciones o por el exceso de trabajo, los guiones que entregaban a Ditko dejaban en ocasiones mucho que desear. Aún hay varios que hacen gala de imaginación y combaten al Code con ella, pero muchas otras son historias rutinarias, en las que no hay conflicto ni resolución. Un héroe espacial es atacado por una nave alienígena y la acaba destruyendo —Planeta misterioso—, un joven brumete de una nave espacial cae al vacío y es rescatado por sus compañeros —Polizón—… En otras, la lógica más aplastantemente racional se apodera de sus finales. Resulta muy difícil no acordarse del objetivismo randiano que se adueñaría unos años después de la obra de Ditko al leer las conclusiones de historias donde se explica cómo los malvados no son tales, sino hombres —o alienígenas— que actúan movidos por su necesidad. La manera en la que se subraya esto en los finales felices en los que los enemigos sellan la paz y, sin rencores, acuerdan colaborar, es tan artificiosa que genera un mal rollo, leídas hoy esas páginas, que involuntariamente sustituye al que provocaba el horror pre Code. Es el caso de El mundo invadido o El secreto del Capitán X. En otras, las menos, como señala en el prólogo Blake Bell, da la sensación de que sencillamente el guionista deja de escribir cuando ha cubierto las cuatro o cinco páginas pertinentes, y la historia queda suspendida, sin remate real —El mundo del soñador, por ejemplo—. Por último, creo que hay que destacar una de las historietas más insólitas de la antología: la humorística La mula estúpida de Gavin, donde una mula del ejército parece tener una inteligencia fuera de lo común, o mucha suerte.

            Al margen de la calidad irregular de los guiones, inducida o no por el Code, tenemos, por supuesto, los extraordinarios dibujos de Ditko. Como sucedía en el anterior volumen, su genio se apropia por completo de los guiones rutinarios y de los extraordinarios, y los hace suyos: todas son, de alguna forma, historias de Steve Ditko. Progresa a ojos vista, historia a historia y página a página, creando un universo propio, una estética personal para las historias que transcurren en otros mundos o en el espacio, y una narrativa clara pero que no escatimaba en planos arriesgados y algún experimento, como los que permiten las historias narradas por el Viajero Misterioso, personaje que queda integrado en la composición de las viñetas aunque no forme parte de la acción, de un modo muy interesante.

La edición, una vez más, es impecable. Y no me cansaré de destacar y agradecer la conservación del color original, tan cercano como es posible a aquél con el que fueron publicados por primera vez estos tebeos por Charlton. No es sólo una cuestión purista: el color tiene un sentido narrativo evidente, que genera efectos muy concretos en el lector, como demuestra el mejor ejemplo de esto, El hombre que pintaba en el aire. En definitiva, es lectura obligada para los amantes de Steve Ditko. Es un tomo imprescindible para entender su evolución y la búsqueda de ese estilo tan reconocible y único por el que hoy lo recordamos como uno de los mejores autores del cómic americano clásico.