El horror supremo del vacío más absoluto: una lectura filosófica de Vapor

Vapor apareció en octubre de 2012. Era la primera obra larga de Max en mucho tiempo, dado que Bardín el superrealista fue una recopilación de historias cortas. Me pareció desde la primera lectura uno de los mejores trabajos de Max que yo había leído, y uno de los mejores cómics aparecidos durante el año, españoles o no. Desde entonces he leído Vapor seis veces. En cada lectura encontraba nuevos significados, me hacía diferentes preguntas y llegaba a conclusiones distintas. Llevo mucho tiempo queriendo escribir sobre él, pero sentía que aún podía encontrar nuevas formas de hacerlo, y de hacerlo mejor. No quería escribir por escribir, por hacer acuse de lectura. Los meses fueron pasando, yo leía Vapor cada cierto tiempo, y cuando terminaba me decía: «todavía no». Me falta algo, no lo pillo todo, todavía no. Y entonces llega agosto y por cuestiones laborales imprevistas me veo teniendo que repasar lecturas y autores de un campo que me apasiona pero que hacía tiempo que tenía apartado: la filosofía. Y al mismo tiempo que repaso a Platón, a Kant o a Ortega y Gasset releo Vapor por sexta vez, y todo comienza a encajar, y empiezo a hacer conexiones que, al fin, me ponían en la senda si no correcta, sí adecuada para mi manera de ver la obra. Y para rematar, por si había alguna duda, me encuentro con unas palabras del propio Max en su blog que iban como anillo al dedo: «Realmente, a veces el azar es benigno y te pone muy a mano las cosas que necesitas.» El destino había hablado.

P-Vapor

La forma

El estilo de Max no ha dejado nunca de evolucionar. Seguramente su faceta de ilustrador ha ayudado a que asuma como algo natural que cada historia, cada proyecto, puede requerir una aproximación gráfica diferente. Lo escribí hace poco a propósito de Paseo astral: en una profesión donde, tradicionalmente, los dibujantes se esforzaban por encontrar un único estilo y perfeccionarlo a partir de su hallazgo, sin cambiarlo ya nunca, el caso de Max es más que destacable, y más aún en su generación. Ha sabido leer perfectamente cada etapa del cómic que le ha tocado vivir y ha sabido entenderla y ser siempre vanguardia. De todos aquellos underground, ha sido prácticamente el único en llegar a nuestros días con plena vigencia, con la notabilísima excepción de Gallardo.

En los últimos diez o quince años, Max parece entregado a la búsqueda de la síntesis perfecta. Ha ido evolucionando y quemando etapas desde la línea clara a lo Yves Chaland que lo influyó en los primeros ochenta despojándola más aún de cualquier trazo o elemento accesorio, en pos de la claridad narrativa y la desnudez en la exposición. Vapor tiene un dibujo limpísimo, y la tinta de Max se estiliza, sin perder por el camino ni una pizca de calor. El estilo de Max no aleja, sino que expone lo esencial más efectivamente. La economía de medios no deshumaniza, al contrario: es un dibujo artesanal que se percibe como tal siempre.

Esa síntesis está claramente relacionada con el tema de Vapor: de la misma forma que Nick, su protagonista, quiere librarse de lo superfluo y quedarse solamente con lo esencial, con su yo desnudo, Max parece buscar lo mismo con su dibujo. Y por eso todo sucede en un desierto, donde los elementos de escenografía son mínimos, y más desde la aproximación minimalista de Max. Personaje y autor comparten anhelo, y buscan, de alguna manera, lo mismo. Aislarse, limpiarse, llegar a una forma pura.

La sencillez de la forma es por tanto clave en Vapor, pero eso no significa que el análisis de sus páginas sea simple o no aporte cosas muy interesantes. Hay, para empezar, un juego entre lo vertical y lo horizontal constante.

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Max va un paso más allá y en el capítulo en el que la urraca Juanita se presenta por primera vez a Nick, lo que observamos es una disposición perpendicular entre la línea del suelo y y el marco de la viñeta y el rayado de las rocas junto a las que descansa Nick, quizás para reforzar la dicotomía entre él mismo, ser de tierra, y la urraca, ser áereo.

La composición de la página también tiene una enorme importancia en lo que Max denomina «intercapítulos»: escenas de dos páginas que aparecen entre capítulos largos en los que Nick, en soledad, reflexiona. Pueden encontrarse en las páginas 14-15, 26-27, 38-39, 50-51 y 62-63. Su estructura es siempre la misma, 4 x 2 viñetas, todas del mismo tamaño, relativamente pequeño si tenemos en cuenta el formato del cómic, lo que genera cierta sensación de claustrofobia: parece que Nick está encerrado en las viñetas y, cuando camina, da vueltas en círculo, como si estuviera en una celda. Es un efecto complejo, porque el fondo nos indica que sí está avanzando, e incluso pasa de una viñeta a otra atravesando la calle que las separa (p. 14). Cuando Nick se queda a solas con sus pensamientos, Max impone una estructura repetitiva y monótona, y el personaje parece preso. Y metafóricamente lo está: de sus pasiones, del mundo carnal. Pero luego vamos con eso, no nos adelantemos.

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Antes de eso apuntemos otras secuencias donde adopta soluciones llamativas. Por ejemplo, la lucha de los dos gigantes, una de las más espectaculares, resuelve su clímax con una página sin marcos de viñeta que acaba con un empate técnico, al arrancarse los dos contendientes la cabeza mutuamente (p. 57). Pero, en cuanto a diseño de la página, seguramente lo más vistoso de Vapor es el episodio en el que Nick se enfrenta a su propia sombra. En él, Max va transformando el escenario, y pasamos del desierto icónico, un no lugar simbólico, a la abstracción absoluta, un espacio en blanco en el que Nick se sienta en el vacío y la sombra, furiosa y cada vez más afilada, forma las viñetas. Hay más cosas, claro: el enfado monumental de Nick en cierto momento reflejándose en el trazo grueso y la mancha negra tosca con los que Max lo dibuja (pp. 70-71), o la secuencia del desfile, que es magistral en su sencillo planteamiento, basado en un plano fijo por el que van pasando los miembros del desfile. Pero no quiero extenderme más de lo necesario en estas cuestiones; sólo necesitaba apuntarlas, porque lo gráfico influye y está intrínsecamente unido con lo temático.

Nick

El propio nombre de Nicodemo ya está invocando significados, incluso antes de empezar la acción en Vapor. Josep Oliver, en su excelente ensayo «Entre el sueño y la muerte: las tradiciones meditativas y Vapor de Max» —con el que dialogaré más de una vez durante este texto—, publicado en el número 1 de CuCo, Cuadernos de cómic, ya apuntaba a San Nicodemo, que es en la tradición cristiana un sabio judío fariseo que aparece en el Evangelio de San Juan y conversa con Jesús sobre el reino de los cielos y la vida eterna. Se acabó convirtiendo, tras los comentarios de Agustín de Hipona, en un personaje que simboliza la búsqueda de la verdad, lo cual encaja perfectamente con el espíritu que anima a este Nicodemo moderno a exiliarse en el desierto. Su nombre abreviado también guarda un posible significado: Nick, un apodo, un nombre en clave, una casilla a rellenar por cualquiera de nosotros. No es el nombre auténtico, sino una máscara, y además ni siquiera es una máscara concreta. Detrás de Nick puede estar cualquiera: podemos estar cada uno de nosotros.

Animal (a)social

Nick declara que está en el desierto porque está cansado del mundo: «¡Estoy harto de todo! Del mundo, de la gente, de las cosas y de las ideas, de las palabras y de las imágenes.» (p. 9). Siguiendo el ejemplo de los sabios ermitaños se retira al desierto para encontrar algo indefinible, que no sabe exactamente qué es: «Sentido». Habla de «lo absoluto y, sin embargo, transparente» (p. 8). Este punto de partida ya plantea preguntas interesantes si acudimos a las teorías de algunos pensadores.

Nick parece querer encontrar el verdadero Ser, la verdad detrás de un mundo que le engaña. Lo primero que decide para ello es abandonar la sociedad. Pero ¿es eso posible? ¿Puede uno llegar a la verdad profunda del ser humano sin la sociedad, sin el mundo? Nos remite directamente al debate de los ilustrados franceses. Frente a la opinión generalizada que consideraba la sociedad como un estado natural para el ser humano, Rousseau es escéptico y la niega. El individuo aislado sigue siendo humano y además vive en un estado de inocencia que la sociedad, vía contrato social, pervirtió. Hobbes poco antes también había negado que la condición social fuera inherente al ser humano, si bien tenía una imagen bastante menos ideal del hombre primitivo. Son posiciones que refutaban lo que ya se daba por hecho en la filosofía clásica: Platón —sobre el que volveremos muchas veces— consideraba inseparables la condición de hombre de la de ciudadano: no podía serse una cosa sin ser la otra. Y Aristóteles definía al hombre como un animal social. Puede parecer que me estoy yendo por las ramas pero, en realidad, en la respuesta que demos a este debate está la clave de si lo que hace Nick tiene o no sentido. Si consideramos que el hombre puede serlo aislado de la sociedad, que no es parte de su naturaleza ser social, entonces Nick está dejando atrás algo impuesto, para volver a un estado primigenio donde encontrará la «verdad» detrás del «malentendido fenomenal» (p. 9) que es el mundo. Si nos alineamos con los clásicos, pensar al hombre sin sociedad es un absurdo, y entonces Nicodemo estaría terriblemente equivocado.

El mundo es mentira

Ésta sería la lectura política, pero hay otra aún más compleja: la metafísica. La intuición de que los sentidos nos engañan ya la tuvieron los griegos, y después la ciencia lo corroboró: lo que percibimos no son los objetos, sino las imágenes que de ellos elaboramos en nuestro cerebro. Platón llamó mundo sensible al de los objetos, e inteligible al de las ideas: un mundo puro, inmutable, y verdadero. Al apartarse del mundo por considerarlo falso Nick se sitúa en la línea de pensamiento de los idealistas, que consideran el Yo el objeto de la filosofía, y en contra de los objetivistas, que hacen lo mismo con los objetos, o los empiristas, que reducían el conocimiento a la experiencia. Kant, al centrar su teoría del conocimiento en el sujeto, estaría también apoyando la idea de Nick. Ortega planteó una síntesis entre los dos extremos: el dato radical del universo no es el Yo ni es el mundo, sino la relación entre ambos. Sus famosas «circunstancias» son eso: el sujeto no es independiente de su entorno, ni es pensable sin el mundo. Pese a lo cual, Nick, para encontrar el sentido último de la existencia, se aisla consigo mismo: se sumerge en el Yo.

Pero la cosa es mucho más compleja, porque desde un punto de vista metafísico, el primer discurso de Nicodemo es contradictorio. «No persigo ideas, persigo experiencias» (p. 8), dice, aunque se aparta del mundo, que es donde pueden tenerse experiencias. Y recordemos sus palabras posteriores: Nick está harto «de las cosas y de las ideas». Es decir, que quiere ir un paso más allá. La verdad no está en las ideas, en el mundo inteligible que enunció Platón, ni tampoco en el mundo sensible. ¿Qué busca Nick, entonces?

Un cristiano diría que busca a Dios, pero él lo niega expresamente (p.8). Platón hablaba del Bien como idea en sí misma, suprema, pero tampoco parece esto encajar con lo que busca Nick, que simplemente podemos definir como hace él, «el sentido último e inapelable, si es que lo hay» (p. 8), y ese «si es que lo hay» es clave, porque con él Max nos sitúa en el escepticismo constante, el que acepta que la búsqueda puede dar como resultado asumir que la pregunta no tiene respuesta. Por eso lo importante no es tanto qué busca Nick —de momento— sino cómo elige buscarlo: apartado del mundo de las cosas pero queriendo trascender también las ideas. Lo hace basándose en la creencia de que el aislamiento traerá consigo algún tipo de revelación, lo que lo acerca a filosofías orientales como el taoísmo, tal y como ha desarrollado Josep Oliver (Ibíd).

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El cuerpo es la cárcel

El ascetismo y ese afán de trascendencia también llevan a Nicodemo a pretender librarse de todas las necesidades carnales de su cuerpo, así como de las pasiones. El cuerpo, para Platón, existía en el mundo sensible y era imperfecto, cárcel del alma, a la que impide encontrar la verdad porque le impone necesidades mundanas. El cuerpo, como todo objeto, es una sombra, una imagen proyectada por las ideas. Y el alma, lógicamente, es lo contrario: eterna, proveniente del mundo de las ideas y por tanto la única que permite llegar al conocimiento real, el que se basa en la reminiscencia —el recuerdo que tenemos de la estancia de nuestra alma en ese mundo de las ideas—. La dicotomía entre el alma y el cuerpo es una constante en la historia del pensamiento humano, pero lo que hay que preguntarse es si es posible aniquilar el cuerpo, o mejor dicho, sus apetencias. Si volvemos a Platón, encontramos en Timeo su teoría de las tres almas. Dos de ellas residen en el cuerpo. El alma concupiscible es la fuente de las pasiones innobles, y se refieren básicamente al instinto de supervivencia y al de procreación: sexo y comida. Nick lucha contra ambos constantemente, y al menos en apariencia los vence, cuando consigue controlar sus erecciones o cuando, aparentemente, deja de sentir hambre. El alma irascible es la fuente de las pasiones nobles: la ira, la esperanza, el valor. Nick supera estas pasiones cuando el leñador Hércules desbroza el bosque de su mente, y también al imponerse a su sombra, que lo abandona, y pasa la reválida cuando ante la tentación definitiva, la reina de Saba que apela a sus emociones, afirma, citando a Dinosaur Jr., que no siente nada (p. 99). Se ha purificado: el Nicodemo que se enfrenta a Vapor se ha librado de las dos almas platónicas que son mortales y están unidas al cuerpo. Queda entonces la tercera: el alma racional, la que tiene naturaleza eterna y es capaz de contemplar la verdad.

Es el momento de hablar de Moisés, alias Mosh. Es un personaje que remite a los funny animals, a lo humorístico, a lo pop, a lo material. Ofrece a Nick «cigarrillos, pastillas, alcohol… chicas» (p. 11). Pero también le da buenos consejos que le ayudarán en su estancia en el desierto. Mosh cumple la doble función de diablo tentador y guía: es Mefistófeles y Virgilio al mismo tiempo. Y también, es obvio, es Moisés, que guió al pueblo de Israel durante cuarenta años de nada por el desierto. Oliver, desarrollando algo que el propio Nick insinúa al final, expone que Mosh es en realidad una «faceta de Nick» (Ibíd., p. 226), la representación de sus bajas pasiones, de su lado carnal, de lo dionisíaco. Nick es la razón, lo apolíneo, lo que quiere trascender. Si esto es así entonces el diálogo entre Mosh y Nick debe verse como un diálogo interior, una pugna entre las dos mitades del ser humano. Entre el alma racional y la irascible y concupiscible. Mosh tienta a Nick porque el propio hombre lleva dentro de sí esas apetencias.

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Sueños y transformaciones

Una dicotomía parecida se da en el capítulo de la sombra (pp. 41-48). Aquí, la sombra de Nick no representa tanto las pasiones bajas pero socialmente aceptables —Mosh es un hedonista, pero precisamente por eso encajaría por completo en la civilización que Nick ha dejado atrás, que es la nuestra, a juzgar por el lenguaje que emplea y las referencias que hace—, sino lo inconfesable, el lado oscuro. «¡¿Quién crees que carga con tus malos rollos, eh?! Con tus deseso inconfesables, con tus vicios más sórdidos, con tus peores instintos?», le recrimina (p. 44). Es una idea que Max también emplea en Paseo astral. La sombra asegura que no puede renunciar a ella, que los dos forman un todo, que Nicodemo necesita a su lado oscuro para cargar con «toda su mierda». Sin embargo, la manera en la que se nos presenta la escena lo que sugiere es que la sombra limita a su dueño, lo encierra entre viñetas. Nick se mantiene inflexible, y finalmente la sombra lo abandona.

Lo significativo es que al instante siguiente de librarse de su sombra, Nick se arrepiente. En el siguiente intercapítulo manifiesta sentirse vacío, mutilado. «Me siento como un fantasma, un espectro» (p. 50). Aquí se da una inversión muy llamativa: aunque Nicodemo se ha librado de su mitad incorpórea, es él el que ahora se siente sin peso, sin masa. Y volvemos a Platón: Nick dice que ya no es Nicodemo —porque Nicodemo es la fusión de las dos mitades—, sino «sólo la idea de Nicodemo… el dibujo de Nick». La sombra, albergue de todo lo malo, equivale al cuerpo platónico, imperfecto y mortal, y sin ella, paradójicamente, el Nick corpóreo es una idea… es decir, alma platónica pura. Pero ya no es un hombre. Nick, que buscaba desprenderse de lo humano, descubre que no puede hacerlo sin perder su misma esencia, sin dejar de ser un hombre. Aparentemente, el idealismo radical le ha fallado. Pero Vapor no ha terminado aún.

Lo siguiente que le pasa a Nick es que sueña con la lucha de dos gigantes: uno de hielo y otro de carbón. Pero lo importante en términos filosóficos llega al final del capítulo, cuando otro personaje, el hombre del barril, le explica el sueño a Nick: el gigante de carbón —un fósil— es lo que Nick fue, y el de hielo, lo que será. No hay salida, porque la lucha está condenada a acabar siempre en empate. Es decir, que Nicodemo jamás podrá dejar de ser lo que es, a pesar de haberse librado de su sombra. De todas formas, el consejo final resta cualquier tipo de seriedad al discurso: «Sé agua, amigo mío» (p. 60). «Be water, my friend», la popular frase de cierto anuncio publicitario puesta en boca de Bruce Lee: pura filosofía pop emanada de la baja cultura.

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Precisamente el agua es lo que desencadena la secuencia de análisis más complejo de Vapor, o al menos la que más me cuesta a mí interpretar. Una lluvia torrencial que invoca el propio Nick  provoca en él una especie de epifanía: lo esencial es el momento, la felicidad reside en el instante. Carpe diem. Pero pronto se da cuenta de que esto no le satisface. El hombre es mortal, y por ello percibe el tiempo. Casi todas nuestras preocupaciones provienen de eso, si lo pensamos desde cierto punto de vista: somos seres con pasado y con futuro, y somos conscientes de ello. Proyectamos hacia atrás y hacia delante, y eso nos provoca inquietud: sabemos que un día moriremos. Ortega escribió que el hombre no tiene naturaleza, sino historia. Y por eso el instante no nos vale, aunque, como Nick, podamos disfrutarlo. Y la pregunta que él se hace es obvia: «¿Qué pasa con el noventa y nueve coma nueve por ciento del tiempo?» (p. 69). Se siente estafado, y por eso pasa de la epifanía a la catarsis, a través primero de un  cabreo monumental —que Max refleja, como dije, dibujando con un estilo más brusco esas páginas—, en el que carga contra no sabemos bien quién, y luego de un subidón de felicidad que le da el desfogue que acaba de vivir. El chute de adrenalina lo lleva a un éxtasis musical en el que su cuerpo muta hasta ser un alambre casi abstracto, que acaba por explotar y después… de nuevo la soledad y el silencio del desierto. Pero algo ha cambiado. En esa viñeta a toda página (p. 75) y siguientes, como acertadamente dice Oliver en su texto (Ibíd. 233), la verticalidad de las rocas señala el ascenso del intelecto. Y a partir de ahora, según el mismo autor, el tiempo deja de tener importancia y ya no se contabiliza. Nick está en sintonía con el desierto y no necesita más. Parece que ha encontrado la calma que buscaba: sus pasiones han desaparecido y ya no se hace preguntas. Es capaz incluso de charlar sin alterarse con Mosh.

 

La última prueba

Pero la vida contemplativa de Nick será perturbada. Y lo será porque no ha llegado al final del camino; se ha librado de sus pasiones —es decir, de su parte mortal y carnal—, se ha librado de las ideas, pero queda el Yo. Y no sólo el Yo: en el fondo, por minimalista que sea el desierto, aún es algo. No es la nada. Pero eso es adelantar acontecimientos: antes de eso, la última tentación de Nick es el desfile (pp. 88-96). Monos músicos, un ejército medieval, presos, un hombre en llamas, banquetes pantagruélicos, robots, una especie de Adán y Eva en un solo cuerpo con dos cabezas, que tapa tímidamente su sexo… No parece solamente un recorrido por algunos de los motivos que pueblan el universo gráfico de Max, sino que se intuye que debe de haber algo más. Especialmente en la imagen que lo cierra, una bacanal desenfrenada de jóvenes que bailan en torno a un ídolo con orejas de Mickey Mouse —de nuevo lo pop— que sostiene una pastilla, un porro, un smartphone, una botella de alcohol y una guitarra. No es una idea original, pero sí necesaria, dado que Nick ha rechazado el concepto de divinidad tradicional: este ídolo profano simboliza y recoge todo aquello que en nuestra sociedad ha satisfecho la pulsión religiosa del ser humano en tiempos de agnosticismo.

En conjunto, podemos entender el desfile como una intromisión del mundo en el espacio del Yo que Nick ha conseguido que sea el desierto. Todo aquello de lo que ha huido se presenta para tentarle por última vez, y la reina de Saba es la última bala en la recámara. Como una sirena, llama a Nicodemo, pero lo que le ofrece no es aquello que él ya ha rechazado, y por tanto no puede atraerle, sino su destrucción definitiva: que caiga el imperio de los sentidos, que el mundo, que los objetos, desaparezcan y sólo quede el Yo: «abrázame y todo esto se derrumbará» (p. 98). Pero Nick sabe que precisamente porque el mundo es mentira, no puede creer a la reina de Saba, y se aleja de ella. Su escepticismo ha llegado al extremo de los sofistas, con Protágoras a la cabeza, que afirmaban que la verdad no podía conocerse. Siglos más tarde, los idealistas, siguiendo a Kant, se centrarían en el Yo y sostendrían que el mundo, los objetos, no tienen realidad independiente del Yo, algo ampliamente criticado por Nietzsche, que atacó frontalmente la filosofía kantiana y rebajó el valor absoluto de la razón. Pero de todas formas no creo que la postura de Nick vaya por ahí: esto no es nihilismo, sino más bien superación del idealismo. Nick rechaza, como dijo al principio de su historia, las cosas y las ideas. No cree ni siente nada, y por eso, al fin, puede acceder a lo que hay detrás de los dos mundos: al sentido último de todo. Vapor.

Más allá de las ideas

Vapor se presenta ante Nick como una enorme masa tramada, con un solo ojo y un apéndice en forma de pico afilado. De inmediato le propone fundirse con él. Vapor no tiene forma definida, fluye cambiante, y es eterno: algo que, si recurrimos de nuevo a Platón, es contradictorio: lo eterno es inmutable para él. «Vapor no tiene contingencias, no tiene ideas ni emociones, no siente miedo, dolor ni hambre» (p. 104). Es decir: ha dejado atrás todo lo que nos define como seres humanos. Volviendo a Ortega, Vapor no tiene naturaleza, pero tampoco historia, es una nada absoluta que, no obstante, puede concretarse para hablar con Nick. Detrás de la mentira que es la realidad no hay nada: el mundo carece de sentido.

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Podría pensarse que esto es justo lo que estaba buscando Nicodemo, pero al final se da cuenta de que no es así. Nick ha renunciado a todo, excepto a una cosa: su propio Yo. Y no está dispuesto a renunciar a él, porque sería renunciar al Ser y sumergirse en el no Ser que es Vapor. De hecho, Nick acaba por armar una teoría de escepticismo radical: todo es invención de su mente, nada existe de manera independiente. No es que los objetos en sí no sean relevantes, no es que dotemos de relevancia únicamente a las imágenes que de ellos forma nuestra mente: Nick lo niega todo. Lo único que existe es Nick. Y Mosh, Juanita, Hércules y el desfile de la reina de Saba, el propio desierto, son constructos mentales. Y al llevar a sus últimas consecuencias este subjetivismo extremo se plantea que el mismo Vapor es fruto de su intelecto. Lo que hacemos es «inventar el mundo a cada momento para no enfrentar el horror supremo del vacío más absoluto» (p. 105). Necesitamos desesperadamente dotar de sentido al caos, y esta frase bien podría ser una excelente definición de la filosofía.

Pero Vapor considera que lo de Nick es un órdago. Y le opone un argumento puramente vitalista. Nick ha renunciado a todo, y no puede ser a cambio de nada. Le conviene creer en Vapor porque si no lo hace, la alternativa es «pudrirte en este desierto» (p. 106). Como criticó Nietzsche, el idealismo y la duda constante sobre la realidad del mundo conllevan quedarnos solos con nuestro Yo y olvidarnos de todo lo demás. El idealismo llevado a sus últimas consecuencias nos aleja del vivir. Por eso Nick sólo puede hacer dos cosas: elegir entre una existencia sin historia o dejar de existir como individuo y unirse la nada. Ser en soledad o no ser.

Nunca sabremos que decidió. El giro de Max al final es magistral: página en blanco y vuelta al desierto, donde Mosh y Juanita se preguntan qué habrá sido de Nick, y comentan el desfile: faltan diez años para el próximo. «¡Bah, diez años pasan volando!» es la enigmática y desconcertante última frase del cómic, y la pronuncia Moisés. Cuenta Max que siempre tuvo claro que al final de la historia tenía que volver al desierto. Esa determinación no puede casual, y debe llevarnos a plantearnos, entonces, qué ha pasado aquí.

Si aceptamos la tesis de que el desierto y todos sus habitantes son frutos de la mente de Nicodemo —y no deberíamos darlo por sentado sólo porque Nick así lo crea—, entonces éste no ha podido esfumarse, porque también lo habría hecho el escenario. Creo que con estas dos páginas finales Max puede estar diciéndonos dos cosas diferentes: o bien Nick no ha dejado de existir o bien se equivocaba en su teoría final y todo tiene existencia independiente.

Pero la cuestión es que la tesis del escenario mental tiene muchísima fuerza. Cuando Nick necesitaba un estímulo para dejar de pensar en su antigua vida, aparecía un ladrillazo a lo Krazy Kat que lo apartaba de sus pensamientos. Cuando necesitó desbrozar la maraña de su mente apareció Hércules, cuando precisaba una interpretación para su sueño, lo hizo el tipo del barril. El desierto le da a Nick lo que necesita, responde a sus necesidades y apetencias, y le ayuda a progresar. Escenifica con dramáticos enfrentamientos su despojo de lo mutable, y le impone justamente las pruebas que necesita. Se comporta como muchos otros mundos fantásticos imaginados del arte y la literatura, como el País de las Maravillas de Lewis Carroll, por ejemplo, como vehículo para el crecimiento personal.

Eso es por lo que yo descarto la teoría de la unión con Vapor. Mi apuesta es otra: el camino del idealismo lleva a Nick al mismo callejón sin salida al que llegó la filosofía a finales del siglo XIX: vale, todo es mentira… ¿y ahora qué? ¿De qué nos sirve eso? ¿Nos ayuda a vivir mejor? No: más bien impide la vida. Ese bloqueo se solucionó con el vitalismo. No podemos dudar de todo lo que nos rodea, no podemos vivir en un permanente cuestionar la realidad. Si todo es mentira, hay que vivir como si no lo fuera, por pura necesidad. El dilema final que le propone Vapor a Nick es justamente ése. O vives esta mentira o no vives. La búsqueda de la verdad absoluta lleva al vacío absoluto; la fidelidad a esa búsqueda conlleva la autodestrucción. Pero el hombre tiende al Ser desesperadamente, y si Nick busca esa verdad transcendental no es para perecer. Así que lo yo creo es que Nicodemo vuelve al mundo que había abandonado. Elige el vitalismo, elige vivir. Y elige creer la mentira porque es la única manera de hacerlo.

Conclusión

Por supuesto, todo esto no es más que una interpretación posible de Vapor. O ni tan siquiera eso: es una lectura de Vapor desde mi punto de vista y en una clave concreta, la de la filosofía occidental. No pretendo descifrar lo que Max tenía en mente cuando dibujó el cómic, que en realidad va más en la línea del ascetismo y la meditación que Josep Oliver analiza en su ensayo, aunque a Max le interese la filosofía.

Pero Vapor busca deliberadamente esa reflexión abierta por parte de su lector. Plantea más preguntas de las que responde, y cuando ofrece alguna respuesta aparentemente clara, al instante siguiente la ridiculiza o pone en duda a través del humor. Nick titubea, se contradice, cambia de idea, y nunca podemos estar seguros de si su interpretación de los hechos es correcta, si es que existe una verdad objetiva detrás de todo lo que sucede. Es un cómic conscientemente abierto, especialmente en su final. Max busca ese diálogo entre obra y lector, que es algo que a mí, personalmente, me interesa mucho cuando leo y creo que es casi requisito imprescindible para que una gran obra se considere como tal. Y por eso, por todo lo que Vapor me ha hecho meditar, creo que le debía este texto.