No os indignéis tanto (Manel Fontdevila)

noosindigneistanto

No os indignéis tanto (Manel Fontdevila). Astiberri, 2013. Rústica con solapas. 15 x 21 cm. B/N. 96 págs.

Manel Fontdevila lleva varios años realizando viñetas de prensa, primero en Público y ahora en eldiario.es. En este tiempo ha demostrado que tiene una visión personal y una capacidad de análisis única, pero también que, sin renunciar a su ideología —o mejor: sin ocultarla o pretender que no la tiene—, sus viñetas no son ejercicios de militancia y nadie tiene bula en ellas. Dicho esto, también pienso que su trabajo en prensa es tan bueno porque Fontdevila no es simplemente un humorista gráfico, sino que se considera a sí mismo y es un autor de cómics. Los ha hecho y los hace, los lee, domina su lenguaje y experimenta con él. Y eso multiplica las variantes con las que uno puede expresar la misma idea o el mismo chiste.

No os indignéis tanto es su primer trabajo largo en mucho tiempo, y me atrevería a decir que es un libro que necesitábamos leer. En la medida en que el cómic ha ido abriéndose a nuevas temáticas y alcanzando nuevo público, cada vez son más las obras que hablan de la actualidad o de temas políticos y sociales, pero en un momento como el que vivimos necesitábamos una reflexión directa sobre por qué hemos llegado a esto. Por supuesto, una situación de crisis profunda del sistema es campo abonado para visionarios, demagogos y yalodijeyós. También para los salvapatrias que aseguran tener todas las respuestas, y para los cínicos del esto es lo que hay. Pero No os indignéis tanto se aleja de esas posturas, y por eso funciona tan bien. Fontdevila parte de la humildad y se pone a sí mismo en la picota desde el principio, en una secuencia en la que protesta por el poco espacio que hay en un avión, para callarse y sonreír en cuanto aparece la azafata para saber qué sucede. No hay púlpito ni tarima: él trabaja a ras de suelo y sabe que el problema es demasiado complejo y tiene demasiadas causas como para dar una receta mágica en unas pocas páginas que explique todo. Sólo quiere dar su visión de las cosas, ordenar ideas y hacer pensar al lector. Con la perspicacia y humor que muestra en sus viñetas de prensa y con el dominio del medio y la experimentalidad de tebeos como Superputa, dibuja un ensayo brillante, divertido y original: hay chistes hilados a la manera en que puede hacerlo en sus secciones de El Jueves, páginas que optan por la estructura y los recursos propios de ciertos géneros, esquemas, carteles, y un uso en general de la señalética y lo icónico sobresaliente. Pero todo eso no sería nada si los mensajes que transmite no fueran tan relevantes.

noosindigneistanto interior

Advierto que a partir de aquí hablaré en profundidad del contenido de No os indignéis tanto. Fontdevila comienza volviendo la vista a mayo de 2011, cuando el movimiento del 15M tomó las plazas en vísperas de la jornada electoral. Analiza tanto a la clase política como al propio movimiento, con sus luces y sus sombras. Destaca sus propuestas y el intento de hacer algo diferente y horizontal, pero no omite que él mismo, en un principio, le ponía muchas pegas… aunque su yo narrador le pegue un collejón por ello a su yo pasado sentado frente al televisor. Pero una vez presentado el estado de la cuestión Fontdevila profundiza en una cuestión capital: cómo se interpretan esos movimientos desde el poder, los medios y la intelectualidad, y cómo se reciben ciertas tácticas de protesta: cómo la violencia es sistemáticamente rechazada como método para lograr conquistas sociales.

Ésta es una de las claves de No os indignéis tanto: la violencia. Ojo, que Fontdevila no habla de liarse a tiros: está hablando de desobediencia, de transgresión de normas, de desorden. Durante el siglo XX se ha ido desarrollando un proceso de estigmatización de la violencia como método de protesta o de lucha social y una exaltación del pacifismo: hoy todos pensamos que si alguien es violento pierde la razón que pueda tener; «con la violencia no se consigue nada». Al margen de que esto no tenga mucho sentido desde un punto de vista lógico, suceden dos cosas. La primera, que la historia demuestra que la violencia sí ha jugado un papel determinante en la consecución de derechos sociales y laborales. Si las huelgas obreras históricas que vivió España a principios del siglo pasado hubieran terminado donde marcaba la ley —lo cual equivale a decir que no hubieran empezado—, y si no se hubiera luchado en las calles, ¿qué se habría conseguido? Pero, además, es que todo esto tiene truco: no es cierto que toda violencia sea condenada. Existe una violencia legítima, la que ejerce el estado, que no suele cuestionarse desde el poder ni desde los medios de comunicación. Por no hablar de que, en realidad, no se me ocurren cosas más violentas que destruir la sanidad y la educación públicas.

Pero ¿por qué sucede, por qué se rechaza por sistema la protesta activa? ¿Por qué los márgenes son tan estrechos? Fontdevila, al explicarlo, da en el clavo cuando lo conecta con el espíritu de la transición. El mito del proceso ejemplar y pacífico —que se derrumba en cuanto uno busca cifras de muertos en manifestaciones, tanto por mano de la policía como de la ultraderecha—, el mito del consenso, cae como una losa sobre la sociedad española y provoca un bloqueo cimentado en el miedo a romper dicho consenso. Fontdevila explica a través de recursos puramente gráficos su teoría de los márgenes, y cómo mientras que en otros países existe la conciencia de que la revolución se hizo desde abajo, y por tanto se sabe que la desobediencia es un camino posible, en España la democracia fue dada, y no se siente como un logro de todos. La versión oficial elimina la lucha en la calle de la historia épica protagonizada por cuatro nombres que en un despacho fraguaron este hermoso regalo que nos hicieron —«¿Vivimos en un estado planificado por alguien llamado Torcuato?», se pregunta Fontdevila de manera hilarante—. Y los regalos hay que cuidarlos. Su tesis es que las revoluciones crean nuevos márgenes más amplios, mientras que en España pasamos de unos márgenes estrechísimos a otros con más espacio, pero inamovibles. Y que dejan fuera del sistema cualquier disidencia o protesta. Hay una forma aceptable —y poco efectiva— de pedir las cosas y que excluye el insulto, el bloqueo de vías de acceso a edificios oficiales y las agresiones, aunque sean un tartazo.

noosindigneistanto interior 2

El análisis de este problema me ha parecido preclaro, y nos lleva al otro gran tema de No os indignéis tanto: el humor amplía los márgenes de lo permisible. La cuestión de los límites del humor es recurrente; es un debate que tiene el público y la propia profesión —en GRAF, sin ir más lejos—. ¿Se puede reír uno de todo? ¿Es lícito ofender al hacer humor? El humor para mí siempre ha sido una poderosa herramienta de crítica al poder, pero para que esa herramienta sea efectiva, debe actuar con libertad. ¿Puede ofender? Obviamente, para eso está. Fontdevila explica cómo cada vez que hay algo que se pasa tres pueblos surge siempre una crítica concreta: «eso es humor zafio». Les pasó a él y a Guillermo en 2007 con la portada de los príncipes jincando y ha pasado recientemente con la última portada de Mongolia. El argumento para censurar o multar una muestra de humor no es, por supuesto, que sea crítica con el poder, sino que es soez. Que no es, y aquí hay que levantarse y hacerle a Fontdevila una ovación cerrada porque da en la diana de lleno, humor inteligente. Y el ejemplo de La Codorniz es perfecto. Como explica Fontdevila, cuando aparecieron las nuevas revistas satíricas de los setenta, se las acusó de vulgares y zafias, y se señalaba La Codorniz como ejemplo de revista crítica pero elegante, que no recurría a lo fácil para hacer humor. Hasta alguien como el «camarada Valenzuela», ultraderechista investigado en su momento en relación con el atentado con bomba en la redacción de El Papus, se expresó en estos términos. Pero Fontdevila señala lo que La Codorniz era en realidad, al margen de su calidad: «un capricho de gente bien, absolutamente inofensiva».

Si el humor quiere ampliar esos márgenes, por fuerza tiene que transgredirlos. Y alguien tiene que ser el primero en hacerlo para que esos márgenes se amplien: Fontdevila ejemplifica esto con dos casos en los que buena parte de la opinión pública dilapidó a los autores: Le gorille de Georges Brassens, que en 1952 se atrevió a cantar cómo un gorila violaba a un juez que había firmado una pena de muerte, y La vida de Brian, la película de los Monty Python que satirizó la vida de Jesús. En ambos casos el mundo siguió su curso. La sociedad no se vino abajo ni por el desacato de Brassens ni por la blasfemia de Monty Python.

Manel Fontdevila no llama a la revolución ni a la lucha armada. Es todo mucho más realista. Simplemente habla de transgresión de límites, de superar el «cauce adecuado» que nos han marcado para la protesta. Y lo hace con su humor afilado de siempre: No os indignéis tanto es divertidísimo, y provoca la carcajada más allá de lo interesante de sus reflexiones. Esa manera de sintetizar la realidad en cuatro claves —esa página de periódico, por ejemplo, en la que condensa el discurso de los medios ante el 15M— no admite mucha comparación hoy en día. Y su lenguaje directo y coloquial es la mejor arma para demostrar que si queremos cambiar el sistema no podemos seguir sus reglas siempre, y que si queremos más libertad hay que ejercerla antes de que sea socialmente aceptable. Es algo que debería ser una obviedad pero que está fuera de toda discusión en España: «aquí apoyamos llegar a cambios profundos a través de rígidos cauces que no permiten ningún tipo de cambio profundo». Me quito el cráneo, Manel.