Vampir (Joann Sfar)

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Vampir (Joann Sfar). Fulgencio Pimentel, 2013. Tapa dura, pero blandica. 22 x 24 cm. 216 págs. Color. 25 €

Joann Sfar nos ama, y ama la vida. Creo que después de más de diez años de leer sus cómics ésa la conclusión más sensata a la que puedo llegar. Sfar disfruta de las cosas pequeñas y de las grandes. Disfruta de las alegrías, y capea con optimismo las penas, porque sufrirlas significa estar vivo. Sfar exprime el jugo a todo, y sabe que el secreto para ser feliz consiste en no tomarse nada demasiado a pecho. Y Sfar nos conoce, nos conoce muy bien. Somos seres simples y complejos a la vez, no tenemos claro lo que queremos y somos, la mayor parte del tiempo, contradictorios. Somos un coñazo. Pero él nos quiere igual.

Vampir, o Grand Vampire en el original francés, es una de las series de Sfar con más álbumes en el mercado —siete—, y aunque se publicaron entre 2001 y 2005, en España, salvo las dos primeras entregas, permanecía inédita hasta ahora, cuando gracias a Fulgencio Pimentel podemos disfrutar de una edición completa. El libro, como objeto, es fabuloso, y tiene una de las mejores cubiertas que he visto nunca, además de contar con extras muy interesantes.

Aunque los personajes de Vampir sean monstruos sobrenaturales, siguen siendo reflejo de los humanos. Dudan constantemente, y en esta maravillosa comedia romántica que es la serie, se mueven de flor en flor intentando encontrar eso tan vaporoso que es el amor. Fernán es un vampiro clásico a lo nosferatu, pero también es un hombre de su tiempo. Y también es el yo adulto del Pequeño Vampir. Por las páginas de este primer libro —habrá otro— pasan un montón de personajes de otros tebeos de Sfar: el Gólem, el carismático profesor Bell o el inspector Mazock. Es una especie de universo compartido, pero no a la manera de los de Marvel o DC: aquí no existe la misma intención de coherencia interna. Sfar reivindica la naturaleza de la ficción como una realidad con sus propias reglas, que no tiene por qué ser realista o plausible. Las cosas pasan, sin más. Si le apetece que salga otro personaje suyo, sale. Si le apetece que Fernán se dé un garbeo por París y luego vuelva en un plisplás a su castillo en Lituania, sucede.

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Seguramente ya se ha dicho antes, pero pienso siempre en la obra de Sfar como en un concierto de jazz donde la improvisación es lo más importante, donde puede suceder cualquier cosa y eso que los mortales llaman «coherencia interna del relato» es para Sfar una especie de juguete que, si cansa, se puede apartar del campo de juegos. Sé que hay gente a la que le pone nerviosa esa tendencia de Sfar a la dispersión. «No cuenta nada, en el fondo»; «no cierra las tramas»; «se repiten los temas», «deja las series colgadas». Pero, por supuesto, pedirle a Sfar que no haga nada de eso es pedirle que no sea Sfar. Ya hay muchos dibujantes que tienen un sentido más ortodoxo del relato y un compromiso con sus personajes y sus series; para mí lo interesante de Sfar es precisamente cómo sus temas, que son evidentemente los temas, están por encima de ambientación, personajes y peripecias. Lo cual no quiere decir que Vampir no esté lleno de personajes encantadores, de éstos que, si nos ponemos cursilones, podemos decir que te roban el corazón. Pero en el fondo lo importante no es tanto que haya nuevas entregas de tal o cual serie, sino que no falten nunca los cómics de Sfar.

Sfar es uno de los representantes de la Nouvelle BD con más sentido del humor, que suele aplicar más a los diálogos y al tono general que a gags físicos. El humor de hecho está presente en mayor o medida en todas sus obras, y Vampir no es una excepción. Más bien tiene incluso más humor que la media, porque mientras en cómics como Klezmer hay giros dramáticos muy bien medidos que funcionan perfectamente por el contraste que generan, aquí la comedia es la protagonista absoluta. Vampir es divertidísimo, y tiene diálogos antológicos, a lo que, sin duda, ayuda la traducción de Rubén Lardín.

Tan fácilmente como narra, Sfar dibuja. Para él son una misma cosa —como debería ser para todos—. Aquí no tenemos al Sfar más desatado y rápido, ése que aparece cuando coge sus acuarelas, como en la citada Klezmer, ni tampoco al que vibra en diferentes frecuencias durante todo el cómic, cambiando de estilo de una viñeta a otra, como en El gato del rabino, sino que mantiene un mismo tono durante todo el álbum, más o menos, porque la cabra siempre tira al monte. Sfar sabe cuándo debe impactar, cuándo toca que el lector se pare, y cuándo que la narración fluya con velocidad.

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Lleno de personajes complejos y humanos, todo en Vampir gira en torno al amor. En la entrevista al propio Fernán que aparece en los extras, el vampiro asegura: «No estoy dentro de un tiempo que avanza. Cada noche es como si volviera a poner el contador a cero. Así que encuentro chicas y lo único que intento es que sea bonito».  Es la mejor definición de la serie. Aunque Fernán siempre asegura seguir enamorado de Lio, con la que rompió cuando ésta se acostó con su mejor amigo, Michel —¿el niño amigo de la versión infantil del vampiro?—, en cada historia aparece una nueva mujer, aunque la relación que establece con Fernán siempre es diferente. En todas ellas hay algo interesante —Sfar escribe y dibuja mujeres interesantes, reales, con tres dimensiones—, pero posiblemente la que se lleve la palma sea Aspirina, una vampira gótica que atrapada eternamente en sus diecisiete años, bebe los vientos por Fernán y escucha death metal.

En el particular universo de Vampir parecen convivir épocas, tradiciones culturales y filosofías diferentes. Sfar, que tanto recurre al folclore judío, demuestra que en el fondo éste le interesa como vehículo de expresión personal, y que si lo emplea más es porque lo conoce mejor. Pero aquí, en esta mezcla loca, a través de la actualización y el anacronismo, Sfar demuestra el enorme poder del mito, que aun hoy —y siempre— nos servirá para explicar por qué somos como somos. O no, quién sabe, igual no sacamos ninguna revelación sobre nuestra naturaleza en claro, pero habremos pasado un gran rato y estaremos seguros de que nada, nunca, es tan terrible como lo pintan. Joann Sfar me hace creer, aunque sea un poquito, que no somos tan hijoputas como especie como parecemos. Y por eso lo amo.

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