DESDE EL OTRO LADO (II) Intimidades

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Tengo la mirada de una mujer clavada en la memoria. Se llama Esther, como la reina de Persia que antes fue doncella. Comenzó a ser puta a los doce años. Una pritze.

“Una novela gráfica sobre la vida de los inmigrantes”, leo. Intimidades habla tanto de eso como Centauros del desierto habla de vaqueros y de indios: poco o nada. Esta es la narración de cómo, a principios del siglo XX, en Nueva York, las mujeres comienzan a controlar sus propios cuerpos. A escondidas. En esa sociedad en la que las madres no tendrán problemas para casar a sus hijas, las hijas deciden no casarse nunca. Y aprender.

Cuando D’os creó al primer hombre, lo durmió y de él nació Javá, la mujer, “una ayuda”. La madre de toda vida y la que puede tomar conciencia de la muerte. La costilla, la subordinada. La que inventó, dicen, la agricultura, y comenzó a saber para qué servían las hierbas silvestres y cómo usar los abortivos y a las que se quemó por brujas no hace tantos siglos. Esther tiene una hermana gemela, Fanya. Fanya aprenderá todo esto de Bronia, que es médico, pero no es médico de verdad, porque solo es de mujeres. Si una tiene problemas con su bebé, acude a Bronia, la mataniños. Si una no quiere tener bebés, Bronia le da una funda de esas nuevas recién llegada de Francia y le regala panfletos en los que llama al matrimonio “esclavitud sexual” y en los que enseña “vida higiénica para mujeres y niñas”. “No estamos hechas como los hombres —repite—: no tenemos impulsos sexuales”.

Oh, pero eso es mentira. El sexo sí que les interesa. Le interesa a la madre de Fanya y Esther, que se acuesta con todo el barrio pero que desdeña a su marido que, de todos modos, no la ama. Le interesa a Fanya, que se enamora de alguien a quien no quiere tener del todo para no dejar de ser libre. Le interesa a Esther, que comienza a vender su coño hasta que se le pudre, o casi, como le dice Lucille. Porque Fanya tiene a Bronia, pero Esther tiene a Lucille. Y Lucille es la dueña de una casa de espectáculos que es, sobre todo, un burdel lleno de clientes violentos y de viejos ricos. En el XVIII y el XIX ya lo sabíamos: ser puta o el convento eran las únicas formas de mantener las riendas. De poder tratar al macho como un igual o de hacerlo desaparecer. Pero si eras monja te quedabas pobre. Era mucho mejor ser puta, hacer feliz a alguien y que te comprara un ático o un teatro. Una chica guapa es algo muy valioso.

Todavía hoy lo es. El sexo como instrumento, como diversión y como muerte (porque, cuando te acuestas con alguien, te va la vida en ello: la tuya y la de otro); el control de la reproducción, la tierra prometida que nunca es tan promisoria, el choque cultural también, la reticencia al intercambio. La huida a otro país. El amor de dos hermanas que a veces no se entienden y se censuran. Y otra niña que crecerá y tendrá hijas. Y las hijas de sus hijas. Y nosotras. El miedo de los demás a que controlemos nuestro cuerpo, con el que seguimos luchando más de cien años después porque nacimos de una costilla.

No: no es la historia de la vida de los inmigrantes en el Nueva York de principios de siglo. Permítanme que me ría.

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