
El Nao de Brown (Glyn Dillon). Norma, 2013. Cartoné. 19×26 cm. 208 págs. Color. 27 €
Existen, por supuesto, varias maneras de narrar en un cómic los problemas derivados de una grave enfermedad (asunto que diseccionó con acierto Paco Martos en su ponencia “Cómics y patologías. Autobiografía enferma”, presentada en el I Congreso Internacional sobre Cómic y Novela Gráfica, celebrado allá por 2011, pero lamentablemente todavía inédita en papel). Una puede ser la que eligió David Small para dar forma a Stitches: una infancia muda, totalmente explícita, fiel al sufrimiento, dando explicaciones de (casi) todo. Otra posibilidad es la que prefirió Frederik Peeters en Píldoras azules, un acercamiento aparentemente más ligero, más tierno, más visual y en cierto modo también más onírico. Y una más es la que presenta el británico Glyn Dillon con El Nao de Brown, Premio del Jurado de la última edición del Festival de Angoulème, y una evidente muestra de que hay que esperarse a que acabe diciembre para confeccionar las listas de lo mejor del año.
De Dillon, hermano pequeño del también historietista Steve Dillon, sólo habíamos tenido la oportunidad de leer sus contribuciones a las series Shade: el hombre cambiante y Vertigo Voices, escritas por Peter Milligan. Páginas puramente alimenticias, resueltas con corrección, que al tiempo que costaba diferenciarlas de las del resto de colaboradores, aportaban bien poco al crecimiento estético de ambas colecciones. Un recorrido por lo tanto que en nada hacía preveer aquello de lo que era capaz si se desprendía de determinadas influencias. Pues aunque suene cursi, manido o estúpido, aquí Dillon ha encontrado su estilo, no digo original, sino propio. Ha renunciado a ser uno más de la nómina del sello Vertigo, para dejarse llevar por una ilustración académica, en el buen sentido de la palabra, realista, limpia, fluida, con un tratamiento naturalista del color. Consiguiendo, en primer lugar, que el dibujo sea uno de los puntos fuertes de la obra, y, después, la base perfecta sobre la que edificar su relato.
Parece que cuando un tebeo abarca una cuestión tan delicada como el cáncer, el sida o los trastornos neurológicos, como es el caso que nos ocupa, debe quedar en segundo plano tanto el resultado final como las herramientas utilizadas para tal fin (si el tono es el adecuado, si el ritmo facilita la lectura o la entorpece), y convencerse únicamente de que la trascendencia del tema es lo que interesa, o de lo valiente que ha sido su autor, para, a renglón seguido, dedicarles todo tipo de parabienes. Sin embargo cuando aparece una obra como ésta, ese proceder se tuerce, porque demuestra que la intención no es lo único que cuenta, y que las cosas se pueden hacer de forma totalmente convencional, sin arriesgarse, ciñéndose a un esquema diseñado para provocar en el receptor pura compasión, o por el contrario, se puede buscar una voz diferente, sin miedo a equivocarse. No quiero decir que Dillon transmita en una nueva onda, que sea el colmo de la originalidad, que nos descubra un nuevo camino, sino que simplemente huye de tópicos con un planteamiento ajustado a sus capacidades e intenciones.

Para empezar él no aparece como parte implicada, es un mero transmisor; no busca realizar una tesis doctoral sobre la dolencia que afecta a la joven Nao Brown, un personaje, además, adorable, bien construido; los ataques derivados de su trastorno obsesivo-compulsivo, que sufre repentinamente, asoman con fuerza, como mensajes fugaces; se refugia en el drama sólo cuando la narración así lo exige, es decir, sólo cuando es coherente que así sea; habla de un asunto grave, pero lo está haciendo en un contexto cotidiano, en el que pasan muchas más cosas. En este último sentido introduce otras líneas argumentales que impiden que la enfermedad, pese a ser el motor de la historia, monopolice la obra, hallando un eficaz contrapeso en una historieta alternativa, que aparece regularmente, derivada a su vez de las afición de Nao al anime y a la cultura nipona (de hecho su padre es japonés y su madre inglesa). Una fábula de corte tradicional, en la que es inevitable ver la sombra de Hayao Miyazaki, que encierra, como no podía ser de otra manera, su moraleja, o al menos su metáfora justificativa. Precisamente el juego de metáforas no se circunscribe a ese único escenario, es más bien una constante en todo el tebeo, lo cual, lejos de sonar reiterativo o demasiado evidente, sirve como argamasa para dar mayor unidad al conjunto. También ayuda la buena elección del reparto de secundarios, actores que no pasaban por allí, sino que tienen suficiente carga emocional, tienen voz y voto en el desarrollo de la ficción: desde su amigo Steve, propietario de la tienda de merchandising donde ella trabaja, a Gregory, el mecánico de lavadoras, o Tara, su compañera de piso.
En más de una reseña se ha denunciado el decepcionante desenlace, no porque guste más o menos sino porque, es cierto, resulta apresurado, y, hasta cierto punto, ajeno a lo que se nos ha contado hasta ese momento. Sin desvelar absolutamente nada he de reconocer que es un epílogo demasiado forzado, que no encaja, e impide que el (re)descubrimiento de Glyn Dillon resulte totalmente redondo.