Nemo. Corazón de hielo (Alan Moore y Kevin O’Neill)

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Nemo. Corazón de hielo (Alan Moore y Kevin O’Neill). Planeta, 2014. Cartoné. 16,8 x 25,7 cm. 64 págs. Color. 8,95 €

En 2002 Alan Moore comentaba a su entrevistador, Eddie Campbell —con quien no hacía demasiado tiempo había terminado From Hell— el concepto de Ideaspace, un espacio común compartido en el que todas las ideas, y por supuesto todas las ficciones, existen a la vez, y ocupan diferentes parcelas. La entrevista puede leerse en la edición de Astiberri de Serpientes y escaleras. Unos tres años antes había escrito la primera parte de The League of Extraordinary Gentlemen, en la que reunía a varios personajes de la literatura anglosajona de terror y ciencia ficción de finales del siglo XIX y principios del XX.

El concepto era atractivo y de hecho las dos primeras series limitadas fueron muy divertidas, por lo que tenían de traslación de la mecánica de grupo de superhéroes a otro contexto totalmente diferente. Pero ya en la segunda serie el Ideaspace va impregnando todo lo que hace Moore, hasta el punto de que las siguientes entregas podrían considerarse la plasmación práctica de la teoría: una narración en la que coexisten al mismo tiempo todas las narraciones, todos los personajes, lugares y conceptos de la ficción. En aquellas dos primeras series Moore y el dibujante Kevin O’Neill plagaban las páginas de referencias, pero nunca parecían eclipsar la propia historia, y además las principales eran figuras medianamente conocidas.

Sin embargo en sucesivas miniseries, que avanzaban en el tiempo y presentaban nuevos compañeros para la inmortal Mina Murray, la tesis desplazó a la narración y todo se fue oscureciendo. La sensación de que sin conocer las mismas referencias que manejaba Moore uno se estaba perdiendo casi toda la gracia del invento no paraba de crecer. Y en esta nueva entrega viene a pasar lo mismo. En las primeras series daba igual si uno no conocía, por ejemplo, al hombre invisible. Se daba toda la información necesaria sobre su personalidad y motivaciones para hacerlo atractivo. Si uno además había leído la novela, añadiría valores adicionales a lo que estaba leyendo ahora. Pero si no era así el cuadro no parecía estar incompleto. Incluso sucedía con los secundarios: Rosa Croote, la dominatrix que regentaba la escuela para señoritas donde el hombre invisible hacía de las suyas, resulta que aparecía en obras eróticas victorianas. Si el lector lo sabe, sonreirá con complicidad; si no, da absolutamente igual.

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Permitidme un pequeño rodeo. En una página de 2007 de Ángel Sefija Mauro Entrialgo dibujó a dos amigos. Uno le cuenta al otro cómo Harvey Keitel le pidió fuego acompañado de Christopher Walken. Cuando el chaval pregunta «¿A que es buenísima esta historia?» su colega da en el clavo con esa puntería tan propia de Mauro: «Hombre, la historia, lo que es la historia de los hechos en sí es una chorrada como un piano. Lo que no está mal es el casting».

Salvando la exageración propia de un chiste, algo así sucede en Nemo: Corazón de hielo. La gracia está solamente en la sucesión de citas a personajes y obras previas, citas que son válidas únicamente como tales: Frank Reade o Jack Wright no tienen más atractivo que el de ser Frank Reade y Jack Wright. Son simples comentarios a las historias originales y el disfrute que aportan no va mucho más allá de un instante de autocomplacencia proporcionado por el reconocimiento. Todo lo que pasa se supone que es interesante sólo porque sale previamente en obras de hace un siglo. Y esto funciona sólo en el mejor de los casos, en el presupuesto ideal y bastante improbable de que el lector conozca previamente la mayoría de los cameos. Lo normal es que salvo Lovecraft y poco más el resto de referencias sean demasiado oscuras. Porque lo de Moore es ya pura arqueología cultural: desde olvidadas dime novels victorianas hasta, atención, Dartacán. Retomando el chiste de Ángel Sefija, es como si esa anécdota anodina nos la contaran protagonizada por ignotos actores de cine mudo. Sobrepasa cualquier grado de conocimiento de la materia porque ya no juega sólo con referentes populares de la cultura colectiva, sino que rebusca a conciencia en lo más oscuro de la misma. Y sin conocer la referencia original es imposible entender los codazos cómplices que nos da Moore mientras guiña el ojo.

Conste que O’Neill está tan bien como siempre. Y que, como cualquier cómic de Alan Moore, éste está decentemente escrito y los diálogos son incisivos y chispeantes. La obsesión de la capitana Nemo por superar a su padre es interesante. Hay una secuencia de anomalías temporales muy bien resuelta, donde recordamos el dominio de las herramientas del medio que siempre ha exhibido Moore. Pero todo está subordinado a la plasmación del Ideaspace y acaba siendo, sobre todo, un catálogo de personajes olvidados. El problema es que este concepto debería ser el contexto para desarrollar nuevas historias, y no un fin en sí mismo. El marco se ha comido al cuadro. La erudición con la que Moore nos ametralla desde su biblioteca ha acabado siendo agotadora y no nos lleva a ninguna parte.