El arquetipo del adversario en Captain Tsubasa

Los magos del balón.

Yo, que fui un niño de casa más que de calle, tengo la memoria llena de todas las series de animación que vi entonces. Primero las clásicas americanas, y después, con la llegada de los primeros canales privados, muchas de las series de los ochenta producidas por la estadounidense Filmation y, sobre todo, muchísimas japonesas. Las de Antena 3, más antiguas y asociadas en mi cabeza con el acento latinoamericano de su doblaje neutro, y sobre todo las de Telecinco, más modernas y dobladas en España, a donde llegaban por mediación de la cadena madre italiana. Aquellas series descubrieron a mi generación una forma nueva de narrar, con otra cadencia y un punto de vista distinto para los mismos temas universales, porque la humanidad ha estado siempre obsesionada con las mismas cosas, aquí, en Japón y en cualquier otro lugar. De todos esos animes uno de los que más me gustaban, y quizás el único que me ha acompañado hasta mi vida adulta, fue Captain Tsubasa.

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Que ése era su verdadero título lo supe mucho más tarde. Aquí siempre fue Campeones y, extraoficialmente, Oliver y Benji, porque a ellos dos se mencionaba en la canción de la cabecera en español, aunque Benji desaparecía, rumbo a Alemania, tras el primer segmento de la serie. La animación, que es justo decir que ya era vieja (1983) cuando se emitió aquí, ha quedado como residuo de la nostalgia generacional que provoca bromas recurrentes sobre el tiempo que se tardaba en recorrer el campo, y de ella se recuerdan sobre todo las extravagancias más llamativas del autor del manga, Yoichi Takahashi: los balones reventados contra el poste, las chilenas imposibles, y la catapulta infernal de los hermanos Tachibana, aquí conocidos como los gemelos Derrick. Y eso, la dualidad en los nombres de los personajes, fue una de las primeras cosas que nos planteamos: ¿cómo era posible que unos niños japoneses portaran esos nombres tan sonoros y sobre todo tan anglosajones? Era un misterio. Tuve que esperar a que se publicara el manga, muchos años después, para conocer y familiarme con sus verdaderos nombres, y por ellos los llamaré a partir de ahora.

La serie animada ya no aguanto verla. Tras leer el manga, uno se da cuenta de que el anime era lento hasta lo insoportable, y que estaba lleno de trucos para demorar la acción y alargar el número de capítulos. Pero lo que en ella era tortuoso, en el material original se revela divertido, dinámico y trepidante. El ritmo de los partidos, gracias a la puesta en escena de Takahashi, por lo demás un dibujante no especialmente dotado, es lo opuesto de lo que aquí experimentamos. Pero más allá de eso, en mi lectura adulta de la serie descubrí otros valores, más profundos de lo que puede pensarse en un primer momento.

Épica nipona.

Captain Tsubasa, esto conviene decirlo antes que nada, es un shonen manga, con todo lo que ello conlleva. Es un cómic de temática deportiva dirigido a niños de hasta doce o trece años, y por ello las tramas son bastante simples. Y, como le sucede a muchos mangas de éxito, murió por pura repetición. No sólo porque Takahashi volviera una y otra vez sobre los personajes con resultados casi siempre decepcionantes, sino ya incluso en la serie original, cuando tras lo que habría sido el final perfecto se enfrascó en un mundial juvenil que, por mucho que nos divirtiera, no aportaba nada significativo. Cuando la serie de Takahashi se convierte en una mera descripción de la carrera profesional de todos los personajes, como si de futbolistas reales se tratara —con equipos y jugadores reales con sus nombres convenientemente modificados, por si las moscas del copyright— pierde de vista sus grandes temas, ésos que están maravillosamente tratados en la historia primera y arquetípica. Porque, vamos a ir diciéndolo ya, el tema de Captain Tsubasa no es el fútbol. Es el contexto, el escenario, el vehículo para los verdaderos motivos, que aquí están claros, y que son, en el fondo, los mismos de prácticamente cualquier shonen: la superación personal a través del esfuerzo y la lucha para llegar a ser el mejor. En este caso el mejor futbolista del mundo, pero lo concreto da lo mismo. A veces parece que los japoneses están seguros de que la única historia que merece la pena contar es la del triunfo de la voluntad sobre las circunstancias. Y la cuentan con su épica propia, una en la que se rastrean motivos occidentales —no en vano el influjo occidental en Japón tras la segunda guerra mundial fue importantísimo, y el propio fútbol es occidental— y que no escapa de los presupuestos popularizados por Joseph Campbell: hay un camino para el héroe, que sufre tormentos, cae para renacer y finalmente se alza con la victoria. Pero coexiste una mentalidad intrínsecamente japonesa en la manera en la que se consagra el esfuerzo personal por encima de todo, el sacrificio de cualquier otra cosa a favor de la meta que cada protagonista de cada shonen se haya marcado. Esto es de alguna manera el mito fundacional del Japón contemporáneo, y es el rasgo de identidad de una sociedad que supo levantarse después del trauma de la derrota en la segunda guerra mundial, que fue un trauma múltiple: el de la propia derrota que les habían dicho que era inconcebible, el de las bombas atómicas, el de la ocupación extranjera y el de la caída al mundo de los mortales de un emperador que se decía dios. El milagro económico que permitió que Japón, en unas pocas décadas, se convirtiera en una de las potencias del primer mundo fue posible, en el imaginario colectivo del país, gracias a lo que denominan espíritu de Yamato, que precisamente es invocado en Captain Tsubasa explícitamente en la competición de selecciones, y que alude a la fuerza de los japoneses para superar cualquier obstáculo, pero también para sacrificarse en pos del bien común. Durante la guerra hubo un enorme acorazado que fue bautizado Yamato, y en los setenta una serie de anime futurista llamada Space Battleship Yamato tuvo bastante influencia en el medio. En el fondo, la gran mayoría de mangas juveniles reproducen aquella victoria y la estimulan impregnándola de una épica que aplican a a todo.

Por otra parte, la mecánica de ir pasando eliminatorias de un torneo de fútbol no se diferencia demasiado de los enfrentamientos progresivos de series como Caballeros del Zodiaco o Dragon Ball. Y presentan la misma e interesante dualidad: la fuerza del individuo y la fuerza del grupo se complementan y trabajan unidas para conseguir los fines del primero, que se convierten en la meta del colectivo. Los compañeros de Tsubasa quieren, como él, llegar a la victoria final. El espíritu de superación de Tsubasa lo llevará a alcanzar el premio personal y colectivo. Quizás pueda parecer exagerado, desde un punto de vista occidental y contemporáneo, que los autores de manga sitúen en estas luchas trascendentales y sin tregua a niños pequeños. Pero ni Tsubasa ni sus compañeros y rivales se comportan como niños en absoluto, ni en su forma de razonar ni en su obstinación en el camino que han escogido. Están dispuestos a cualquier sacrificio para vencer y lo intentarán incluso a pesar de severas lesiones o dolencias cardiacas, con la aquiescencia de padres y entrenadores. Cuando están sobre el campo, que es un campo de batalla, el mundo de los adultos se esfuma y sólo queda la lucha por conseguir el objetivo. No son ya niños; son guerreros.

El fútbol no es un juego de niños.

En uno de sus artículos sobre la historia del manga Julio C. Iglesias[1] explica que en los años veinte se impuso una tendencia conservadora que consideraba a los niños como proyectos de adulto y por tanto de soldados, y en consecuencia las ficciones destinadas a ellos les hablaban de niños que combatían, pensaban y actuaban como adultos, y que se enfrentaban decididos a los enemigos de la nación. En efecto, el niño es un constructo reciente, no obviamente como ente biológico, pero sí social. Y sólo cuando una sociedad establece una diferencia entre el carácter infantil y el adulto genera una educación específica para los niños y niñas. Educación que, por supuesto, va mucho más allá del sistema educativo y abarca todo el repertorio de productos de ocio específicos para ellos, entre los que se encontraba el manga en primer lugar.

Hoy, una vez diluido el componente marcial de esa visión del niño-hombre, queda en el shonen no obstante una derivación de éste: niños de doce, trece o catorce años que cargan sobre sus hombros con misiones terribles, que asumen responsabilidades que en la vida real los sobrepasarían, y que salvan el mundo una y otra vez. Subrayemos la «o» de «niños», por cierto; el shonen es para ellos, mientras que para ellas existe un shojo que las conmina, en general, a un modo de manejarse en la vida muy diferente, en absoluto proactivo. Ellas, además, están prácticamente ausentes en las series para machos en ciernes. En Captain Tsubasa las chicas son enamoradas en silencio que no se declaran porque distraerían a los chicos de su objetivo fundamental. Sanae (Patty), en el inicio una niña salvaje que se desenvuelve con las maneras de un chico, viste como uno e incluso lidera al grupo de animadores del Nankatsu, el equipo de Tsubasa, se transforma al entrar en la adolescencia en una señorita adorable y delicada, que cumple como mánager del equipo funciones auxiliadoras y sanadoras. La alteración de los roles resultaba divertida y cómica en la infancia, pero cuando los sexos se empiezan a diferenciar, es mucho más tranquilizador que las cosas vuelvan a su curso natural.

Tsubasa Ozora (Oliver Atom) es el prototipo perfecto de héroe del shonen. Es honorable, optimista y positivo. Juega según las reglas y no se rinde jamás. Si su ánimo decae momentáneamente, será para resurgir de inmediato con mucha más fuerza. En su persona se reúnen lo individual y lo colectivo: es consciente de la necesidad de sus compañeros y confía en ellos, pero al mismo tiempo busca una meta profundamente individualista: ser el mejor del mundo en su ámbito, lo cual también lo convierte en un líder nato. Como otros muchos protagonistas de series juveniles japonesas, Tsubasa es un elegido: se repite con insistencia que él ha nacido para jugar al fútbol, que tiene un don especial que lo hace diferente al resto. Su naturaleza lo convierte en un genio, en un superdotado. Pero también comparte con otros héroes como Goku o Seiya la necesidad de entrenamiento constante para mejorar en sus habilidades y desarrollar mejores técnicas. Su don no sería suficiente sin el trabajo duro, y es aquí donde la serie consagra el esfuerzo y el sacrificio como valores supremos, pero siempre necesitados del genio —del azar de la genética, podríamos decir— para que a través de ellos se alcance la meta. Tsubasa es desde que nace potencialmente el mejor jugador de la historia. Está en su mano llegar a serlo de facto, es una cuestión de pura voluntad. Si se sacrifica lo bastante, si se esfuerza lo suficiente, lo será. En Captain Tsubasa, los compañeros del protagonista asumen su condición secundaria con felicidad y admiración, y se esfuerzan no para superarlo, sino para ayudarlo mínimamente. Los rivales también suelen admitir su superioridad, pero se esfuerzan al máximo para intentar vencerlo en un partido concreto. El entrenamiento es esencial y se muestra repetidas veces, porque es el símbolo de la cultura del esfuerzo. Pero lo verdaderamente significativo es que a todos los rivales de Tsubasa, sin excepción, cuando son derrotados los embarga una sensación de paz consigo mismos; se esforzaron al máximo y desarrollaron todo su potencial, pero era científicamente imposible derrotar a ese ser superior nacido para jugar al fútbol. Por eso a ellos puede bastarles la derrota, porque era inevitable. Tsubasa, sin embargo, lo único que puede admitir es la victoria. Es una situación contradictoria, pero que en realidad creo que encaja muy bien con la mentalidad no ya japonesa, sino de cualquier sociedad: la creencia de que el esfuerzo nos llevará a conseguir todas nuestras metas convive con la asunción de que hay jerarquías, y seres humanos que en su esfera estarán siempre por encima de los demás y serán inalcanzables. Y eso nos exculpa de nuestro fracaso al intentar alcanzar a esos genios.

No hay rival pequeño.

Por esto me resulta tan interesante el análisis de los rivales de Tsubasa Ozora. Según mi punto de vista, hay tres personajes, cada uno de ellos identificado con un arquetipo diferente, que merece la pena analizar. El resto de los muchos jugadores a los que se enfrenta el Nankatsu no son más que iteraciones necesarias en un cómic centrado en el fútbol y que por tanto necesita muchos personajes, pero no añaden nada significativo. Ni siquiera Genzo Wakabayashi (Benji Price), que no es sino el típico primer rival del héroe que casi de inmediato se une a él para enfrentarse juntos a un enemigo más poderoso.

Jun Misugi (Julian Ross) es esencial para que Tsubasa se defina como personaje, porque debía haber en su camino alguien, en algún momento, que fuera superior a él, para que pueda superarlo durante el partido sin ser mejor previamente. Es la única vez que esto sucede en toda la serie. Misugi es el único jugador que también es calificado como un genio del fútbol. Tiene la misma habilidad innata que Tsubasa para el juego, pero además ha comenzado a desarrollarla antes, y al ser un año mayor que él, domina mejor las diferentes facetas del juego. Pero a Misugi el destino le ha jugado una mala pasada: tiene una dolencia cardiaca que le impide esforzarse para mejorar. Y así su genio sin entrenamiento queda por detrás del de Tsubasa y por eso sale derrotado. El partido entre el Nankatsu y el equipo de Misugi, el Musashi, marca un hito en la construcción del personaje de Tsubasa, porque es su momento más bajo: cuando comprueba que incluso lastrado por su enfermedad Misugi es capaz de derrotarlo en varios enfrentamientos directos, está a punto de darse por vencido, por primera y única vez en su trayectoria. En ese momento oscuro son sus compañeros y su mentor, el brasileño Roberto Hongo, quienes lo convencen de que debe seguir luchando. Tsubasa renace entonces para derrotar a Misugi y salir reforzado y consciente no sólo de que el esfuerzo máximo es siempre imprescindible, sino de que su don implica una responsabilidad y el compromiso de desarrollarlo hasta su límite, como muestra de respeto a Misugi, que no puede hacerlo.

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Jun Misugi durante los últimos momentos de su partido contra el Nankatsu (Capitán Tsubasa nº 8, Glénat, 2004).

Hikaru Matsuyama (Philip Callahan) parte de una posición de inferioridad consciente con respeto a los otros jugadores destacados. Él reconoce no ser un genio y por eso mismo se consagra al esfuerzo y a un duro entrenamiento en la nieve de su Hokkaido natal. Como sabe que eso es insuficiente, Matsuyama hace gala de una garra superior a la de los demás, pero, sobre todo, confía totalmente en el grupo. Su equipo, el Furano, es el que despliega el mejor juego colectivo del campeonato. La fuerza de este conjunto es, aunque no se diga nunca de manera directa, el espíritu de Yamato, como luego lo será la de la selección japonesa. Sin embargo, ese esfuerzo colectivo, ese juntos podemos, no basta para vencer al talento individual, y el Furano cae primero contra el Meiwa de Hyuga y después, en el segundo torneo que narra la serie, contra el propio Nankatsu, precisamente por un golpe de puro genio, un gol imposible de Tsubasa en el último minuto de saque de centro que decanta un choque igualado, en el que Matsuyama salvó de un golpe contra el suelo a Tsubasa, que habría supuesto su salida del partido y la probable victoria del Furano.

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Matsuyama salva de una brutal caída a Tsubasa después de que éste le haya marcado un gol a su equipo (Capitán Tsubasa nº 20, Glénat, 2005)

Como manda el protocolo, he dejado el más interesante para el final. Kojiro Hyuga (Mark Lenders) es la némesis perfecta para Tsubasa. Es su reflejo negativo, y eso es lo que lo hace verdaderamente terrible y amenazador. Tsubasa es técnico, elástico y grácil; Hyuga es un jugador físico y agresivo que se quita de encima a los contrarios a base de fuerza en lugar de regates. Tsubasa confía en sus compañeros y respeta a los rivales; Hyuga es individualista y desdeña a los contrarios débiles que se lesionan a su paso. Pero el contraste es más profundo. La familia de Tsubasa tiene una buena situación económica. Su padre, aunque ausente por ser capitán de barco, proporciona a su familia todo lo que necesita. Tsubasa es además hijo único. Por su parte, Hyuga es huérfano de padre y su madre tiene que sacar adelante a tres hermanos menores que él, por lo que además de estudiar y jugar al fútbol, tiene que trabajar como mozo de carga muy duramente. Si Tsubasa se sacrifica en la práctica del fútbol, Hyuga lo hace en la vida real. Si ninguno de los personajes se comporta como un niño en el campo de juego, Hyuga es el más adulto de todos, porque ha asumido la responsabilidad laboral y familiar de uno. Con todos estos datos es fácil suponer que Hyuga no es exactamente un personaje negativo, no cae mal. En cierta forma es más fácil empatizar con él que con Tsubasa, que tiene una vida mucho más sencilla y puede dedicarse al fútbol en cuerpo y alma sin preocuparse de nada más. De hecho, una de las motivaciones de Hyuga para ganar el primer torneo que se narra en la serie es conseguir una beca de estudios en la prestigiosa escuela Toho que alivie la situación familiar.

En el segundo torneo, cuando ambos tienen ya quince años, Hyuga se encuentra claramente por detrás de Tsubasa. Ha perdido dos finales consecutivas contra él y siente que ha perdido lo que le caracterizaba como jugador: la furia y el espíritu combativo. Ahora es «un tigre domado». En la final de su prefectura se enfrenta a Misugi, al que logra vencer solamente porque la dolencia cardiaca de éste le impide jugar todo el partido, y por una última parada milagrosa del portero del Toho, Ken Wakashimazu. El entrenador Kira, su antiguo mentor, hace acto de presencia y lo invita a participar en un entrenamiento intensivo para volver a ser el que era. A partir de este momento, Hyuga sabe cuál es su meta: derrotar a Tsubasa. Y eso debe estar por encima de todo. Abandona a su equipo en un momento clave para entrenarse, pierde la titularidad y está a punto de no poder jugar la final contra el Nankatsu. Lo consigue haciendo un terrible sacrificio: el orgulloso e indomable Hyuga se arrodilla ante su entrenador para suplicarle que lo deje jugar. Éste, finalmente, accede, y tiene lugar la final perfecta.

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Un instante de la final entre el Nankatsu y el Toho (Capitán Tsubasa nº 24, Glénat, 2006).

Hyuga construye su ambición y su identidad a través de Tsubasa. Y aquí reside el concepto clave: gracias a esa rivalidad ambos se hacen mejores. Sanae lo dice en un momento de la final: «son de un valor incalculable el uno para el otro». El adversario como una figura valiosa para el individuo, como motor del crecimiento personal, y la competencia como método para alcanzar todo nuestro potencial, son conceptos que tienen un amplio desarrollo en la cultura popular japonesa. Y por ello el shonen está lleno de ejemplos de antihéroes, villanos carismáticos y ambiguos que juegan en las sagas a las que pertenecen un papel esencial en el crecimiento del héroe.

Occidente frente a Oriente.

Cabe preguntarse, más allá de las razones apuntadas, por qué en la ficción occidental no tenemos esa figura tan arraigada. No se trata de hacer aquí y ahora una genealogía del mal, pero creo que es obvio que la raíz judeocristiana tiene un gran peso en todo esto: no olvidemos que el Diablo era el Adversario por antonomasia. Cuando los conceptos de bien y mal están en la base de la moral y la ética, lo natural es dar por hecho que el enemigo encarna al mal, y la religión impide pintar demasiados matices: el que va contra la ley de Dios es malvado por definición. La rivalidad entonces no puede entenderse como un enfrentamiento de objetivos opuestos ni como una competición entre dos iguales: hay uno que está del lado correcto y otros que no lo están. No olvidemos tampoco que mientras que en Japón persistía el código de los samuráis, en Europa triunfaban las teorías de Maquiavelo primero y la política moderna después, con su máxima expresión en la real politik bismarkiana, que no dejaba demasiado resquicio a conceptos como el honor o el respeto al adversario.

Sin embargo en las artes uno puede encontrar figuras maléficas atractivas y seductoras, especialmente a partir del romanticismo. La ambigüedad moral y el malvado con corazón, carismático, van apareciendo tanto en la alta literatura como, sobre todo, en el folletín. También el personaje maldito, el ser noble abocado por las circunstancias al mal. El vampiro romántico es quizás el ejemplo más claro. Pero esta rehabilitación del malvado sólo abunda en sus matices morales y lo presenta como una figura atractiva y deseable; no se plantea el papel que juega respecto al héroe en los mismo términos que el manga.

Pero existe otro caso significativo: Friedrich Nietzsche. El filósofo finisecular formuló una concepción del adversario que es, un siglo después, esencialmente la misma que encontramos en Captain Tsubasa y en tantos otros shonen. En Así habló Zaratustra Nietzsche escribió: «Si se quiere tener un amigo hay que querer también hacer la guerra por él: y para hacer la guerra hay que poder ser enemigo». El enemigo tiene un valor tan alto entonces como el amigo, porque nos permite no sólo hacer la guerra, sino mejorar. La voluntad de poder nietzschiana debe ejercerse contra alguien; si el adversario está a nuestro nivel debemos tenerlo en alta estima porque es él el que nos permite no sólo la amistad, sino algo más importante: acercarnos cada vez más al superhombre. No es casualidad, claro, que el pensamiento de Nietzsche en esa última época esté ya dominado por la crítica feroz hacia la religión y la filosofía occidental, como tampoco lo es que sea un autor con influencias orientales interesantes.

Dejo ahí apuntado el nombre de Nietzsche y voy a lo que realmente es el equivalente del shonen en la otra cara del mundo: el cómic infantil y juvenil. Si simplemente examinamos, por no eternizarnos ni desviarnos más de la cuenta, el comic-book americano, la influencia del antes mencionado folletín se rastrea en los cómics policíacos y de crímenes pre Comics Code, donde, cierto, el crimen no compensaba, pero no dejaba de ser verdad por ello que muchas veces el criminal era el protagonista, y sus acciones estaban recubiertas de una pátina de rebeldía romántica que podía llegar a ser atractiva. La vida del joven gángster disoluto, llena de excesos, mujeres y coches caros seguramente era tentadora como fantasía, por mucho que acabara en un hermoso cadáver. Por eso, entre otros motivos, Fredric Wertham cargó contra ellos. Pero en el cómic de superhéroes el antagonista siempre fue un supervillano: alguien malvado, vicioso, lo contrario del héroe. Basta echar un rápido vistazo a las galerías de villanos de Batman o Spider-Man para encontrar desequilibrados, delincuentes y psicópatas de mente y físico retorcido, monstruos sin matices que atentan contra el sistema de valores que sus enemigos defienden. Lo más parecido que tiene Spider-Man a un adversario honorable es Kraven el Cazador, pero tardará muchos años en explorarse su grandeza como enemigo: más de dos décadas. Lo mismo puede decirse de los principales villanos ambiguos de Marvel, el Doctor Muerte y Magneto.

En Japón, en cambio, todo esto va más allá del hecho obvio de que sin villano no hay héroe; se trata del honor y el respeto al rival que impregnan todas las artes marciales japonesas y que se remonta a la época de los samuráis, como decía antes.

Bushido es un término japonés que literalmente significa «el camino del guerrero», y que data, al menos, del siglo XVI. Pero la imagen que tenemos hoy de esta filosofía de vida se debe a la obra de Nitobe Inazo: Bushido, el alma de Japón (1899). Nitobe era un japonés anglófilo —la obra está directamente escrita en inglés— y convertido al cristianismo que escribió su texto con la intención de mostrar a occidente los valores de su patria, y demostrar que, culturalmente, estaba a la altura de las potencias europeas. Por supuesto, como toda revisión histórica, el libro es en buena medida una construcción que refleja tanto el pasado como el presente histórico de Japón, y que no se explica sin el proceso de transformación que estaba viviendo el país y la progresiva militarización del mismo. El bushido es un código de samuráis, y sus implicaciones militares son evidentes. En todo caso, ahora mismo lo que nos interesa es entender que el bushido supone la recuperación de unos valores que se van a incorporar a la idiosincrasia japonesa, y no sólo eso, sino que se convierte en la imagen que del país se tiene en el exterior. Los valores principales que el bushido exige al samurái son la austeridad, la lealtad, el autodominio, la rectitud, la obediencia al señor y el honor[2]. No difieren demasiado del código de caballería tardomedieval de los países europeos —el honor del samurái es la honra por la que clamaban los personajes de las tragedias del siglo de oro—, y en su uso más pragmático no dejan de ser un conjunto de normas que diferencian a una élite económica del resto de la población. Un samurái debe ser virtuoso porque es superior. Cabe preguntarse si este código, en la formulación de Nitobe, no responde a la misma idealización que el romanticismo llevó a cabo con la caballería europea; si la práctica real estaría tan lejos del código ideal como aquí. Pero eso no importa. Lo relevante es que el bushido cobra relevancia en la identidad nacional del Japón tanto de pre como de posguerra, y que sus valores se democratizan y extienden a todos los japoneses, no solo a unos pocos elegidos. Y, por supuesto, donde más y mejor puede apreciarse el impacto de cualquier ideología dominante siempre es en la cultura popular. Y de la misma forma que la visión del niño-adulto se amplifica y refuerza en el manga, el bushido se convierte, explícita o implícitamente, en el código de conducta de cualquier héroe del shonen que se precie. Y el honor juega un papel central como vara de medir del comportamiento, las aspiraciones y los triunfos de ese héroe. La derrota, la cobardía o el abandono lo destruyen, y un samurái sin honor no es nada; su vida no vale nada. Sólo quitándosela puede limpiar esa mancha y librar de la vergüenza a los suyos, mediante el ritual sepukku. Tal vez ahora se entienda mejor por qué Jun Misugi afirma estar dispuesto a morir en el campo de fútbol antes que retirarse de su lucha contra Tsubasa, o por qué éste arriesga su salud y su carrera jugando lesionado varios partidos.

Enemigo mío.

Pero volvamos al asunto del adversario. El respeto a éste es en realidad el respeto a uno mismo. En una sociedad de castas, sólo pueden ser adversarios quienes están en el mismo nivel, quienes sean iguales. Y con un igual un samurái debe actuar de forma honorable, sin trampas ni artimañas, o de lo contrario perderá la batalla aunque acabe con su enemigo. El respeto es de hecho el pilar de la rivalidad. Podría seguir intentando explicarlo, pero será mucho más eficaz recurrir a uno de los mejores ejemplos de esta ética que pueden encontrarse en un manga de los setenta, en este caso adulto: Lobo Solitario y su cachorro, de Kazuo Koike y Goseki Kojima. En el tramo final de la serie, que corresponde aproximadamente a los últimos cuatro tomos de la edición española, Itto Ogami se dispone a enfrentarse a Retsudo Yagyu. Son enemigos irreconciliables: Itto perdió todo por culpa de Retsudo, y éste ha perdido a todos sus hijos a manos del Lobo Solitario. Pese a ello, cuando finalmente están el uno frente al otro, se tratan con escrupuloso respeto. Más aún: en su combate final, las circunstancias les obligan a parar para enfrentarse a un tercer enemigo, de manera que acuerdan una tregua, durante la cual llegan al punto de salvarse la vida mutuamente. Sólo cuando el problema es solventado prosiguen con su duelo a muerte. Yagyu podría haber ordenado a sus hombres que mataran a Ogami. Ambos podrían simplemente no haber actuado y dejar morir a su enemigo en determinado momento, como Matsuyama pudo dejar que Tsubasa se golpeara contra el suelo. Pero entonces habrían perdido algo más valioso que la vida.

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Itto Ogami y Retsudo Yagyu acuerdan una tregua en su lucha a muerte (El lobo solitario y su cachorro nº 16, Planeta de Agostini, 2005).

En el clímax de Captain Tsubasa, que por supuesto tiene lugar durante el enfrentamiento final entre el Nankatsu y el Toho lo que sucede comparte la misma mística. Tras marcar el cuarto gol y poner a su equipo por delante en la primera mitad de la prórroga, Tsubasa cae inconsciente por efecto de sus lesiones, y tiene que abandonar el campo temporalmente para ser atendido. En su ausencia, su equipo resiste como puede los ataques del rival. Pero cuando Tsubasa ya está esperando en la banda para volver a jugar, el balón llega hasta Hyuga, que, sin marcaje, tiene una oportunidad para lanzar su tiro del tigre y empatar el partido. Sin embargo, en lugar de eso decide golpear suavemente el balón hacia la banda, hacia la posición de Tsubasa, para que salga fuera y éste pueda incorporarse al juego. Ambos se miran sin odio, con serenidad y respeto. Tsubasa devuelve el balón a su rival, algo que, pese a que en el fútbol real es un gesto común, despierta la misma sorpresa y admiración que la decisión de Hyuga. Acto seguido, Tsubasa corre hacia él para quitarle el balón, y sale despedido por los aires cuando el otro, implacable, emplea toda su fuerza para arrollarlo, porque eso también es respeto: una vez en el campo, no hay misericordia, que no es más que el mayor de los insultos, como lo habría sido si Tsubasa hubiera aflojado su esfuerzo al enfrentarse al maltrecho Jun Misugi. El partido prosigue, Hyuga consigue finalmente empatar, y ambas escuadras son declaradas vencedoras, pero esto ya no importa. Es irrelevante porque el momento decisivo ya ha tenido lugar, y el conflicto entre ambos rivales se ha resuelto, sin que seamos conscientes entonces, en el instante en que Hyuga escoge el honor y el respeto a su enemigo por encima de la victoria objetiva, que por sí sola no vale nada. En el momento en el que el balón llega a sus pies, Hyuga se da cuenta de que no se trata de ganar el partido sino de vencer a Tsubasa, y con su gesto, en realidad, él ya ha ganado; del Tsubasa superdotado protagonista de la serie esperamos que gane todo y no nos sorprende, pero esa decisión de Hyuga, y la paz que le embarga cuando el partido termina, demuestra que ha madurado, que su enemistad con Tsubasa ha servido, como preconizaba Nietzsche, para hacerse mejor a sí mismo. Su épica es la épica del perdedor, y en la certeza de que jamás superará a su enemigo en igualdad de condiciones está su grandeza como personaje, y lo convierte, desde luego, en el más interesante de la saga de Yoichi Takahashi.

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Hyuga y Tsubasa frente a frente, tras interrumpir el juego el primero para que se reincorpore el segundo (Capitán Tsubasa nº 24, Glénat, 2006).

Hasta que el árbitro pite el final del partido.

Dijo Francisco Umbral que el deporte es una estilización de la guerra. No sé si yo llegaría a decir tanto, pero desde luego pienso que el deporte se ha empleado como escenario para dirimir simbólicamente cuestiones políticas y económicas siempre; es un simulacro donde de manera ritualizada se resuelven los conflictos que tenemos en la vida real. Si entendemos el mito y la fantasía, o la ficción en un sentido amplio, como una representación amplificada de los grandes dilemas del ser humano que nos ayuda a entenderlos —y entendernos—, entonces el deporte es una forma de ficción. O al menos cumple las mismas funciones que ésta y puede ser contenedor de historias con la misma carga mítica que las grandes narraciones. Captain Tsubasa funciona en ese plano y por eso puede trascender el simple escapismo, al menos durante su etapa relevante, antes de que la imposición industrial la hiciera caer en lo meramente formulaico, y alcanza temas universales al tiempo que refleja los valores de la cultura concreta que lo alumbró como producto juvenil de masas.



[1] Iglesias, J. C. «Historia del manga (II) – 1900-1922: Las revistas ilustradas y el corazón de los niños». En zonanegativa.com (2014). Disponible on line en http://www.zonanegativa.com/zona-manga-historia-del-manga-ii-1900-1922-las-revistas-ilustradas-y-el-corazon-de-los-ninos/

[2] Martí Orobal, B. «Orientalismo, japonismo y occidentalismo: Nitobe Inazo y el Bushido». En Boletín de la asociación española de orientalistas XLIII. 2007, pp. 329-343.