Hechizo total (Simon Hanselmann)

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Hechizo total (Simon Hanselmann). Fulgencio Pimentel, 2014. Rústica. 19 x 26,5 cm. 176 págs. Color. 21,80 €

Supongo que como mucha otra gente, yo no sabía quién era Simon Hanselmann hasta que Fulgencio Pimentel anunció la publicación de su obra en castellano. Y resulta que Hanselmann es un autor australiano de treinta y pocos años que practica un underground ortodoxo en sus historias de Megg, Mogg y Búho, recopiladas en la edición española en un primer tomo titulado Hechizo total.

El plantel de personajes no tiene sentido, o sea que es un punto de partida perfecto, claro. Megg es una bruja de color verde, Mogg un gato parlante y Búho un búho antropomorfo. ¿Por qué el gato tiene pinta de gato y el búho parece un señor disfrazado? No importa. El mundo de Hechizo total es así, y de hecho hay más personajes raros, aunque también hay humanos más o menos normales. Todos viven en un suburbio típico australiano, que dibujado por Hanselmann tiene cierto halo extraño, de lugar indefinido, al menos cuando los personajes salen de casa, lo cual no sucede a menudo.

A pesar de estos mimbres, lo cierto es que el poso autobiográfico se atisba, y eso le da un calado a la serie más interesante, porque no es lo mismo reírse de ciertas cosas si te son ajenas que si te han sucedido. Este grupo de freaks marginales que sólo vive para drogarse, follar ocasionalmente —uno de los mayores logros de Hanselmann es que no nos extrañe ni repela ver a un gato acostándose con una mujer— y reírse de las putadas que, drogados, se hacen unos a otros. Han parado el tiempo y todos los días son ya iguales. Búho, por tener de vez en cuando remordimientos y querer escapar de esa vida, por medio de un trabajo o un ligue normal, es el más patético de todos, y Megg y Mogg se ceban con él. Nada importa, no hay salida. ¿Nihilismo? No lo creo; nihilismo era lo de Buddy Bradley, esto es otra cosa.

Tal vez de la misma forma en que artísticamente Hanselmann se sitúa casi en la posvanguardia, moralmente podamos colocarlo en un lugar equivalente. En Odio, Buddy entendía de política, y había reflexionado sobre muchas cuestiones: tras su escepticismo había ideología. Pero ni Megg ni Mogg parecen poder formular demasiados pensamientos coherentes, sensación que se refuerza por la narrativa de Hanselmann: poco texto, muchos primeros planos de los rostros, viñetas pequeñas y regulares… Casi parece que se han visto arrastrados a esta vida de ritmo perezoso y subsistencia precaria.

Hechizo total puede ser muy divertido; la competición de pies feos, la visita al videoclub, la historia de Peyote… Pero en la medida que los propios personajes se dan cuenta, en momentos puntuales, de su chunguez, también los lectores lo hacemos. Hay algunas historias que son directas y duras, y que, entre tanto cachondeo etílico, impactan mucho más, especialmente el último par de historias del libro. El retrato generacional no juzga, y por tanto no es moralista, pero sí pone las cartas sobre la mesa cuando hay que ponerlas. Y por la manera en que lo hace lo considero muy superior a otras historias de juventud, drogas y desenfreno que al final vienen a ser el mismo rollo paternalista de siempre —y lo dice alguien que lo más fuerte que se mete es una mirinda—. Hanselmann nunca llega a decirnos, explícita o implícitamente, que no nos droguemos. Solamente parece querer expresarse a través de sus tebeos, dar forma a lo que siente, usarlos, casi, de terapia.

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En ese sentido, la facilidad y sencillez con la que plasma experiencias alucinógenas son admirables. Hanselmann tiene esa cualidad tan preciada en un historietista de hacer fácil lo difícil, y conseguir resultados sobresalientes como, por ejemplo, «Las uñas atascadas». Es uno de esos grandes dibujantes que parecen quitarse importancia deliberadamente, relajando las normas clásicas del dibujo porque puede permitírselo. Bajo su aparente sencillez, hay en Hechizo total algunas soluciones verdaderamente brillantes, y con esto me ha hecho pensar en Phoebe Gloeckner, otra dibujante mejor de lo que parece.

La edición de Fulgencio Pimentel tiene una cubierta osada y preciosa, y una traducción tan afinada y arriesgada como siempre, algo que creo que se ha convertido ya en una de sus señas de identidad. La recopilación está hecha con cabeza, y da forma a un libro al que uno tiene la necesidad de volver cada poco, para hojearlo, para leer una historia suelta, para reflejarse en esas miradas enturbiadas que nos lanzan Mogg, Búho o Megg. Hay algo en sus páginas que atrae y es difícil de explicar, a menos que lo llamemos…  hechizo.