Rohan en el Louvre (Hirohiko Araki)

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Rohan en el Louvre (Hirohiko Araki). 001 Ediciones, 2012. Rústica. B5. 128 págs. Color. 13 €

Aunque la obra de Hirohiko Araki no comienza con JoJo’s Bizarre Adventure, es innegable que con ella ha alcanzado el título de maestro del manga. Con dieciocho años de historia y más de ciento diez volúmenes publicados (y subiendo), jamás ha perdido la oportunidad de hacer evolucionar su estilo y su narrativa; desde el terror gótico llevado a las peleas shōnen de Phantom Blood hasta el thriller sobrenatural de tintes bíblicos que está desarrollando en JoJoLion —abrazando, en los arcos entre el primero y el último, tan variadas formas como el shōnen de manual (Battle TendencyStardust Crusaders), el costumbrismo con superpoderes (Diamond Is Unbreakable), las historias de mafiosos (Vento Aureo), las odiseas carcelarias (Stone Ocean) o el western posmoderno (Steel Ball Run)— ha tenido ocasión de construir un universo complejísimo, siempre cambiante, a través del cual ha podido explorar todas las inquietudes que en cualquier momento se le hayan presentado. No necesita hacer más obras, porque JoJo’s Bizarre Adventure ya es, de por sí, la más grande odisea de (meta)ficción: cada arco, e incluso ciertas secciones de cada arco, funcionan por sí mismas como historias independientes dentro de una supra-historia general.

Como resulta evidente, si tiene una continuidad fuerte es porque no abandona sus personajes, aunque tampoco los explota hasta convertirlos en una caricatura de sí mismos: JoJo’s es una saga protagonizada por una familia, los Joestar, que tienen que confrontar la amenaza perpetua de su archienemigo, Dio Brando, a través de diferentes generaciones, encarnaciones y aliados. Eso no significa que sólo de los Joestar y Dio Brando viva el JoJoVerso, pues hay al menos otro personaje que ha ido consiguiendo una relevancia tal que se le puede considerar, con todas las de la ley, central dentro del mismo: el mangaka Rohan Kishibe, un anagrama (en japonés) de Hirohiko Araki.

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Como avatar del autor dentro de la obra, no resulta extraño que los poderes de Rohan Kishibe no sean tanto los más espectaculares como los más meta-narrativos: su stand, la manifestación física de su poder espiritual, Heaven’s Door —el uso de nombres provenientes del mundo de la música es una constante dentro de la obra, y es un problema que se aduce con frecuencia para publicarla fuera de sus fronteras— tiene la capacidad de convertir a las personas en libros a través de los cuales puede leer, o manipular, sus vidas. Aunque en manos de cualquier otro autor un personaje con tales poderes debería llamarse Deus Ex Machina, en el caso de Araki hace un uso de sus poderes siempre evitando convertirlo en la voz del autor dentro del mundo. Es por eso que aunque apareció de forma activa en Diamond is Unbreakable, y haya un guiño explícito a la saga en Rohan en el Louvre, al acabar el arco aparecía ya sólo en una serie de spin-offs dedicados a su figura. Cuando el Louvre invitó a Araki para hacer un cómic apadrinado por la institución, con la única condición de que transcurriera al menos parte en el museo, lo único que tuvo que hacer es lo más coherente: coger a su personaje más conectado con el arte, aquel que emana directo como reflejo de sí mismo en el universo por el cual es famoso, y situarlo en un intrigante thriller sobrenatural con tintes románticos.

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Si tiene un valor particular Rohan en el Louvre es como Araki es capaz de convertir en un prodigio narrativo cualquier idea, por peregrina que sea, a través de su facilidad para retorcerla hasta convertirla en algo propio; si la historia bien trata sobre la obsesión de Rohan Kishibe con una pintura que se supone maldita y ni siquiera en el archivo del Louvre parecen tener constancia de ella, si la historia resulta envolvente y alucinante es por su capacidad para hilar sus elementos en un todo imposible de deshilar: ni un sólo detalle es accesorio, cada mínimo elemento es una pista que construye la conclusión última de la historia. Su originalidad radica no tanto en inventar algo nuevo como en haber creado un universo narrativo y pictórico tan personal, tan extraño, que es imposible no reconocerlo como suyo propio.

En lo pictórico, indisociable de lo narrativo, lo que más llamará la atención del neófito son las posturas exageradamente sexualizadas —en cualquier caso, algo que sólo ocurre en el caso de los hombres; quizás, en tanto su editor le forzó durante sus primeros arcos a limitar la aparición de mujeres, cubrió ese requisito invirtiendo la caracterización sexual de sus personajes— y la feminización de los personajes, pero no es difícil percatarse de que su disposición hacia el barroquismo es sólo tan común como las disposiciones narrativas internas de su estilo: la composición de página construye un tiempo narrativo particular basado en viñetas irregulares, con splash pages ocasionales, que hacen especial hincapié en los planos detalle para centrar la atención de lector en aspectos concretos importantes para la historia; el uso del color, distinguiendo entre tonos fríos y calientes además del contrastes entre estos con el uso del blanco y negro —sin poder crear una jerarquía simbólica en este caso que no nos lleve a sobrepasar, con amplitud, los límites de la crítica para sumergirnos en el ensayo de extensión—; y el dibujo, aunque sin duda de carácter manga, deja respirar influencias de la pintura neo-clásica, llevando hasta niveles enfermizos su atención al detalle.

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Araki desarrolla en su protagonista una obsesión pictórica que puede verse no sólo en su narración, sino también en su estilo, como una constante. Obsesión pictórica que nos narra una historia de amor y una historia de fantasmas, ya que toda historia de amor es una historia de fantasmas, pero también donde se sitúan los límites del arte: todo arte auténtico es el que nos subyuga y genera en nosotros sentimientos o pensamientos profundos, que nos trae a la vida vida aquello que creíamos muerto u olvidado. ¿Qué ocurriría si el arte pudiera hacerlo de forma literal? Esa es la respuesta que supone Rohan en el Louvre, pero también Rohan Kishibe: el mangaka que dibuja veinte páginas en un día, que es capaz de cambiar la vida de una persona al poder leerla y re-escribirla como un libro; el hombre que no puede leer a una mujer llorando, porque no puede espiar su corazón.