Lo primero que me viene a la mente (Juaco Vizuete)

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Lo primero que me viene a la mente (Juaco Vizuete). Astiberri, 2014. Rústica con solapas. 15 x 15 cm. B/N. 17 €

Juaco Vizuete es uno de esos autores españoles que lleva varios años publicando obra pero siempre desde cierta posición lateral, quizás porque su generación empezó a hacerlo en un momento aún complicado del mercado español, pero también porque los cómics de Vizuete ni parecen buscar al gran público ni creo que digan demasiado a muchos aficionados al cómic de toda la vida. En esto me recuerda a Marcos Prior, otro autor de obra personal y difícil, con pocos referentes previos y obstinado en su compromiso artístico. Vizuete además huye del estilo identificable, de la marca de fábrica que ayuda a un autor a ser comercial, y demuestra que es capaz de adoptar el que sea necesario, ya sea el homenaje a Bruguera de Julito, el cantante cojito —junto al guionista Hernán Migoya— o el pulp a lo Jack Kirby de la interesante El experimento.

El salto a la memoria infantil de huella autobiográfica que da en Lo primero que me viene a la mente es arriesgado porque es un terreno resbaladizo por el que ya se ha pasado muchas veces y muy bien en el cómic contemporáneo, desde Chester Brown o Joe Matt a Fermín Solís. Es difícil innovar y aportar algo nuevo, y es sobre todo complicado huir de clichés. Quizás por eso me ha gustado tanto el cómic de Vizuete: porque consigue esquivar todos esos lugares comunes seguros, se lanza a experimentar y además no renuncia por ello a conectar íntimamente con los lectores.

Que el protagonista de la historia se llame Carlos ya nos pone sobre aviso: esto no es exactamente una autobiografía, aunque Vizuete utilice recuerdos personales para construirla, y por tanto el concepto de verdad cambia por completo. Lo interesante no es que Vizuete cuente su vida, y si su padre era militar, su infancia la pasó en una base de las Fuerzas Armadas, etcétera, sino lo que nos dice a nosotros sobre nuestras propias vidas y nuestros pasados. No hay un tebeo menos onanista que éste, en este sentido: es un diálogo constante con el lector, en el que parece que nos dice, precisamente, que miremos hacia dentro en lugar de hacia lo que nos está contando.

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En un principio me desconcertó el formato y la voz narradora de Lo primero que me viene a la mente; me parecieron extraños, y algunas frases de los textos de apoyo me parecían demasiado artificiosas. Pero cuando uno va pasando páginas va entrando en el juego de Vizuete y comprende que ese estilo un tanto ampuloso, poético, es necesario para huir de lo concreto y despertar los recuerdos personales del lector. Es un cómic, lo he visto sólo cuando lo he terminado, increíblemente sofisticado. La variedad de recursos, el uso del espacio en blanco, por ejemplo, o el estilo de dibujo de Vizuete, más sintético que en obras anteriores, podrían hacer que la lectura fuera veloz, pero son esos textos los que nos amarran y sostienen el ritmo justo para que reflexionemos, para que ahondemos en nuestra propia memoria.

Por otro lado no quiero dar la impresión de que lo que se cuenta en el tebeo no es específico, claro: hay historia, no es una simple evocación y exaltación de la infancia más o menos abstracta. Hay episodios muy jodidos, como todo lo que tiene que ver con el profesor que invitaba a adolescentes a su casa. Pero eso no significa que no alcance esa dimensión superior en la que están las obras autobiográficas que consiguen ser verdaderamente universales, con las que puede identificarse cualquiera, pertenezca o no a la generación, país o clase social del autor. En esa doble vertiente reside el gran logro de Vizuete: por un lado Lo primero que me viene a la mente está profunda y auténticamente vinculada a su época, al posfranquismo inmediato con un ejército aún potencialmente peligroso para la joven democracia, con la educación represiva, los padres que no se cortan a la hora de soltarle un sopapo a sus hijos y la calle y los amigos como primeros maestros de la vida. Vizuete refuerza ese vínculo con el pasado real y concreto con el uso selecto de fotografías e imágenes de cine, televisión, prensa… Si tiene que renunciar a dibujar lo hace, porque ha llegado a ese punto al que han llegado algunos creadores en los que la supuesta esencia del cómic es menos importante que el resultado final —de nuevo, pienso aquí en Marcos Prior y su uso de diferentes medios en su trabajo.

Pero al mismo tiempo yo, que soy de la generación posterior a la de Vizuete —la que  no recuerda el 23-F porque estaba en la cuna sobando—, me he sentido no sólo identificado con lo que cuenta, sino casi diría que golpeado. Hay cuestiones universales, como el descubrimiento del sexo, las siempre difíciles relaciones entre hermanos, el desencanto con los padres… Y hay algo más, que late por debajo, algo íntimo, tanto que pocas veces lo compartimos con otros o incluso nos permitimos pensar en ello, porque la infancia puede ser un lugar muy duro, aunque hoy, en mi generación, lo que impera es precisamente lo contrario, la nostalgia que idealiza una infancia totalmente feliz que no queremos olvidar.

En realidad las cosas nunca son de un color o de otro, sino que se mezclan recuerdos amargos y duros con otros felices, como sucede en Lo primero que me viene a la mente, título, por cierto, que parece evocar la manera en la que Vizuete arrancó esa novela gráfica pequeña pero monumental. Basta leerlo para recordar de verdad la infancia, que no es solamente las series que veíamos en la tele, ni el bollito de la Pantera Rosa que nos zampábamos de merienda, sino lo que sentíamos frente a ese mundo que no podíamos comprender completamente. Lo que pensábamos en la cama antes de dormir —magistral el momento en el que Carlos cree realmente que ha levitado—, la inmensidad del océano que hace que seamos conscientes, por primera vez, de nuestra propia pequeñez, ese momento exacto en el que tu padre deja de ser tu dios. Todas esas cosas que cuesta concretar con palabras, porque van más allá de la mera cita a la cultura popular e incluso de lo que puede verbalizarse: por eso el cómic lo puede manejar tan bien.

Normalmente las obras sobre la infancia tienden a emocionar, por lo que nos hace evocar y por la sensación de paraíso perdido. Yo no he llorado leyendo Lo primero que me viene a la mente, pero sí he reflexionado muchísimo. Me he quedado congelado al leer alguna viñeta, he recordado cosas que olvidaba y sobre todo me he dado cuenta de que el pasado no es algo que debamos añorar u olvidar: es parte de nosotros y lo único que podemos hacer es aceptarlo.