L’Amour (el amor sin amor) (Joann Sfar y otros)

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L’Amour (el amor sin amor) (Joann Sfar y otros). Fulgencio Pimentel, 2014. Tapa dura. 22 x 24 cm. 228 págs. Color. 24 €

L’Amour (el amor sin amor) es el segundo libro publicado por Fulgencio Pimentel que recopila los cómics del Vampir de Joann Sfar. Lo esperaba casi con ansiedad porque el material estaba inédito en castellano pero también porque de Sfar se aprovecha todo siempre. Creo que no he leído un tebeo suyo que me haya parecido malo, aunque algunos me gusten más que otros. También me sucede que lo amo mucho, lo admito. Pero cuando Sfar es bueno, es insuperable, uno de los tres o cuatro autores europeos más importantes del momento, por varias razones. Por su talento para el dibujo, por su ruptura de cánones y su manejo subversivo de códigos narrativos clásicos, pero también —sobre todo— por esa alegría de vivir que transmite cuando habla de lo que ama y cuando habla de nosotros, con una sencillez que no le impide llegar a la verdadera profundidad, que no tiene nada que ver con la complejidad. En este tomo Sfar está acompañado por la coguionista Sandrina Jardel y los coloristas Audré Jardel y Walter, quien hace tiempo que es el mejor en lo que hace.

Leer todos los álbumes de Grand Vampir seguidos es un ejercicio interesante porque permite experimentar la evolución de Sfar en unos siete años, los primeros de este siglo, que son además los años en los que se transformó el cómic comercial francobelga por influencia de la corriente autoral de la Nouvelle BD. Sfar es uno de los autores que mejor ejemplifica el proceso: tras realizar obras de formato más libre en La Asociación pasó a las grandes editoriales con un formato rígido de álbum y series abiertas con personajes icónicos… para acabar haciendo lo que le da la real gana, con éxito de crítica y público. Que al final es lo que define la comercialidad, y no vetustos códigos sobre lo que gusta a la gente que no se han revisado en décadas. Sfar siempre ha sido Sfar. Siempre ha sido libre, quiero decir, pero en Vampir se ve muy bien cómo ha ido desprendiéndose de reglas como quien se quita capas de ropa en verano. La serie empieza respetando, grosso modo, una estructura narrativa clásica adscrita a un género nítido. Los primeros álbumes contaban una aventura, una historia que aunque no se cerrara del todo transcurría por un camino relativamente seguro. Fernand el vampiro era el centro de la narración y a su alrededor giraba un grupo de secundarios maravillosos. Pero Sfar se deja llevar, se olvida de la coherencia, de la trama, de la intriga, y se entrega gozoso a la improvisación y a la deriva argumental. Parece, a veces, que son los personajes los que deciden qué quieren hacer y él simplemente los dibuja haciéndolo. Uno se imagina a Joann Sfar dibujando en una hamaca, o manejando el lápiz con el pie mientras toca el ukelele con las manos. Las historias parecen que van a ir de una cosa y acaban yendo de otra, o de nada en concreto, que es como decir que van de todo. Qué concepto ése, ¿eh? El «de qué va». Nos lo quitan y nos perdemos como niños chicos.

Pero ahí está la gracia. Y eso que en realidad en Vampir y en L’amour quizá sea donde Sfar mantiene un equilibrio más consciente entre necesidades de género —¿de cuál? ¿Terror, comedia…?— y hacer lo que le sale de la punta del lápiz. Chagall en Rusia, por ejemplo, es mucho más loco. Me resulta muy divertido cuando leo a algunas personas decir que Sfar se ha echado a perder, o que se ha pasado de personal, o que se relaja demasiado, o que por dios que deje de empezar series para no continuar ninguna. Porque desde mi punto de vista ése es el Sfar más interesante, el que puede dejarse de convenciones y dedicarse a lo que de verdad le (y me) importa. Habrá quien vea como errores que el disparo que recibe un personaje cambie de hombro de una viñeta a otra, o que el gato de Fernand de repente pueda percibir a la fantasma que vive en su castillo cuando al principio no podía, sin explicación mediante. Lo son desde un punto de vista clásico, pero es que Sfar simplemente no se fija en eso. Su universo no tiene una lógica interna convencional y eso se aplica al conjunto de la obra y a cada obra concreta por igual. Un ejemplo: ¿es Fernand la versión adulta del Pequeño Vampir? Suponíamos que sí, y en cierta forma lo es, pero eso no implica que haya una continuidad entre las series, ni que coincidan sus biografías. Esto va de otra cosa, y los personajes sirven para lo que sirven: la coherencia nunca está por encima de lo verdaderamente importante. Por eso quizás a medida que avanzan los álbumes Fernand pasa a ser un personaje más, a veces un secundario dentro de su propia cabecera. «La edad en que morimos» de hecho ni siquiera se publicó originalmente como parte de la serie de Grand Vampir.

Entonces esto ¿de qué va? De lo que va siempre la obra de Joann Sfar: de vida y de muerte, que no son dos extremos, sino dos vértices de un triángulo que completa el amor. O el sexo. O ambos. Fernand busca el amor. Es un enamoradizo incurable que nunca puede estar a gusto. Aspirina también busca el amor. Y el entrañable ligántropo, y todos los demás. Lo buscan porque en la búsqueda está la emoción, y porque las cosas nunca son lo que imaginamos que son cuando las conseguimos. A veces son peores, a veces mejores, pero siempre son diferentes, y por eso Fernand siempre se decepciona. Sfar fluye gráficamente porque sus dibujos reflejan los cambios de humor y de opinión de sus personajes y las derivas de sus historias, que siempre se entrecruzan. Iba a añadir «como en un culebrón», pero no es eso. Podría serlo, pero la manera desenfadada en la que Sfar trata todo lo evita. Nada es demasiado grave, todo tiene remedio. Los personajes trágicos con firmes determinaciones cambian de opinión con el viento, como los personajes más frívolos. Sfar tiene la rara habilidad de entrar en terrenos poéticos sin que el conjunto chirríe, y eso es posible porque sus tebeos son blandos: no hay reglas. A veces toma el control con textos en prosa, otras deja que sus personajes hablen, que dialoguen entre sí, y entonces captura con una naturalidad engañosa abstracciones complejas: no se me ocurre ningún otro cómic donde se vea con mayor precisión el proceso de enamoramiento súbito que sienten dos personas que se acaban de conocer como en lo que sucede entre Vincent y Magda en las páginas 82 a 84. Que sí, que Sfar dibuja repantingado en el sofá —es una metáfora; no tengo ni idea de cómo lo hace, ¿eh?—, pero a ver quién es capaz de hacer esto así.

Hay otra habilidad en la mano de este brujo que me parece definitiva. El tranquilo y amable Sfar sabe ser duro y despiadado cuando lo necesita, que suele ser cuando el lector menos se lo espera. Esos giros brutales destacan más en contraste con el tono socarrón habitual en sus historias, golpean sin avisar y a menudo me dejan helado, como me ha sucedido en un par de ocasiones leyendo L’Amour: un conejito que muerde como una cobra. «El pueblo es un golem», la segunda historia, que es una nada disimulada alegoría de un pogromo, termina en una sombría catarsis de sangre. Es leyendo historias así como se descubre el profundo humanista que alberga Joann Sfar, que sin subrayados innecesarios ni discursos moralizantes alcanza un pacifismo sincero y contundente.

En «La edad en que morimos», la última y quizás la mejor historia, el amor y el sexo se convierten definitivamente en el centro de todo. Con el dibujo liberado por completo las diferentes historias se cruzan con Fernand como testigo más que como protagonista, ya convertido en un melancólico incurable. De la coda final sólo puedo decir que son ese tipo de páginas las que demuestran hasta qué punto Sfar es un superdotado del dibujo, por mucho que algunos puedan pensar justo lo contrario al leerlas.

Sfar me hace feliz. No puedo evitarlo. Vampir, ahora que la he leído entera, se ha convertido en una de mis obras favoritas, y L’Amour tiene las historias más brillantes de toda la serie. No quiero terminar sin mencionar la gran edición que ha hecho Fulgencio Pimentel —que espero que pueda publicar en el futuro más obras del francés— y la traducción de Rubén Lardín. Yo no he visto el original, y aunque lo hubiera hecho daría igual porque no entiendo ni palabra de francés, pero me gusta mucho el estilo de sus textos. De alguna manera ha conseguido sintonizar su cadencia con la fluidez de Sfar, y el resultado da gusto leerlo.