Antología póetica de El Papus: Sor Angustias de la Cruz (Já)

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Antología póetica de El Papus: Sor Angustias de la Cruz (Já). ECC Ediciones, 2014. Rústica. 27 x 18 cm. 96 págs. B/N. 9,95€

Estas últimas semanas se ha hablado mucho de El Papus, a próposito del negro episodio que le ha tocado vivir a Charlie Hebdo. En 1977 el semanario español sufrió en sus propias carnes la violencia fanática, en este caso de la ultraderecha, y con ello entró para siempre en la memoria de la transición del país, y en un ejemplo de lucha por la libertad de expresión y de prensa.

Sin embargo, y como tan frecuentemente pasa, creo que esa condición de símbolo y esa buena prensa que tiene se debe a que poca gente en España la recuerda ya. Para la mayoría es un nombre que no asocian a sus contenidos, y ése es el motivo de que se idealice y tanta gente hable de lo que le sucedió. Si su recuerdo estuviera más fresco, o si se publicara aún hoy, con toda seguridad sus responsables tendrían que aguantar constantemente lo mismo que ahora han tenido que soportar los autores de la Charlie Hebdo: las críticas constantes desde la derecha y la izquierda, las condenas llenas de moralina, las frases llenas de «peros».

Porque El Papus era una revista tremendamente bestia. No dejaba títere político con cabeza y atacaba de manera gratuita en muchos casos a las instituciones y pilares de la sociedad española de los setenta. Se pasó tres pueblos —y más— en muchas ocasiones, su abuso del destape le enfrentó a los movimientos feministas de la época, sus constantes chistes contra la extrema derecha hacían que cada dos por tres anduviera por la redacción algún prenda armado amenazando, y muchos de sus autores tenían ya una taquilla con su nombre en los juzgados de Barcelona. Y sin embargo después uno podía encontrarse con textos lúcidos, que analizaban la actualidad política con certeza, o con las páginas de Carlos Giménez, testimonio irrenunciable de la transición, pero también con páginas que se mofaban de la programación televisiva, de la ranciedad folclórica, de la modernidad, de los estrenos de cine americano… Fue una revista caótica, ácrata, y sin demasiados filtros, por lo menos hasta el año 1978, aproximadamente.

En su momento se los comían por los pies. Les caían palos por todas partes, de todo el espectro político y todas las capas sociales. La revista llegó a vender bastante, pero siempre tuvo críticas, por soeces, por irreverentes, por excesivos… Y también, como ahora sucede con la Charlie Hebdo, mucha gente se cuestionaba qué necesidad había, por qué, si sabían que les podían caer multas, cárcel y hasta bombas, eran tan brutos y se pasaban tanto con instituciones delicadas, además sin orden ni concierto: la burrada por la burrada. La respuesta para mí está clara: alguien tenía que hacerlo. En la gran comedia de la transición alguien tenía que cumplir ese papel, alguien tenía que ser no ya el bufón —ése podían serlo otras revistas satíricas—, sino el vándalo que arrasa con los límites de lo permitido, con esos cauces que tan bien describió recientemente Manel Fontdevila en No os indignéis tanto (Astiberri, 2013) y que gracias a que alguien hace lo que no debe en un determinado momento se abren un poco para que en lo sucesivo todos los demás, incluso los que criticaron la infracción, se beneficien de una libertad más amplia. Por eso pienso que los autores de El Papus además de ser unos gamberros que se reían de todo y se lo pasaban teta desfasando fueron también, en cierta forma, héroes y mártires de la transición. En sentido literal en el caso del portero Juan Peñalver, muerto en el atentado, y en sentido figurado si atendemos a la deriva editorial del semanario cuando entró en la década siguiente y quedó desfasada en esos tiempos más civilizados en los que fue El Jueves la que conectó con el público. En 1986, tras años de capa caída, El Papus desaparecía para siempre, aunque la mayoría de sus dibujantes siguieron trabajando en otras cabeceras.

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Me vais a perdonar que el preámbulo de esta reseña haya sido tan largo, pero es que El Papus se ha convertido en una parte importante de mi vida, dado que llevo varios años trabajando con ella —y con el resto de revistas de la transición— y consultándola con mucha frecuencia. Las sensaciones que me produce ver hoy las viñetas de Óscar Nebreda, del citado Giménez, de Ivá —el implacable y humano Ivá— y de , tal y como fueron publicadas y en su contexto histórico, son muy fuertes. Realmente me emociona que un puñado de autores se atreviera a tanto y fueran capaces, con todas sus contradicciones y errores, de enfrentarse la persecución judicial y a las amenazas de la extrema derecha con esa valentía, tal vez, admitámoslo, unida a la inconsciencia.

Por eso me alegró tanto la noticia de que ECC iba a lanzar una colección que recuperaría parte del material de la revista: Antología Poética de El Papus. A primeros de este año han lanzado la primera entrega, que ofrece una selección de una de sus secciones más brutas, «Sor Angustias de la Cruz» de Já. De todos los autores de El Papus bien puede ser el más cafre, el que menos límites se imponía. Es un dibujante inmediato, que no se preocupaba de nada relativo al dibujo más allá de que entendiera la acción. Influido sobre todo por Reiser, no era tan preciso y plástico como Ivá, con el que de alguna manera comparte escuela; Já es mucho más nervioso en el trazo, más feo, más caótico también, pero igualmente expresivo. En su sección más crítica, «Encuesta Papus», sacaba punta a la actualidad comentando una noticia de prensa sin cortarse, haciendo chistes de todo, incluyendo enfermedades crónicas, misnuvalías, pedofilia… Pero se notaba siempre que detrás de todo aquello había un espíritu que sufría con la injusticia y que necesitaba sacar la rabia que tenía dentro. Era una catarsis violenta que los lectores compartían, y de ahí procede su éxito. En «Sor Angustias de la Cruz», sin embargo, el objetivo es otro. No hay comentario crítico de la actualidad, ni análisis, ni chistes irónicos. No hay sátira en sentido estricto, sino un ataque frontal e indiscriminado a una institución religiosa: la monja de clausura, y el asilo de ancianos, el «cotolengo», como lo llaman las propias monjas en las páginas de Já. Ataque desproporcionado, visto con nuestros ojos, donde el comportamiento sádico de Sor Angustias y sus compañeras causa auténtico pavor porque hoy no estamos acostumbrados a ver escenas de maltrato a ancianos. Pero es algo que debemos entender en su contexto: Já estaba dando salida a una corriente anticlerical que, sin entrar en cuestiones de fe, había persistido subterránea desde la guerra civil e incluso más allá: recordemos, por no pensar demasiado, El Lazarillo de Tormes. En la España de los setenta la mayoría de la gente sabía cómo se las gastaban los curas y las monjas, tanto en los colegios como en los asilos: maltrato físico y psicológico, técnicas sádicas de control, robos, sisas, y doble moral motivada por el choque entre los impulsos humanos y un modo de vida que negaba la condición humana. Otra cosa, por supuesto, era lo que pudiera decirse en público. Por eso era tan importante que de repente alguien se atreviera a presentar una imagen como la de Sor Angustias, monstruo deforme pero no tan alejado de la realidad, alguien perverso en lo moral y en lo físico —el dibujo de Já es aquí esencial— que conectaba con la memoria colectiva de varias generaciones de españoles que habían sufrido en sus propias carnes la caridad cristiana de una Iglesia española acostumbrada a imponer el miedo en sus parcelas, desproporcionadamente grandes, además. Sor Angustias se entretiene torturando a los enfermos, robándoles sus pocas pertenencias o la comida que sus familiares les llevan a la residencia, o simplemente jugando juegos sádicos en los que, a cambio de su medicación, tienen que humillarse ante ella. Já no tiene límites, y valga un ejemplo: un juego consistente en golpear los trombos de las piernas de un anciano para que le suban al cerebro y apostar previamente por qué ruido emitirá el pobre hombre. También se divierte curando a los enfermos parodiando los poderes sanadores de Jesús o usando el brazo incorrupto de un santo —lleno de gusanos y moscas— en historias que suelen terminar con la muerte del pobre desdichado.

El lenguaje es especialmente agresivo. Más allá de insultos y blasfemias que también podían encontrarse en otras secciones y de la representación del lenguaje de la calle con su peculiar fonética, que es algo que compartía con Óscar e Ivá, la manera en la que las monjas se refieren a los enfermos es atroz. Se ensañan con ellos y con ssu enfermedades y los llaman «tísicos», «hijo puta de leusemico», «ulseroso, más que ulseroso» o «canseroso». No es una burla a los enfermos, pero el poco (nulo) tacto de Já desde luego puede ser hiriente, pero es necesario. No puede hacerse algo como «Sor Angustias de la Cruz» con guantes de seda. Y también hace falta la escatología, por supuesto. Los excrementos lanzados o derramados sobre los ancianos, fluidos vaginales disparados, visceras salpicando al lanzarse los desesperados viejos por la ventana para acabar con la tortura. El dibujo de Já convierte todo esto en un amasijo de rayas y manchas, pero aunque no tenga vocación realista, o precisamente por eso, la sensación de asco se acrecenta.

«Sor Angustias de la Cruz» hay que leera teniendo en cuenta su periodicidad: sus entregas no están pensadas para ser leídas del tirón y funciona mejor leído en varios ratos, porque mitiga la inevitable repetición, aunque Já se esfuerza en que las burradas vayan siempre a más, rizando el rizo. Hay que leer esto también en su contexto, y para ello se incluyen en esta edición dos textos, uno sobre el semanario y otro sobre «Sor Angustias de la Cruz», obra de Toni Guiral, editor de la colección, que son excelentes, en la línea de todo lo que escribe Guiral: ameno, riguroso, documentado e informativo. Son textos de lectura imprescindible para trasladarse a una época convulsa, de extremos que fueron limándose, tiempos salvajes en los que El Papus, en su mejor época —1976-1978, en mi opinión— cumplió una función irrenunciable. Y esta colección de ECC es un acto de justicia que repara uno de los granedes olvidos del cómic español.