Bahía de San Búho (Simon Hanselmann)

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Bahía de San Búho (Simon Hanselmann). Fulgencio Pimentel, 2015. Rústica. 19 x 26,5 cm. 176 págs. Color. 25€

En la primera historia de Bahía de San Búho, «Altered Beast», Megg busca a Mogg para que lo acompañe a una boda a la que ninguno de los dos tiene ganas o fuerza de asistir. Por supuesto, no lo hacen, pero acaban en la calle mirando una luna enorme bajo los efectos de la droga. Mogg le pide a Megg, con pasión de amante, no dejar nunca la droga. «Un año más», dice Megg.

En esta historia, que seguramente sea mi favorita de todas cuanto he leído de Simon Hanselmann, creo que se encuentra la clave de la serie: de la cochambre más decadente surge la más rara e inesperada poesía. Sucede más veces, en ocasiones gracias a las drogas y sus efectos alucinógenos, en otras a través de la introspección. Son momentos en los que Megg y Mogg son consciente de que están jodidos, pero no cambiarían su vida por nada, porque incluso en los momentos más negros hay un extraño vitalismo autodestructivo que lo impregna todo, incluso —o especialmente— las páginas más humorísticas.

Tengo la sensación que deliberadamente o no Hanselmann ha oscurecido un poco el tono de sus historias. Aún podemos encontrar páginas muy cafres y divertidas —«Romance» o «Laser Zone»—, por supuesto, pero todo se centra más en el lado oscuro de la juerga. Las vidas de Megg y Mogg, suspendidas en un vacío temporal, ancladas en torno al sofá de la casa en la que viven, no parecen tener horizonte. Por debajo del jarana estupefaciente y las gamberradas empiezan a asomar traumas y problemas mentales —Megg va a terapia, por ejemplo—, y empieza a quedar claro que no estan bien. Y sin embargo, hay una celebración de ese modo de vida que les permite vivir las cosas al límite, y que todo sea mucho más emocionante y excitante. No hay reivindicación, nunca la ha habido; todo es más complejo que eso. Es saber que algo te hace daño pero al mismo tiempo te proporciona lo único que hace que tu vida no sea una verdadera mierda. ¿Serían Megg y Mogg felices sin drogarse? ¿O serían tan grises como lo es Búho cuando está sobrio?

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Búho me parece el personaje clave de este libro. Ya era importante en Hechizo total y ahora mantiene el papel de vínculo con el mundo real: es el que paga las facturas y el único que intenta integrarse, tener pareja normal y un buen curro. Vive en la mediocridad absoluta pero en ella sería feliz. Por eso es verdaderamente terrible el maltrato al que lo someten los demás personajes, que, no obstante, lo hacen por su bien. Hay una inversión de valores ahí complicada y difícil de asimilar, porque, de veras, lo paso fatal con capítulos como «Curros», donde Búho encuentra trabajo para él y para todos sus amigos y éstos acaban destrozando la tienda de deportes donde iban a trabajar. Búho pierde el nuevo empleo y no puede volver al antiguo, del que se despidió. Y a pesar de todo, son sus amigos, y le dan alcohol y drogas con los que pasarlo bien. La sensación de que Búho está atrapado es opresiva y asfixiante, pero, además, se agrava porque sabemos que si se alejara de sus colegas conseguiría reinsertarse y entonces se convertiría en un ser humano —bueno, nos entendemos— aburrido y triste. Felicidad pequeñoburguesa y tibia.

Pero, claro, la alternativa que vemos en Megg, Mogg y el resto de secundarios —con Werewolf Jones a la cabeza— no es mucho más atrayente, al menos a largo plazo. Quizás es por esto por lo que me fascina la serie de Simon Hanselmann: no se adscribe a ninguna opinión. Casi no hay opinión, en realidad. No nos dice cuál es el camino, ni siquiera si existe uno. Parece decirnos, simplemente, que «así es la vida». Es una serie de veinteañeros para los tiempos que corren, sin juicios morales. En este libro, además, Hanselmann va añadiendo matices a las relaciones de los personajes. Pero en lugar de hacerlo a través de conversaciones trascendentales o grandes revelaciones, lo hace mediante la acción y los detalles, como vemos en uno de los mejores episodios, el flashback «High School», donde vemos reunirse al grupo por primera vez y qué relaciones tenían entre ellos. Sabiendo eso, uno puede jugar a imaginar qué ha pasado por el camino hasta el presente, y por supuesto puede de paso releer todas las historias a la luz de ese pasado. Todo es muy sutil, muy poco subrayado; es norma en Hanselmann no darse aires como autor.

Tampoco lo hace como dibujante. Su talento es intuitivo y poco cerebral, y no parece muy interesado en revolucionar el lenguaje del cómic. Ni falta que le hace, claro. Todo eso no es óbice para que Simon Hanselmann pueda considerarse un dibujante de cómics extraordinario, personalísimo y con una gran habilidad para plasmar la cotidianidad con sencillez pero sin aburrir jamás. De él destacaría, al margen de su capacidad para dotar de vida a los personajes, esencial en una serie (más o menos) costumbrista, su dominio del ritmo, que maneja sobre todo jugando con las elipsis y con el tamaño de las viñetas en los momentos justos, lo cual produce necesariamente un efecto en la lectura, ya que por norma mantiene una plantilla de tres por cinco viñetas cuadradas muy sólida. Otro punto fantástico es su visión del color y cómo se divierte con él en algunos momentos, especialmente en lo que se refiere a la luz. Y por supuesto, en una serie así, es importante saber mostrar gráficamente los efectos de las drogas, y aquí también está fantástico y perturbador, sin llegar a ser morboso.

Bahía de San Búho es, al menos en buena parte de sus historias, aún mejor que Hechizo total. Simon Hanselmann está consiguiendo convertirse en uno de los autores esenciales para entender el cómic de vanguardia tras la era de la novela gráfica.