El escultor (Scott McCloud)

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El escultor (Scott McCloud). Planeta Cómic, 2015. Cartoné con sobrecubierta. 21,5 x 15 cm. 496 págs. Bitono. 35 €

La adultez de una obra artística es una cuestión que plantea preguntas interesantes, y no siempre de fácil solución. ¿Se refiere a su contenido, o a su destinatario? ¿Basta que una obra sea calificada «para adultos» para considerarla adulta? ¿Puede una obra de género ser adulta? ¿O adulto conlleva no fantástico? El cómic, además, ha librado su propia batalla en este campo, con lo que todo se complica. Las palabras y el sentido que le damos importan, y durante demasiado tiempo hemos llamado «cómic adulto» a cosas que a duras penas pasarían ese filtro en cualquier otro medio artístico.

Empiezo con esta reflexión porque es quizás lo más interesante que me ha aportado El escultor de Scott McCloud, recientemente publicado en España por Planeta Cómic. Mi postura en las preguntas que planteo no es unívoca; pienso que es evidente que la etiqueta que se adhiera a una obra no la define como adulta, y que pueden realizarse obras plenamente adultas desde géneros fantásticos. No es una condición que venga definida por el realismo o, mejor, la verosimilitud de la obra, sino por otras cuestiones. Por eso pienso que en el cómic no se han dado tan a menudo como deberían obras de género fantástico que pudieran considerarse adultas, entendiendo por «adulto», con una visión madura y compleja, no maniquea, de los problemas de la humanidad, sean éstos los que sean, y una confianza en la capacidad de los lectores para entender su contenido sin subrayarlo.

El escultor tiene, creo, clara pretensión de obra adulta. Y no sólo eso, sino que también es ambiciosa: hay vocación de gran obra, como no podía ser de otro modo cuando el autor dedica tantos años a su realización y el resultado es una novela gráfica de casi quinientas páginas. El dibujo de McCloud tiene una intención funcional, en la onda de esa especie de línea clara americana que también practican autores como Dylan Horrocks. No se detiene en detalles, aunque su soltura se descuida algunas veces. Introduce el grado justo de caricatura para enfatizar emociones, pero de un modo frío, demasiado estudiado. Por momentos uno tiene la sensación de que está siguiendo sus propios libros teóricos para decidir cómo monta las páginas y relaciona unas viñetas con otras. El resultado a veces es tan forzado como en la página 137, por ejemplo. A mí, lo voy a decir ya, El escultor no me ha convencido demasiado, pero eso no significa que no me resulte interesante analizar este cómic y explicar por qué creo que no funciona a determinado nivel.

La influencia literaria de cierta fantasía urbana me parece evidente en el guión de McCloud. Hay, por ejemplo, cierto aire a Neil Gaiman. Pero el tratamiento nunca despega más allá del nivel que se maneja en determinados best-sellers del género. Es decir: se ofrece una historia atractiva, con gancho, con personajes, en principio, carismáticos, y un dilema que apunta a lo universal en el que se espera que cualquier lector pueda verse reflejado. Pero no hay una verdadera profundidad en ninguno de estos elementos.

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En cierta forma, tengo la sensación de que el problema con muchos cómics que se pretenden adultos es que en realidad parten de un sustrato juvenil. Es decir, en lugar de construir algo nuevo, se toma el modelo del cómic para adolescentes y se le añaden detalles, matices, o a veces capas completas, para hacerlo asimilable por un lector que pase de los veinticinco años pero esté inmerso en la cultura fan que ha rodeado a ciertos cómics. Aquí, huelga decirlo, no estoy juzgando en ningún caso la calidad de las obras. Hablo de otra cosa: de cómo nos acostumbramos a que The Sandman  fuera el estándar del cómic adulto. McCloud, como otros autores, por generación y bagaje cultural proviene de esa tradición de cómic independiente americano que, en realidad, estaba produciendo obras que no distaban tanto del mainstream. Pienso en Stan Sakai, por ejemplo, y sobre todo en el citado Horrocks, que creo que guarda muchos puntos en común con el McCloud de El escultor.

Así, plantea puntos de partida y premisas que, si no si se comparte esa tradición, son difícilmente asumibles. No estoy hablando del argumento en sí de esta obra. Lo increíble no es que, David, un joven escultor frustrado, llegue a un pacto con la muerte —falta de originalidad al margen— para obtener la habilidad sobrenatural de moldear materiales con sus propias manos, sino todas las alambicadas explicaciones del pacto y de los motivos por los cuales la muerte tiene el aspecto y la personalidad de su tío abuelo Harry, y cómo se comportan a partir de ahí los personajes respecto a ello. David, responde a una construcción de personaje obvia, maniquea y cualquier cosa menos adulta. Lleno de extremos y de opiniones absolutas, o de costumbres que, en la vida real, serían vistas como síntomas de sociopatía: todas sus reglas y promesas: ¿qué tipo de persona funciona así? Es el tipo de rasgo exagerado que funciona en un personaje de ficción donde el género impone estereotipos, pero que, si se pretende ir más allá, naufraga, porque es totalmente inverosímil.

También lo es su relación con Meg, empezando por la manera en que se enamora de ella simplemente porque tiene que hacerlo, porque así funcionan las ficciones. Hay un chico, aparece la chica, y se enamoran, ¿qué otra cosa puede pasar? De acuerdo en que aquí, al menos por parte de ella, sucede poco a poco. Pero la actitud de él, la manera en la que se comporta hacia ella, responden a una óptica claramente masculina y heteronormativa: El escultor puede leerse como una male fiction casi de manual, y eso ha sido, seguramente, lo que más me ha apartado de la obra. El mensaje que arroja el cortejo de David es que si perseveras lo suficiente, si insistes con la mujer que quieres, al final obtendrás recompensa. Por supuesto, la manera en la que McCloud presenta esto no es intencionadamente machista; él es un autor inteligente. Y diría que también progresista. Por eso todo es más complicado. Meg no es una mujer florero porque el hombre progresista no quiere eso exactamente, no busca una esposa fiel y sumisa que se quede en casa. Quiere una mujer por supuesto guapa según unos estándares muy claros, inteligente, con chispa, con algo de rebeldía, con carácter —pero no demasiado—, suficientemente culta como para apreciar el talento de su pareja. Y ésa es Meg. Si tiene un cierto «lado oscuro» es porque eso resulta atractivo. Un punto de excentricidad, de locura, para entendernos, en un personaje chispeante siempre funciona… de nuevo, si nos movemos en los límites de la ficción conservadora. Meg, al final, es un personaje que se subordina por completo a los deseos de David y, como el ángel que simula ser cuando lo conoce, se dedica a ellos y deja de tener entidad propia, si es que la tuvo en algún momento de la trama. Acepta sin más todo el follón en el que se ha metido David por su ansia de triunfo y, en lugar de enfadarse porque en esas circunstancias se acercara a ella con intenciones amorosas, lo apoya y se esmera no sólo en que cumpla su objetivo, sino en que sus últimos días sean maravillosos. De la misma forma en que se viste con un fetiche tan insoportablemente obvio como una falda de colegiala y calcetines altos y le prepara una pérdida de la virginidad de ensueño que no sale nunca del guión de los tópicos —eyaculación precoz incluida en cuanto ella le toca el miembro—, Meg es siempre lo que David necesita que sea. Nos hemos acostumbrado tanto a esta dinámica de roles de género en la ficción que está casi completamente interiorizada y, por tanto, invisibilizada. No me extrañaría que hubiera quien ejemplificara con Meg la existencia de personajes femeninos complejos e interesantes en el cómic. Incluso el desenlace de El escultor —ojo, que obviamente sigue un spoiler importante— demanda el sacrificio de la amada para que el héroe cumpla su misión y alcance la gloria antes de morir.

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La búsqueda de David permite a McCloud introducir su comentario sobre el arte y su mercado, que no son necesariamente lo mismo. Incluso aunque él declare que no es su intención, es algo que me parece evidente que está dentro de la obra y su discurso. Hay una idea interesante: el talento no siempre es suficiente para triunfar. Pero esa idea, a partir de la cual podría haberse desarrollado cierta crítica al capitalismo y a los valores neoliberales, deviene demasiado rápidamente en una visión estereotipada y bastante autoindulgente, llena de lugares comunes sobre los críticos como artistas frustrados, el excesivo mercantilismo de las galerías, la falta de implicación personal de los artistas, que ya no tallan en piedra, y en definitiva, cómo todo el mundo tiene la culpa menos uno mismo, que es irse al otro extremo de la lógica capitalista que exculpa al sistema del fracaso personal. Al final, el problema es que es todo tan conveniente, tan unívocamente interpretable, que las conclusiones son demasiado simplistas: David es el mayor artista del mundo, pero el mundo es demasiado tonto, interesado o ciego como para apreciarlo.

Tampoco yo como lector me he creído nunca el talento de David. Quizás sea porque McCloud no dibuja sus esculturas de un modo que realmente transmita esa genialidad. Son esculturas normales, convencionales, inconexas estilísticamente, dibujadas además con el mismo dibujo funcional que todo el cómic. La escultura gigantesca que realiza como legado al mundo tampoco impresiona ni nos resulta significativamente bella, pero su análisis es interesante: no es casual que el artista deje de lado la abstracción y su escultura definitiva sea una obra figurativa de canon clásico, que lejos de aportar algo nuevo reincide en valores tradicionales y, además, es una obra sin distancia alguna, fruto del amor y no de la reflexión intelectual y/o artística. Es decir, una obra que refleja los valores esenciales para David, y para McCloud, entiendo, dado que admite rasgos autobiográficos en El escultor. Por eso al final se revela como una obra estrictamente sentimental, donde el autor ha buscado expresamente «romper el corazón del lector».

Por supuesto, la obra tiene sus virtudes. Para empezar, incluso viéndosele todos estos problemas, no es difícil leerla del tirón, con cierta curiosidad por saber cómo se van desarrollando las cosas. Incluso aunque uno no se termine de creer lo que está pasando, es una historia con gancho. McCloud puede ser de dibujo frío y el estilo que ha escogido puede quedarse corto para mostrar muchas cosas, pero no puede negarse que sabe hacer fluida la narración y no desbordar la capacidad de atención de los lectores. Sin embargo, difícilmente llega a cubrir sus pretensiones. No hay una reflexión verdaderamente profunda, ni se plantea una situación compleja, sin salidas fáciles ni verdades absolutas, que es lo que creo que debería caracterizar el arte adulto. McCloud nos sitúa en un nivel en el que no podemos admitir determinadas mecánicas. Podría haber realizado una obra juvenil con cierta garra, como fue Zot!, pero al intentar ir más allá se ha topado con todas las limitaciones del cómic de género. No, los personajes adultos  no se comportan como David y Meg. Ni las obras verdaderamente profundas se quedan en un nivel tan superficial ni recurren como ésta a mecanismos de manipulación emocional tan básicos.