Lo que (me) está pasando (Miguel Brieva)

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Lo que (me) está pasando (Miguel Brieva). Rústica con solapas. 21 x 27 cm. 112 págs. Bitono. 18,50€

Empiezan a proliferar los cómics que tratan la crisis del sistema de un modo u otro. Bueno, entendedme: más que proliferar, han empezado a aparecer, aún con cuentagotas, obras que se interesan por la política y la sociedad. Es normal, siempre sucede en las crisis, pero el cómic sólo ha estado en condiciones de albergar reflexiones sobre la cuestión desde hace relativamente poco tiempo. Con el auge del cómic de autor llegaron nuevas temáticas y nuevos enfoques personales, pero mientras las cosas han ido más o menos bien la corriente mayoritaria era mirarse hacia dentro. Ahora que pintan bastos, el impulso es diferente, pero no tanto: mirarse hacia fuera. Es decir, examinar el papel de uno mismo en el contexto de las cosas y entender por qué hemos llegado a donde lo hemos hecho.

El despertar de la conciencia política en el cómic ha dado ya obras interesantes y alguna maestra —Nos os indignéis tanto de Manel Fontdevila, por ejemplo—, pero sobre todo ha servido para que el comentario de actualidad no sea coto exclusivo del humor gráfico. La novela gráfica, de largo recorrido, ofrece herramientas diferentes, como más espacio para la reflexión, frente a la viñeta, que tiene que ser por necesidad un disparo certero. Por eso había interés en ver qué tenía que decir alguien como Miguel Brieva en un cómic de más de cien páginas.

Brieva es un autor inteligente, con discurso matizado y reflexivo, que rara vez toma el camino fácil en su trabajo gráfico para mostrar las trampas de un sistema cuya perversidad va más allá de una crisis económica puntual. Como sucede con la obra de Marcos Prior, la de Brieva mira a las causas más que a las consecuencias; ambos saben que el problema es más complejo que cambiar de partido en el poder. El sistema es más que eso, y si no se observan todos los frentes, apenas se rascará la verdad.

No sé si Lo que (me) está pasando pretende llegar a eso tan abstracto que llamamos verdad, pero si parece querer, al menos, denunciar, explicar, y tal vez aliviar, ofreciendo un espejo a los lectores en el que mirarse, aunque, acertadamente, la mirada sea oblicua: en una interesante entrevista realizada por Rubén Lardín el propio Brieva define el género de su tebeo como «realismo social mágico». Es muy esclarecedor.

En efecto, Brieva mezcla el mundo minuciosamente real, la España de hoy, con las visiones o alucinaciones de su protagonista, Víctor. El dibujo de Brieva mantiene un perfil idóneo para esto; no hay grandes sorpresas ni nos impresiona nunca, pero su estilo detallista, que se aplica en dibujar todo, cada elemento y cada rastro de roña, nos pone los pies bien firmes en el suelo de nuestra realidad. La parte mágica de ese realismo que dice practicar se dibuja exactamente en la misma frecuencia que el resto, con el mismo blanco y negro y con unos toques de naranja que, en mi opinión, no aportan demasiado. Su trazo blando y esa forma de dibujar a las personas como seres normales y corrientes, y hasta vulgares, sin exageraciones anatómicas más allá de algún punto caricaturesco menor, lo acercan a cierto alternativo de raíz clásica —siempre me ha recordado sobre todo a Bryan Talbot— y también encaja con lo que que quiere contar, porque estiliza lo justo, sin pasarse.

El punto de partida es inevitable: un joven de 32 años, licenciado, al que la sociedad había prometido que su vida sería otra cosa, enganchando un curro precario tras otro, sin expectativas vitales, con todo el tiempo libre del mundo para caer en la abulia y en cierta depresión poco dramática, cotidiana, porque hasta en eso es gris Víctor. Lo que no veo inevitable es que a este arranque le acompañen un puñado de lugares comunes y subrayados obvios que, sinceramente, me han sorprendido en un autor inteligente como Brieva. Respecto a los primeros, puedo entender que, simplemente, funcionan. Por eso se utilizan tanto, claro: la historia de amor, nunca consumada, el adyuvante mágico, aquí un hombre invisible que sólo Víctor puede ver, y el papel de las drogas, legales e ilegales, como desencadenantes de todo el mundo alucinatorio de Víctor, incluyendo una mascota de anuncio que funciona como su conciencia gamberra y desinhibida. Es un recurso que como digo hemos visto mil veces —sin ir más lejos, sucede algo muy parecido en Soufflé de Cristian Robles, que he leído hace muy poco—, pero cumple su función como vehículo de lo que Brieva necesita contar. Más allá de eso, están los énfasis innecesarios… Bien está que la mascota que se le aparece a Víctor se llame Aparicio, pero ¿era preciso explicarlo? Da la impresión, en ocasiones, de que Brieva duda de sus lectores como no duda en sus trabajo cortos, como si temiera que alguna cosa no quedara del todo clara.

Por otra parte no renuncia al humor que le es tan natural, ese humor algo distante, de fondo, más de contexto que de gag. Hay en Lo que (me) está pasando mucha ironía, aunque sutil, especialmente al tratar los temas de actualidad, muchas veces a través de los medios de comunicación y su papel en la crisis, como propagadores de las mentiras balsámicas del gobierno y como altavoces de los intereses económicos de las multinacionales. Ese tono ligeramente sarcástico que tan bien se combina con la mezcla de realidad y alucinación se disuelve en la parte final del libro, precisamente cuando el binomio entre real / imaginado se vuelve loco.

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El mayor acierto de este cómic está en su punto vista. Gracias al narrador diegético —el propio Víctor— y a la narración fragmentada que permite el formato de diario, nunca sabemos si lo que vemos es real o no. Al principio, por supuesto, parece que lo tenemos muy claro, porque el tono costumbrista predetermina lo esperable. Pero, como se nos dice muy pronto, al final de un sueño: «… el marco mismo que delimita la realidad desaparece por completo». Y a partir de ahí, ¿cómo saber dónde está lo real, cuánto hay de farsa, cuánto de magia y cuánto de locura? Parece que Víctor habla con personajes imaginarios, pero tal vez a la que imagine sea a esa psicóloga de nombre tan conveniente como Aparicio: Milagros. Incluso cuando parece que abandona la ambigüedad que tanto necesita este tipo de relatos persiste en ella: cuando el hombre invisible que ve Víctor ataca a la policía para permitirle liberar a sus amigos parece que se demuestra que es real, pero ¿cómo saber que no es sino otra parte de sus alucinaciones? De hecho, es a partir de entonces cuando todo se desmadra y cuesta separar ficción de realidad: también para el propio Víctor.

Que esto se maneje bien y mantenga la coherencia interna del relato no impide, sin embargo, que la profundidad con la que se pueden tratar sus temas se resienta un poco, pienso que por el lastre de cargar con los lugares comunes que mencionaba antes y por lo estereotipado del discurso de algunos personajes, como el empresario o el padre de Víctor. Sí me parece interesante y hasta cierto punto original cómo se imbrica en la crítica económica el alegato ecologista, cuando el barrio entero se une —y los emperdedores se empoderan mediante la lucha— para frenar la destrucción de un parque, víctima de la gentrificación y la especulación inmobiliaria.

En cualquier caso, donde sí es efectivo es en mostrar que toda crisis es personal, que las consecuencias de las políticas neoliberales no se quedan en las grandes cifras, sino que destrozan la vida de gente con cara y nombre. En esa miseria abúlica que tantos viven ahora en España, pueden estar las semillas de la revolución, aunque, seguramente, Brieva es más pesimista que eso; así parece indicarlo el agridulce final de esta novela gráfica que supone un intento loable de abordar una temática compleja desde un punto de vista incómodo, aunque se quede a medio camino.