Chapuzas de amor (Jaime Hernandez)

Chapuzas de amor

Chapuzas de amor (Jaime Hernandez). La Cúpula, 2015. Rústica con solapas. 17,2 x 22 cm. 128 págs. B/N. 14,50 €

Hay al menos dos formas de enfrentarse a Chapuzas de amor. Puede leerse de manera independiente, como un relato de amor maduro que mira a la infancia para explicar los enigmas del presente, y en ese nivel funciona perfectamente. Pero también puede leerse en el contexto más amplio de toda la obra de Jaime Hernandez, esa obra inmensa, monumental, que no tiene igual en la historia del cómic contemporáneo. Chapuzas de amor es la culminación de la historia de Maggie Chascarrillo, esa saga río que Jaime ha desarrollado desde hace treinta años, con la que prácticamente fundó —junto a su hermano Beto— el cómic independiente americano y vertebró la búsqueda de algo que no culmina, pero sí continúa, la novela gráfica.

Jaime Hernandez se ha convertido, si es que no lo ha sido siempre, en uno de los grandes clásicos del cómic americano, libre de modas y tendencias. Tanto que, como escribió Santiago García, se ha podido quedar un poco solo en lo que hace, eclipsado por la revolución Ware y todos los renovadores del lenguaje del cómic que le siguieron. Jaime ha seguido fiel a sus principios y su revolución es silenciosa. Ha seguido mejorando en el dominio de todas las herramientas a su disposición, poco a poco, superando etapas y marcando el ritmo de una saga emocional construida sin prisas, a base de saltos temporales, de elipsis bien administradas y una construcción de personajes que, sencillamente, no ha sido superada. En ese modelo propio Jaime ha alcanzado la perfección. El juego de miradas, de silencios, las relaciones entre los personajes, matizadas con el peso de los años, que se siente en toda su magnitud en cada viñeta, en cada conversación… Reno le dice a Maggie: «Quieres volver a romperme el corazón, ¿eh? ¿Robaste mi primer beso y ahora vas a robarme el último?» Maggie se queda sin palabras, pero en la viñeta inmediatamente posterior Reno se arrepiente y dice simplemente: «Es coña», y Maggie ríe y lo abraza aliviada, pero ambos saben que algo hay. Y también lo sabemos los lectores. Y esas cosas que no se dicen pero que están son las que definen, finalmente, el tono magistral de Jaime.

Ese dominio de la narrativa y la palabra va estrechamente ligado, si es que no son parte de lo mismo, al dibujo. De verdad, lo de Jaime Hernandez no es de este mundo. Empezó ya muy arriba, en los inicios de Love & Rockets, pero ha alcanzado una síntesis casi perfecta,donde no falta ni sobra nada, en ninguna viñeta. Cada una de ellas es, en su engañosa sencillez, una pieza valiosísima. Me he sorprendido, durante la lectura, parándome en muchas de ellas, no necesariamente las más llamativas, hechizado por las líneas de Jaime, por su uso de la mancha, por las expresiones humanas que logra, por el uso justo y medido de la caricatura. Miro, por ejemplo, la página 19, y me pregunto cómo podría hacerse eso mejor. Es imposible.

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Pero además Chapuzas de amor es historia, en su sentido más amplio. Y la historia duele, aunque también reconforte. Hay un sabor agridulce en las últimas andanzas de Maggie, que tras años de dar vueltas se reencuentra con Ray Dominguez en una situación que desde el principio sabe a última oportunidad. Alrededor de ellos orbita el reparto de Locas, o lo que queda él, porque aquí, como en la vida, la gente va y viene. Calvin, hermano de Maggie, Reno, Ángel, Viv… El protagonismo coral siempre fue uno de los puntos de más interés de Locas, porque permitía la divergencia, las historias paralelas y los recesos.

Y, por supuesto, ahí está también Hopey Glass, durante buena parte del libro convertida en una presencia lejana, un eco del pasado y de los tiempos gloriosos. Da lo mismo que no lo fueran: el pasado siempre parece más brillante que el presente. En Chapuzas de amor Hopey tiene tres momentos clave. El primero sucede cuando Reno, encendiendo un cigarro, le dice a Maggie que algo ocurrió «en la cumbre de tus días con Hopey». En primer plano tenemos el rostro maduro —avejentado— de la propia Maggie, contrastando. De inmediato, nos vienen a la cabeza ecos de aquellas aventuras de dos jóvenes punkis que iban a tope y que vivieron algo parecido a un romance, pero ahora… como vemos más adelante, Hopey tiene pareja y busca donante de semen. Tiene relación con Maggie pero parece distante, y cuando insinúa problemas de pareja, pide a Maggie que se quede al margen. No hace falta más, no hace subrayar eso más allá del rostro de Maggie cuando cuelga el teléfono. Ése es el terreno donde Hernandez reina con su deliberada ambigüedad. Y por eso, cuando en el último capítulo al fin vemos a las dos juntas, con todo ese peso de los años sobre ellas pero aún amigas, nos impacta como una bola de demolición, sin importar si conocimos a ambas hace dos años o hace veinte.

Y ese pasado es, en el fondo, el peso con el que cargan todos los personajes. Los buenos tiempos y los malos tiempos. Los secretos familiares que ahora, al fin, salen a la luz en los recesos que Jaime se toma en la historia, «Browntown» y «Vuelve para mí», ambos durísimos, desoladores, con momentos que golpean en lo más íntimo, se sea seguidor de la saga o no. Temáticamente siempre ha sido su hermano Beto el que se ha asimilado con el realismo mágico hispanoamericano, pero Jaime tiene algo que lo emparenta con el movimiento de un modo más oblicuo: el uso de la violencia. Es un rasgo más de la vida, algo que nos sobrevuela y que, en el momento más inesperado puede estallar y cambiar la historia. Hay concretamente tres momentos en Chapuzas de amor, dos de ellos paralelos, que marcan la vida de Maggie, sin que ella llegue a saberlo.

Esos paralelismos entre pasado y presente son la base sobre la que Jaime construye una poética de lo cotidiano sutil, libre del énfasis discursivo del que abusan novelas gráficas recientes como El escultor de Scott McCloud, donde el naturismo de los diálogos refuerza no sólo la humanidad tridimensional de los personajes, sino también la manera en la que el lector recibe los sucesos más inverosímiles de la trama, que los tiene: no en vano estamos ante el gran melodrama del cómic occidental. Es un melodrama que aprovecha la estructura de serie por entregas y que, seguramente, no sería posible en los mismos términos si Jaime trabajase por novelas gráficas cerradas. La teórica Ana Merino ha lamentado en ocasiones, precisamente, que el auge de la novela gráfica va en detrimento de una narrativa seriada que permite un desarrollo distinto de los personajes, con más profundidad. Lo que ocurre es que, en realidad, esas posibilidades nadie las ha llevado jamás a las cotas alcanzadas por los Hernandez, que además siguen a lo suyo, ajenos a tendencias del mercado.

Lo que sí es cierto es que Chapuzas de amor es la cumbre de ese modelo, y la cumbre de una saga que si Jaime decidiera abandonar ahora no necesitaría ni una coma más. El último capítulo, además de una lección escalofriantemente perfecta del uso emocional de la elipsis, no podría ser más íntimo ni cerrar mejor el círculo de Maggie Chascarrillo. Hacía mucho tiempo que un tebeo no me provocaba las sensaciones que me ha provocado éste.