Llavaneres (Arnau Sanz)

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Llavaneres (Arnau Sanz). Edicions de Ponent, 2015. Rústicas con solapas. 17 x 24 cm. 108 págs. Color. 19 €

Arnau Sanz, sin hacer mucho ruido, ha ido acumulando ya una producción nada desdeñable en los últimos años. A sus fantásticos fanzines —Tito, por ejemplo— suma el 50% de uno de los tebeos  grapados de Apa Apa, Nacatamal y una novela gráfica larga, Albert contra Albert. Su nueva obra es Llavaneres, de nuevo con De Ponent, y hasta cierto punto sigue la línea de la anterior al practicar cierto tipo de memoria personal difusa, vaga, que no está tan interesada en contar una verdad objetiva, unos hechos, como en recrear sensaciones y hablar de cuestiones íntimas. Éste es el motivo de que su estilo de dibujo, igualmente indefinido, funcione tan bien. Con su manera tan suelta de dibujar se refuerza la idea de que lo que vemos no es tanto una fotografía del pasado como una construcción mental. Los rostros de sus monigotes son conscientemente imprecisos y los escenarios son en muchos casos simples masas de color, un color de lápices de colores vivos y planos, que recrean un mundo infantil pero también icónico y simbólico.

«No sé cuánto hay de realidad y cuánto de imaginación en este libro», confiesa la voz narradora hacia el final del mismo. De esta forma Sanz reconoce muy inteligentemente que ha entrado en el terreno de la autoficción, que es, en el fondo, la única forma totalmente sincera de afrontar la propia biografía infantil —lo hemos visto, hace muy poco, en la soberbia El árabe del futuro de Riad Sattouf—. Y más cuando gran parte del relato, centrado en la relación con su primo Nacho, transcurre durante las vacaciones de verano infantiles, que son un terreno bastante inseguro si se trata de contar la verdad. No sólo por el tiempo transcurrido desde entonces, sino porque el verano es casi un estado mental alterado en sí mismo, en el que la cotidianidad se abandona y se descubren muchas cosas nuevas. Los veranos infantiles, y más si se viaja a algún lugar donde pasarlos, suelen estar llenos de «primeras veces» y ritos de paso. Conoces gente nueva, o ves a personas que no ves durante el resto del año, como le sucede a Arnau con Nacho. Esas relaciones son especiales: en cierto sentido, nunca conoces a alguien mejor que en verano. Pero también es cierto decir que en verano no conoces a la gente de verdad. Es el momento de ser otra persona, libre de las rutinas y del conocimiento que los demás tienen sobre ti. Y más allá de eso, los largos hiatos en el tiempo, y más a estas edades, son importantes.

Por eso una de las cuestiones más interesantes de Llavaneres es la sensibilidad con la que está tratada la relación entre ambos primos. De un verano a otro Nacho va cambiando, y Arnau se siente cada vez más lejos de él. No entiende qué pasa porque, por supuesto, él cree ser la misma persona. Los silencios y las renuncias son aquí cruciales, aunque el relato nunca cae en la amargura ni en la cursilería, precisamente porque cuando no se sabe qué decir, se opta por no decir nada. La voz narradora bascula entre la reflexión desde el presente y la retrospección más descriptiva, pero nunca cae en reflexiones ampulosas o discursos manidos. Hay mucho más que adivinar entre líneas en este cómic de lo que se dice explícitamente.

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La aparente ligereza de Llavaneres, que parece escapar deliberadamente de la densidad narrativa de otras memorias en cómic, no oculta su carga emotiva: sólo evita subrayarla innecesariamente. Porque en realidad está lleno de escenas importantes, que tal vez cuando suceden no se ven como tales, pero que la mirada adulta sabe interpretar. Como decía antes, el verano es terreno abonado para esto, y la memoria personal de Arnau es en cierta forma una memoria colectiva, y no sé si universal: la piscina en la que nadar todo el día —con un tratamiento de la figura humana verdaderamente impresionante—, los partidos de fútbol épicos e interminables, la tele, las escapadas nocturnas para picar algo de comer, el descubrimiento del sexo —sutil, casi elíptico, hermoso—, los paseos por lo desconocido.

Sólo a través del recuerdo y la ficción podemos volver al pasado, parece decirnos Sanz en el final de Llavaneres. El tiempo pasa, los escenarios de nuestra infancia se nos arrebatan —en este caso, debido a que la casa familiar se vende—, los seres queridos fallecen. Algo queda siempre, y por eso el final no es en absoluto amargo: pese a todo, Arnau y Nacho siguen siendo primos, y en esa confesión final de Nacho parece atisbarse una nueva fase en la relación, tras el mutismo adolescente, una relación adulta que no tiene por qué ser peor o menos intensa.

Porque el pasado no está idealizado aquí. Es cierto que no hay malos recuerdos ni sucesos traumáticos, pero precisamente por eso me parece más meritorio aún que Arnau Sanz esquive la pornografía emocional como lo hace, y lejos de idealizar aquellos veranos arroje sobre ellos una luz desmitificadora que, sin embargo, tampoco cae en la ironía descreída. «Cada tarde echábamos partidos. / Partidazos. Intensos, duros,  salvajes. Épicos. / O al menos eso pensábamos nosotros. Realmente éramos cuatro niñatos sudando y gritando». Estas líneas definen muy bien el tono de Llavaneres. El pasado no es lo que vivíamos entonces, pero tampoco estuvo mal. Fue lo que tenía que ser entonces, y hacerse adulto no es renegar de ello, pero desde luego tampoco es vivir en un constante suspirar por la Arcadia perdida, algo a lo que, me temo, es muy dada nuestra generación. El equilibrio que sostiene Sanz entre ambos extremos desvela no sólo una sensibilidad infrecuente, sino una inteligencia como narrador inusitada.