Los Wrenchies (Farel Dalrymple) Sapristi, 2015. Rústica. 15×21,5 cm. Color. 304 págs. 22.9 €
Olweyez, uno de los muchos niños que pueblan el apocalíptico mundo de Los Wrenchies, cuando el resto de compañeros alaba su capacidad como inventor, afirma que “la destreza es un subproducto del trabajo constante”. No quiere que le otorguen ningún mérito a lo que hace, pues entiende que si ha llegado a tener esa habilidad es gracias a la constancia. Tal aseveración podría ser tomada como una sencilla línea de diálogo, sin más intención que la de dotar de personalidad al personaje. O, por el contrario, y dejándonos llevar tal vez por la (sobre)interpretación, deberíamos comprenderla como una denuncia del culto al talento y al mismo tiempo una reivindicación del esfuerzo. Pues bien, muestras similares hay muchas a lo largo de todo el extenso recorrido del nuevo tebeo de Farel Dalrymple, en el que se hace gala de una atmósfera manifiestamente confusa, que no deja muy claro hacia dónde avanzar o cómo lo quiere hacer. Para empezar juega a mezclar un conjunto de bien conocidas referencias del imaginario popular, de extracción literaria (Peter Pan), cinematográfica (Los goonies) o de los propios cómics (Los cuatro fantásticos). Tras combinarlas, desparrama el mejunje resultante sobre un tablero reconocible, deudor a su vez de otros creados hace mucho tiempo y transitados constantemente: futuros inciertos destrozados por la mano (o la mente) del hombre. Unos dirán que si heredado de Mad Max, otros que si de La carretera, alguno habrá que se acuerde de Matrix o de Los muertos vivientes. En fin, da igual, eso es lo de menos, porque Dalrymple, en su proceso creativo, aparentemente caótico, aunque, en realidad, siempre controlado, consigue dotar al resultado de entidad propia, y hasta de gracia. Casi desde el inicio, y durante buena parte del relato, sobrevuela la lectura un sentido del humor personal, pero efectivo, que funciona como una confesión de que aquel escenario espeluznante no hay que tomárselo tan en serio como aparenta. No es casualidad, por lo tanto, que en Estados Unidos se venda para ese grupo de lectores conocido allí como young-adult, o sea, para un público de edad indefinida que ya ha superado la adolescencia.
La primera pista de esta obra la hallamos en “Fotogloctica”, una historieta corta del propio Dalrymple que apareció por primera vez en 2008 en la antología Meathaüs SOS (donde también colaboraban Brandon Graham, Jesse Moynihan o Dash Shaw, entre otros muchos). De hecho, el preámbulo del presente libro (en el que se presentan a los hermanos Presley, Orson y Sherwood) está casi calcado de aquel breve cómic -incluido aquí como epílogo-, no solo en contenido sino en fuerza y espíritu. Unos atributos que se aprecian igualmente en It Will All Hurt, su cómic digital, accesible en Study Group, que va ya por su sexta etapa (de marzo de este año), y cuyo progreso ha corrido paralelo al de Los Wrenchies.
Centrémonos en este último. El arranque es enérgico y de fuerte carácter, contagiando a los capítulos inmediatamente siguientes. Página tras página no dejan de revelarse nuevas sorpresas, nuevos héroes, al tiempo que se conforman un conjunto de realidades alternativas que se entrecruzan con ritmo. Descubrimos al principio una fábula que bebe de muchos géneros (superhéroes, ciencia ficción, fantasía), hermanados aquí con astucia, con referencias metalingüísticas (el eterno cómic dentro del cómic) que prometen y momentos y elementos argumentales muy interesantes: cada uno de los miembros del grupo de críos que da nombre al tebeo, miembros de una banda resistente, posee su propio carácter y su propia habilidad, como los clásicos súper-grupos; habitan un planeta devastado en el que los únicos adultos son zombis, u hombre sombra, cuyo tacto acaba con la dicha y la juventud (“¡No dejéis que os toquen! ¡os deprimirán!”, advierten); existe sobre ellos una amenaza constante, según la cual, cuando sean lo suficientemente mayores acabarán por atraparlos, crecer es una maldición. La presentación del científico, de clara inspiración kirbyana, o la del pequeño Hollis, que parece ser una de las claves del argumento, mantienen el interés, redondeado por una atractiva utilización de la acción, constante, por cierto, un diseño rico en detalles, sobre todo en la representación de la tecnología (los diagramas de los refugios subterráneos, por ejemplo), y una irreverencia que lo empapa todo.
Desgraciadamente, llegados a un punto en apariencia clave, cuando todo parece estar preparado para el salto final, la historia se hunde poco a poco, pierde el compás con el que había llegado hasta allí y se embarranca en una serie de plúmbeas e inacabables observaciones. A partir del quinto epígrafe, “La búsqueda”, momento en el que se iniciaba el camino hacia el enfrentamiento final, la narración se deshincha de forma escandalosa, volviéndose sumamente confusa, repetitiva y aburrida. Deja a un lado ese aroma irrespetuoso que tan bien le venía para ponerse serio a base de explicaciones y justificaciones. Se desaprovecha progresivamente toda la estructura levantada en la primera parte del tebeo, conduciéndolo hacia una decepcionante conclusión, no por lo que acontece sino por la manera como se ha llegado hasta allí. Parece como si a Dalrymple le hubiera rozado uno de esos mismos monstruos, de esos demonios con traje que él mismo ha creado, y le hubiera arrebatado su juventud, le hubiera obligado a madurar, en el peor sentido de la palabra, y a abandonar el país de Nunca Jamás.