Sangre americana (Benjamin Marra)

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Sangre americana (Benjamin Marra). Autsaider Cómics, 2015. Rústica con solapas. 208 págs. Blanco y morado. 19€

Benjamin Marra es uno de los autores más mencionados cuando se trata de describir el panorama de la small press norteamericana. Sin embargo, no se parece demasiado a casi nadie. Desde luego no guarda mucha relación con los DeForge, Jacobs, CF o Cardini que llenan sus cómics de formalismos alienígenas, al menos a primera vista. Pero sí tiene más que ver con gente como Johnny Ryan o Josh Bayer, ya que, cada uno a su modo, parten de la reinterpretación de géneros clásicos, cuando no de la réplica de cómics concretos, en tanto que objetos de consumo. Bayer, por ejemplo, redibujó punto por punto un viejo tebeo de ROM.

Marra hace algo distinto: dibuja tebeos, comic-books de malos materiales que son como números sueltos perdidos de series imaginarias, fragmentos de historias que no existen. Marra reinvidica la basura, como explica Santiago García en el excelente —y necesario— prólogo; abraza el trash no ya sin complejos, sino asegurando que los complejos los tienen otros. Para él, el contenido de Sangre americana —el tomo publicado por Autsaider Cómics en castellano que recopila varios de sus comic-books— es todo lo que el cómic debería ser, entretenimiento abyecto, cuanto más sórdido mejor, un lugar donde dar rienda suelta a los bajos institutos y sublimar los deseos inconfesables. Para ello, recurre a un estilo de dibujo malo, engañosamente ortopédico: sus personajes se mueven con torpeza, hinchados y rígidos. Hay algo del underground,  pero también del cómic americano de los años 50, no el de la EC —demasiado artístico—, sino el material de batalla que inundaba los quioscos intentando rascar unos cuantos dólares de la moda del cómic de crímenes. La violencia es tan frontal y explícita que resulta inofensiva; no asquea en ningún momento, pero tiene cierta cualidad al mostrar los disparo a bocajarro que recuerda a los Crime Does Not Pay de Charles Biro. Pero, temáticamente, Marra está más cerca de otras subculturas, las que mamó en los 80 y 90. Por ejemplo, la primera historia «Gansta Rap Posse», es una fantasía de poder protagonizada por un grupo de rap que se pasa el día follando, matando a músicos rivales y esnifando coca. Su «imperio de la droga» es un lugar literal que visitan para ver cómo va el negocio. Las autoridades no pueden hacer nada: los polis caen como chinches antes las pistolas de los raperos. Es todo tan exagerado que es imposible que nadie lea esto como una apología de la violencia y la violación, pero si canaliza parte del disfrute primario y culpable que este tipo de productos primitivos y básicos pueden deparar. Esa fascinación hacia el hombre negro —con connotaciones sexuales apenas disimuladas en las historias de Marra— se prolonga en «Lincoln Washington. Hombre libre» —sólo el nombre ya lo dice todo—, un superhéroe en el sur esclavista que tiene que enfrentarse a hostias a un grupo de palurdos ricachos del Ku Klux Klan y a la traición de una blanca que se siente herida al ser rechazada por Lincoln.

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«Maureen Dowd» maneja otro mito moderno, el de la mujer trabajadora, «liberada», que saca adelante su carrera pero al mismo tiempo no renuncia a su sex-appeal. Es una mujer que sabe ser sexy y letal, que no renuncia a la frivolidad y se pasa toda la historia preocupada por llegar a su cita con George Clooney, mientras pega tiros y prepara un artículo de profunda carga política. Esta historia es, quizás, la más floja del libro, en mi opinión.

«The Naked Heroes», en cambio, me ha divertido mucho. Es una pequeña pieza muy macarra en la que una pareja de músicos rockeros que viajan por una dimensión demoníaca se enfrentan a un peligroso demonio. No tiene mucho más, pero es divertida.

La historia más larga —ocupa cuatro comic-books— es sin duda la mejor de todas y es en la que Marra se acerca más a su intención. «Night Business» replica el argumento de una película tipo de los años ochenta ambientada en la noche de la jungla de asfalto, con sus chulos, sus pandilleros, sus putas y strippers de buen corazón y sus justicieros que buscan venganza. Los excesos están más medidos que en «Gansta Rap Posse» y el espíritu de esas producciones de serie B se capta perfectamente, de modo que supone una lectura divertida y muy sólida, emocionante, porque los personajes, aunque sigan siendo estereotipos, tienen cierto recorrido y se puede empatizar más con ellos. Es un tono más sobrio que se aleja de la simple gamberrada, pero alcanza cotas delirantes majestuosas. García escribe en su prólogo que leyendo «Night Business» se ha dado cuenta de que la banda sonora del Daredevil de Miller era un «saxo musculoso tocado por un culturista difuminado por el humo en la distancia». Y es cierto, aunque yo, junto al saxofonista, no puedo dejar de escuchar el sintetizador de un melenudo con mallas ajustadas y chaqueta de cuero tocando una balada de cuero y metal.

Esta ensaladas de rubias pechugonas con las tetas siliconadas y maromos con los musculazos dibujados con esa minuciosidad un tanto adolescente de muchos tebeos de superhéroes resulta refrescante porque, hoy en día, no hay nada ni remotamente parecido. Pero para valorar debidamente los esfuerzos y los resultados de Marra hay que ir más allá de eso. Esto no es un verdadero pastiche, ni desde luego se deja llevar por la nostalgia plomiza o la parodia de sal gorda que se queda no con lo que fue el pasado, sino con lo que hoy recordamos tras años de ironía —y pienso en ese proyecto totalmente fallido que es Kung Fury—. Marra parece decirnos, por el contrario, que los cómics de antes sí que eran malos. Y divertidos. Y esa diversión es la que recupera, aunque, como decía, hay que ir más allá. García acierta cuando dice que, en realidad, estos tradicional comics —como reza el nombre de su propia editorial— nunca existieron. Nunca ha habido tebeos así. Por eso, aunque Marra se aferre a lo primitivo, a lo natural¸ por supuesto no existe tal cosa en el arte, no de forma pura. Hay en su trabajo, aunque lo rechace, una intelectualización a través de la cual puede acceder a esa apariencia de pureza, y por esos sus cómics son genuinos, más allá de cualquier copia que pudiera hacerse de aquellos tebeos basura; copia que, en realidad, tampoco sería idéntica porque el público no la recibiría igual hoy.

Durante toda la lectura de Sangre americana he tenido en la cabeza una ilustración de Nacho García. Que algo tiene que ver con Marra, ahora que lo pienso. Se trata de aquélla que rezaba: «Maricones versus Putas. Ya en cines». En ese uso de tabúes, de todo lo que siendo niños habríamos querido ver en un tebeo, reside la verdadera autenticidad de estas historias que trasgreden como lo hace un niño, sin maldad. Y es que no puedo evitar pensar que lo pop está ya demasiado visitado, demasiado romo, demasiado expuesto para no ser ya un poco demasiado políticamente correcto. Es en lo trash donde aún pueden hacerse las cosas que hace Benjamin Marra.