Rituales (Álvaro Ortiz)

rituales

Rituales (Álvaro Ortiz). Astiberri, 2015. Cartoné. 17 x 24 cm. 128 págs. Color. 17 €

¿Qué es contar una historia «bien»? ¿Empezar por el principio y terminar por el final, atar todos los cabos sueltos, dejar a quien la recibe satisfecho? ¿O, simplemente, provocar respuestas, afectar al receptor, marcar una diferencia, por pequeña que sea, entre el antes y el después de la lectura? Si hacemos caso a lo primero, y a diferencia de las dos novelas gráficas de Álvaro Ortiz, Rituales no está «bien» contada; si asumimos lo segundo, entonces Rituales es la mejor obra de Ortiz hasta el momento.

Releo, antes de escribir este texto, la crítica que escribí sobre Murderabilia (Astiberri, 2014). Compruebo que en ella destacaba la habilidad de Ortiz para el relato más o menos clásico, y su necesidad de tener una sólida estructura narrativa en su cabeza y un tema claro antes de ponerse a dibujar. No es autor de autobiografía, y quizá no lo sea nunca. También escribí que, pese a disfrutarlo mucho, me dejaba la sensación de que lo mejor estaba por llegar.

En cierta forma entonces esperaba un salto, no tanto de calidad sino de cualidad. A veces ese salto tiene que ver con el compromiso con lo que se está contando, o simplemente con la edad del autor, pero creo que muchas veces, y éste ha sido el caso de Ortiz, tiene que ver con lo que pones de ti mismo en lo que haces. Esto no significa que en otros trabajos, por supuesto, no piense que haya puesto parte de él; claro que el trabajo está ahí, y las ganas de contar algo. Pero ahora veo una necesidad de contar, además, experiencias vitales, aunque estén codificadas. Y eso, unido a la manera en la que ha soltado el lastre de la historia «bien contada» —del mismo modo en que, al inicio de su carrera, se liberó del «buen dibujo»—, es lo que creo que explica por qué Rituales me ha gustado tanto.

En los anteriores trabajos de Ortiz había misterio, pero al final, de un modo u otro, éste se resolvía. Sin embargo en Rituales el misterio se va enmarañando a medida que tenemos más información; lejos de llevarnos a un final, a una solución, nos sumerge en una espiral. Cuanto más sabemos, menos sabemos. Lo consigue mediante capítulos breves, de extensión variable y sin título, que nos van presentando historias sucedidas en diferentes épocas y lugares: de la Italia de Caravaggio a los países nórdicos actuales, de Zaragoza a Barcelona, pasando por EE. UU. o África. Todos los fragmentos están vinculados, a veces de un modo evidente —a través de un mismo personaje—, otras más indirecto, pero siempre hay un elemento presente: el fetiche fálico que vemos en la cubierta. Se trata de un evidente símbolo de fertilidad, y por tanto del sexo, pero sin embargo parece estar más vinculado con la muerte que con la vida, a juzgar por todos los asesinatos que suceden a su alrededor… o, quizás, su existencia demuestra que vida y muerte no dejan de ser partes de lo mismo.

rituales_1

El adagio «escribe sobre lo que conoces» aparece tanto en Murderabilia como EN Rituales. Se trata de una preocupación central en la obra de Ortiz, que parecía incumplirlo conscientemente para ofrecer historias que no son, en principio, su experiencia vital directa. Pero en cierta historia de Rituales un novelista de género negro se marcha a vivir a Suecia para dotar de veracidad a sus historias. De un modo similar, Ortiz viajó a Roma y Malta para dibujar una biografía de Caravaggio. Esta biografía nunca la terminó, aunque parte de su documentación puede verse en este libro. Pero lo importante es cómo encontró el modo para imbricar en sus relato sus vivencias y, sobre todo, sus intereses y preocupaciones. En Rituales encontramos los temas que siempre le han interesado: los asesinatos, el misterio… y sus lugares favoritos para situarlos: el norte de Europa, EE UU; pero, al mismo tiempo, aparecen ciudades españolas reales que siempre había esquivado con una deliberada deslocalización de sus relatos. Y aparece él mismo, en un viaje a Malta, convenientemente ficcionalizado. Sigue hablando de su generación, de chicos y chicas de su edad, pero ahora se cuela la realidad del momento, en esos relatos de estudiantes que comparten piso, trabajadores precarios que tienen que emigrar forzosamente o volver a casa de sus padres. Ortiz parece haberse dado cuenta de que para hablar de uno mismo no es precisa la autobiografía, y, de algún modo, eso parece haberlo liberado. Por eso, entre otras cosas, Rituales es su obra que más he disfrutado. Todo está más pulido, mejor dibujado, mejor escrito, y la estructura fragmentada le permite no contar más que lo que quiere contar, sin escenas de transición o rutina necesarias en un relato convencional para mantener la coherencia. Aquí, cuando un personaje ya nos ha dicho todo lo que nos tiene que decir, desaparece hasta nueva orden. Se puede ir al grano, y el lector, lejos de perderse, se ve enganchado a un carrusel de historias que parecen llevar a algún sitio pero, en realidad, son un fin en sí mismo. Cuando no leemos para obtener la recompensa de un buen final —sorprendente, tranquilizador, moralizante o perturbador, pero siempre una clausura que sacía—, las posibilidades en la narración se multiplican.

¿Qué es ese muñeco de enorme pene? ¿Por qué hay tantos? ¿Es esa divorciada de tal historia la madre del chico de tal otra? ¿Qué pasó con el dibujante de cómics que fue a Malta? ¿Qué relación hay entre toda esa gente que sólo tienen en común su contacto perturbador con una de las encarnaciones de la estatuilla? Eso y, claro, a nivel extradiegético, ese excelente narrador omnisciente pero mentiroso, que cuenta rumores y verdades como si estuvieran en el mismo nivel de narración, que cuestiona la veracidad de los hechos y no nos da toda la información de forma clara y unívoca. En los resquicios para nuestra interpretación que nos deja, en las elipsis y los cortes entre cada pieza, se encuentra el mejor hallazgo de Rituales, que no sé si es la gran obra de Álvaro Ortiz —como dice Santiago García en la contracubierta—, pero sí pienso que es su primera obra verdaderamente redonda.