¡García! 2 (Santiago García y Luis Bustos). Astiberri, 2016. Rústica con solapas. 16 x 21 cm. 200 págs. B/N. 15 €
Hay cómics cuyo ritmo e intensidad te obligan a leer a toda velocidad, a pasar las páginas fijándote el menor tiempo posible en ellas para saber qué pasa a continuación. Esas obras, si el resultado está a la altura de la expectativa, suelen ser muy satisfactorias, pero siempre me piden una relectura más calmada antes de sentarme a escribir sobre ellas. ¡García!, de Santiago García y Luis Bustos es uno de los casos más claros que me he encontrado últimamente. Se lee en un suspiro, porque uno quiere, sobre todo, saber qué pasa, cómo se resuelve la trama de intriga política. En ese ritmo y esa absorción de los lectores influye obviamente la trama, pero también el aspecto gráfico, en el que Bustos —que en el segundo tomo se beneficia del volumen de páginas acumuladas: coge más soltura aún— consigue una fluidez total con esa especie de fusión ideal que ha conseguido entre el manga clásico, Kirby, Miller y el tebeo español. Pero después de esa primera lectura-atracón, también quieres recorrer de nuevo sus páginas, fijarte más en su dibujo, en sus detalles, reflexionar un poco. En este caso, además, me ha servido para releer los dos tomos seguidos, y comprobar cómo están perfectamente articulados: la cesura está justo donde debe, y el ritmo está muy medido. Todas las expectativas que genera esa última viñeta del primer libro quedan satisfechas. Pero también me ha servido para madurar algunas ideas al respecto del segundo libro y del conjunto de la obra.
Por ejemplo, ha sido en esta relectura cuando me he dado cuenta de que en el principio de ¡García! está todo su espíritu: tras la primera secuencia, dibujada por Manel Fontdevila, la acción en el presente se abre con un imagen de la cruz del Valle de los caídos proyectando su sombra simbólica sobre el Madrid de nuestros días: es el pasado —construido artificialmente, consagrando una sola visión de España— afectando al presente. A partir de ahí, lo que tenemos es la historia de dos personas ingenuas en un mundo de cínicos, que saben cómo funcionan las cosas. Saben que esa sombra invisible está presente siempre, en todo lo que hacemos, en todas las decisiones que se toman. Al final de la obra, Barea y Aquilino —el antiguo idealista devenido en aparente reaccionario— reflexionan ambiguamente y asumen esa pervivencia del pasado. Lo dicen justo antes de que un estereotipado encargado de bar se queje con un «Si Franco levantara la cabeza» que hemos oído mil veces.
Antonia y García, decía, son dos ingenuos. La primera por su juventud. Ha estudiado Periodismo para cambiar las cosas, es de izquierdas, apoya al partido emergente, inspirado en Podemos, pero se topa con la realidad. Y la realidad es que su mentor, un maduro periodista de izquierdas, en el fondo no hará nada que haga peligrar su butaca. Tampoco su medio moverá un dedo en una dirección que haga peligrar el dinero institucional.
El caso de García es más complejo, claro. Porque su figura se articula en dos contrastes diferentes, pero estrechamente relacionados: es un personaje del pasado que choca con el presente, pero es también un personaje de tebeo que se ve inmerso en la realidad. Es de una pieza porque así eran los personajes de tebeo. Es de blanco y negro en un mundo lleno de grises morales. Ante el engaño de la gente en quien confía, García reacciona enarbolando aún más sólidamente sus principios. En el segundo libro descubrimos que él, en realidad, no es tanto un franquista como un hombre del pasado, que defiende unos criterios morales inquebrantables. Vale, lo hace a hostias, pero es que así se resuelven las cosas en los tebeos de toda la vida. Sin embargo, hay una transformación interesante: pasamos de verlo en violento contraste con la sociedad del presente —en una escena que me parece brillante y graciosísima: la boda de la pareja gay amiga de Antonia— a una adaptación que corre paralela al descubrimiento de sus capas: por ejemplo, en la escena en la que se combina su desconocimiento del presente con un vacile a Antonia, porque una cosa es ser del pasado y otra tonto. Su inicial desconcierto ante el presente y su posterior integración en él se simbolizan en el final de cada tomo: el primero termina con García rompiendo un móvil —rechazo a la tecnología de su futuro y ruptura con Jaime, que se lo proporcionó— y el segundo con él relajado, en la cama, mientras usa otro móvil, esta vez regalado por Antonia —aceptación del futuro, que ya es su presente.
Al fin y al cabo, tiene sentido esa transformación si nos damos cuenta de que García es un agente especial, un hombre entrenado —¿o creado?— para luchar, infiltrarse y adaptarse. Por otro lado, precisamente Santiago García y Luis Bustos juegan con la idea de que, en el fondo, las cosas no han cambiado tanto: García puede enseguida comprender este nuevo juego, en cuanto se da cuenta de que todo sigue estando movido por la ambición de unos pocos, que sencillamente no están dispuestos a ceder sus privilegios. La España de ¡García! no es exactamente la nuestra, aunque esté llena de citas a la misma, tanto argumentales como puramente visuales —hay guiños muy inteligentes—, e incluso, en una pirueta metarreferencial, a uno de los chistes gráficos más conocidos de Fontdevila; no digo cuál.
Como dije ya sobre el primer tomo, una de las cosas que me resultan más interesantes de ¡García! es cómo sus autores conjugan la trama de ficción y los códigos de género —y de cómic de género— con el comentario sobre la actualidad. Lo hacen sin sermones, sin soluciones sencillas: el mundo es un lugar complicado, y por eso personajes como Aquilino o Barea se descubren como secundarios interesantísimos. Frente a ese mundo de ambigüedad moral, está por ver si dos idealistas como Antonia y García podrán conservan sus ideales. Ojalá podamos comprobarlo pronto.