Turista accidental (Miguel Gallardo)

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Turista accidental (Miguel Gallardo). Astiberri, 2016. Rústica. 136 págs. Color. 14 €

Cuando se habla de la trayectoria de Miguel Gallardo, uno de los pocos precursores del cómic de autor contemporáneo que sigue en activo y con plena vigencia, se tiende a establecer diferentes etapas, pero, en realidad, creo que hay en toda su carrera una coherencia en cuanto a los temas e intereses infrecuente: en el fondo, Gallardo casi siempre ha hecho arte del yo. En cada momento histórico lo ha hecho como las circunstancias lo permitían, con los códigos que existían, pero también ha generado su propia forma de hacer las cosas, si bien el mercado no siempre ha estado maduro para ello: el caso de Un largo silencio (De Ponent, 1997) es paradigmático. Pero en Makoki, bajo el barniz underground, lo que estaban haciendo él y Mediavilla era hablar de sí mismos, de su vida y de sus rollos, de un modo tan directo como sólo la Anarcoma de Nazario igualaba.

En 2007 Gallardo ya no creyó necesario recurrir a ningún barniz de género o estilo para hablar de lo que más le importaba. En María y yo (Astiberri, 2007) se demostró, ahora sí, que el gran público estaba listo para recibir una obra como aquella. Se suele incidir en la dimensión temática de esta novela gráfica fundamental para subrayar su importancia histórica como desencadenante, junto a Arrugas de Paco Roca, de cierta clase de novela gráfica que trata sobre cuestiones relativas a la realidad social, pero tengo la sensación de que se obvian sus grandes hallazgos gráficos y narrativos: era impensable, antes de María y yo que un tebeo dibujado de forma tan espontánea, con trazos rápidos e imperfectos, tuviera tanta aceptación en el mercado español.

Lo bueno de Gallardo es que la crítica rancia no podía acusarlo de no saber dibujar: tras años como ilustrador de fama internacional, volvía al cómic teniendo muy claro lo que quería hacer: retazos de vida, plasmados de forma inmediata, con chispa y frescura, dibujando lo estrictamente necesario, y cada vez menos.

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Lo último que interesa al Gallardo de María cumple 20 años (Astiberri, 2015) o de este Turista accidental (Astiberri, 2016) es si dibuja bien o mal, poco o mucho. Ha convertido el dibujo en una caligrafía, y con ella es capaz de elaborar diarios a la misma velocidad que se precisaría para escribirlos sólo con palabras. Los criterios academicistas no se aplican: para analizar este libro necesitamos acudir a herramientas estrictament semióticas, porque se trata de comunicar. Aquí el dibujo es reducido a sus elementos mínimos, y cada objeto o personaje es puro icono. Si es preciso, el texto manuscrito toma el protagonismo; otras, las viñetas tradicionales dejan sitio a dibujos que ocupan toda la página, muchas veces apuntes al natural de personas que conoce. Uno puede imaginarse a Gallardo llenando páginas de sus cuadernos con la velocidad con la que aprendió a dibujar para María, sin miedo ni más preocupación que la de hacerse entender. Toques mínimos de color son la única postproducción que se permite, allí donde puede venirle bien para que el ojo del lector no se canse, diferencie planos o reciba sensaciones que el dibujo crudo no transmite del todo.

Con esos mimbres, Gallardo nos cuenta sus viajes por el mundo. Si el lenguaje narrativo de Turista accidental se lo debemos en gran medida a la necesidad de dibujar para María, su contenido se debe directamente al éxito cosechado con María y yo: el Gallardo que viaja a la República Checa, México, Japón o Málaga es un dibujante consagrado, reclamado por asociaciones, universidades y otras instituciones para hablar de su obra y su relación con María. Su mirada, no exenta de cierto etnocentrismo —tampoco pretende otra cosa— esquiva lugares comunes de los típicos relatos de occidentales en lugares exóticos a través de un recurso muy efectivo: el despiste permanente en el que vive Gallardo, que lo lleva incluso a aceptar dos ofrecimientos diferentes de dos personas llamadas Franciscos para dar dos ponencias diferentes en la misma universidad. Así, el asombro es permanente, porque todo parece nuevo, y al mismo tiempo se añade cierto componente de acción, porque muchas veces Gallardo tiene que correr para llegar a una cita o tomar un vuelo. De hecho, los aeropuertos juegan un papel central como lugares de paso, con códigos y protocolos muy marcados que, vistos bajo el prisma adecuado, casi parecen alienígenas. Y la mirada de Gallardo, siempre desconcertada, es perfecta para ello.

Por supuesto, ser despistado no significa ser ingenuo. En las páginas de Turista accidental también se destila cierta ironía sutil, nada estridente, pero que marcan otro nivel de lectura: pienso, por ejemplo en cómo en sus visitas a Alemania y EE. UU. sirven para introducir cierta crítica política, o en el capítulo dedicado a su propia ciudad de residencia, Barcelona, en el que denuncia el turismo invasivo y masivo al que se ha sometido a buena parte de la urbe.

Estos cuadernos de viaje, dibujados en el transcurso de varios años, no son complacientes ni con los lugares visitados ni con el propio viajero, y aunque nunca se cae en la displicencia, Gallardo lanza dardos propios de quien de joven fue tan destroyer como para parir las historietas de Makoki. Como decía al principio, a pesar de ese evolución tan significativa, el fondo es común: Miguel Gallardo sigue hablando de sí mismo y del mundo que lo rodea.