Crisálida (Carlos Giménez)

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Crisálida (Carlos Giménez). Reservoir Books (2016). Cartoné. 96 págs. B/N. 17,90 €

Juzgar el trabajo reciente de Carlos Giménez no es sencillo. No hablamos de un autor cualquiera; se trata de uno de los mejores y más importantes que tenemos. De hecho, su importancia trasciende a veces su calidad. Ante sus últimas obras, las reacciones han ido desde lo condescendiente —con sentencias del tipo «es un Giménez menor, pero es mejro que la mayoría de autores actuales»— a lo negacionista, con críticas que rechazan cualquier atisbo de opinión que apunte que estas obras recientes no son como las mejores del autor.

Pero, seguramente, en realidad Carlos Giménez ha llegado a un punto en el que lo que haga tenga más importancia por su significado dentro de la trayectoria del dibujante que por lo que aporte al panorama actual. De hecho, el análisis y encaje del papel de Giménez en la historia reciente no es un tema baladí, ni puede sustraerse de la crítica de su obra. Fue, en muchos sentidos, el primer autor. Fue un profesional que sirvió de bisagra entre dos mundos, pero con el corazón siempre en el que dejaba atrás, de un modo casi paradójico. De no ser por su propio impulso e inquietud, tal vez habría corrido la misma suerte que muchos profesionales de agencia que, una vez finiquitado el modelo de industria por encargo, se dedicaron a la ilustración o la pintura, porque, en fin, había que ganarse la vida y los tebeos eran simplemente un medio para ello. Muy pocos entonces veían sentido a dibujar un cómic si nadie se lo había pedido y pagado. Giménez creyó en el medio como vehículo de expresión personal, y sin referente alguno se lanzó a la realización de Paracuellos, Barrio y Los profesionales, sus tres series maestras, más proyectos cortos serializados, casi concebidos como novelas gráficas. Abrió una puerta mucho antes de que hubiera nadie más dispuesto a cruzarla.

Desde entonces ha pasado mucho tiempo. El fin del boom del cómic adulto y el cierre de casi todas las revistas fue para Giménez el fin del cómic tal y como él lo concibe: así lo afirma rotundo en las entrevistas y así lo explica en sus últimas obras. El motivo de que el pionero de la autobiografía en España tenga hoy menos influencia en las nuevas generaciones —a mi entender— que Max y Gallardo, también dos supervivientes de la siguiente generación que sí han sabido o podido seguir siendo relevantes, daría para un análisis demasiado complejo como para abordarlo aquí.

Lo que es indiscutible es que Giménez alcanzó hace mucho la categoría de maestro. Es un dibujante rotundo, expresivo y arriesgado, que no temió nunca el compromiso social ni buscó agradar. Y eso, en cierta forma, sigue intacto, aunque el autor haya renunciado a abanderar nada o a ser punta de lanza, en este último álbum, Crisálida. Se trata de una historia larga, la primera obra publicada por Reservoir Books, que también edita las recopilaciones de bolsillo de sus obras más importantes. Tras Pepe (Panini, 2012-2014), una obra irregular, que alternaba momentos de reiteración innecesaria con algún destello de genio —y con un final donde demuestra una sensibilidad hacia la muerte muy personal— y La peste escarlata (Panini, 2015), una adaptación libre de Jack London que aún no he podido leer, daba la sensación de que Giménez estaba más interesado en el pasado que en el presente. En el primer caso, desde la mirada amarga, mitificadora pero al mismo tiempo dolida, por el fin que tuvieron aquellos tiempos; en el segundo, retomando la adaptación de literatura de aventuras como motor creativo, algo que ya hizo varias veces en los setenta. Sin embargo, Crisálida rompe con todo eso y muestra a un Giménez que, por fin, mira de cara al presente, al autor que es hoy y no al que fue.

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Lo hace, no obstante, desde su visión personal, que ignora deliberadamente el cómic actual. Cuando le preguntan, contesta que no le interesa. Por eso en el prólogo afirma que en el cómic «se hacen tan pocos experimentos» y que «la rutina nos lleva a tener que ganarnos la vida cumpliendo siempre, o casi siempre, los mismos encargos». En un momento en el que hay más experimentación que nunca en el medio y que, al mismo tiempo, más difícil resulta ganarse la vida resultan sorprendentes estas afirmaciones, pero sólo si no entendemos que Giménez está hablando de su mundo, de lo que le interesa, del momento en el que escogió bajarse del medio, aunque siguiera dibujando tebeos porque es lo que le apasiona.

Eso es significativo: mientras otros autores de su generación, con visiones similares a la suya, abandonaron el cómic, Giménez ha seguido publicando. A pesar de las decepciones y los sinsabores, no guarda silencio. Y eso es lo que más me ha interesado de Crisálida: la sinceridad, la dureza, el monólogo sobre la realidad propia, que explica no pocas cuestiones apuntadas al principio de este texto. Giménez recurre a un recurso narrativo que maneja desde hace décadas: la proyección de sus vivencias en un alter ego. Lo hizo en Barrio o en Los profesionales, donde se llamaba a sí mismo «Pablo» —en Los profesionales, de hecho, el recurso se extendía al resto de personas reales que aparecían, como forma,  tal vez, de marcar una distancia con la realidad y decirnos a los lectores que había cierto grado de ficcionalización—, y lo ha hecho con el tío Pablo, un personaje que recupera en Crisálida, pero con una vuelta de tuerca. En esta ocasión, el tío Pablo crea su propio alter ego, Raúl, que aparece como amigo suyo. La obra se mueve así entre el monólogo de Pablo y las conversaciones de éste mismo con Raúl, en un doble juego arriesgado que Giménez salva a base de sinceridad y desnudez, porque en cuanto uno lleva leídas diez páginas ya entiende que es el modo mediante el cual Giménez puede contar lo que cuenta, una catarsis dura y dolorosa en la que puede hablar de la vejez, la depresión y el sucidio sin tabúes. Nos avisa en el prólogo —y si he aludido ya dos veces a él es porque su lectura es esencial— de que suscribe todas las opiniones de Pablo y Raúl. El aviso es innecesario, pero resulta interesante que Giménez haya sentido la necesidad de subrayar eso, al tiempo que abre la puerta a una pregunta de respuesta más complicada: si también suscribe las vivencias de Raúl.

El dibujante Raúl ha muerto. Se ha suicidado. Pero antes, mantuvo varias conversaciones con Pablo, al que ha dejado un legado de escritos que explican su muerte. Raúl le contó que, en realidad, empezó a morir hace años, cuando se dio cuenta de que las cosas estaban dejando de importarle. Dejó de tener ganas de vivir, dejó de ir a eventos, de ver a los amigos, de salir a la calle. Siguió dibujando y poco más. A través de su testimonio Giménez puede hablar de la vejez, la depresión, la enfermedad, la soledad, el último amor y, finalmente, el suicidio. El desengaño social y político, presente ya en las primeras obras de Giménez, llega aquí a un punto de no retorno. No sabemos si todas estas cosas que le han sucedido a Raúl forman parte de la biografía de Giménez, o sólo algunas, o sólo las sensaciones y reflexiones. Pero esa incertidumbre hace la obra aún más dura.

El dibujo de Giménez, como en Pepe, es directo y funcional. Se olvida de experimentos gráficos para centrarse en el texto, pero su maestría logra que nunca nos aburramos y leamos del tirón, eso es cierto. Es muy meritorio que Giménez evite el síndrome de los bustos parlantes con una obra tan discursiva, incluso demasiado discursiva: es casi un cruce de monólogos sin acción. Es un órdago peligroso, una jugada crepuscular de quien sabe que puede suplir casi todo con su experiencia y, sobre todo, con la rabia. Y sale más que airoso.

Llegados a este punto, creo que lo de menos es si Crisálida es un buen cómic, sea lo que sea eso. Su carga emocional, el impacto de ver a Giménez confesándose tan directamente como permiten los dos alter egos, la importancia de una obra así en su trayectoria, basada en la recuperación de la memoria, bien pueden trascender cualquier problema formal. A veces, una obra no tiene que ser necesariamente buena para ser importante. O, más bien, a fuerza de ser importante la consideramos buena.