La niña desdichada (Edward Gorey)


La niña desdichada (Edward Gorey). Libros del Zorro Rojo, 2010. Cartoné. 64 págs. B/N. 9,95 €

Se puede discutir si lo que hacía Edward Gorey (Chicago, 1925) era o no era cómic. El problema, si decidimos que no era cómic, es que tampoco encaja en ninguna otra categoría. Gorey amalgama en muchas de sus obras, y más concretamente en este La niña desdichada, diversas disciplinas. Por una parte, la ilustración de textos en la línea de Durero o Doré, recordando su estilo a la técnica de aquellos. O a la de los dibujantes de finales del siglo XIX y principios del XX de revistas satíricas como Punch, por ejemplo. Por otra, el poema infantil, casi una canción, ya que a menudo escribía pequeños textos en verso. Y por último, el cuento. El cuento macabro y absurdo a lo Roland Topor, claro, porque si una palabra describe a Gorey es esa, precisamente. Macabro. Cuando el humor hace presencia en sus obras, y lo hace a menudo, aunque sea de forma soterrada, nunca es un humor alegre, ni siquiera una válvula de escape para situaciones complicadas. Puede ser, eso sí, un humor absurdo, surrealista, pero lo más común es que sea un humor negrísimo con más posibilidades de atragantarse en la glotis del lector que de ser digerido. ¿Era esto cómic? Lean y juzguen, pero, por formato, yo podría imaginar perfectamente La niña desdichada serializada en un periódico. Otro tema ya es el tema.

La niña desdichada es una reformulación del relato de la huerfanita sufriente, un argumento que permite a Gorey practicar una crueldad extrema sobre las carnes de una tierna infante que pasa de la vida llena de amor de su bien situada familia, a ser vendida a un borracho desalmado que la obliga a trabajar en un ambiente abyecto y miserable. Por algún motivo, los niños son a menudo blanco de las obsesiones de Gorey, como demuestran esa pequeña maravilla titulada The gashlycrumb tinies o mismamente La bicicleta epipléjica, también editada recientemente por Libros del Zorro Rojo. Gorey aprovecha su inocencia y su incapacidad de defensa para presentar como inevitables todas las desgracias que se ciernen sobre ellos. Y el lector, consciente de ello, no deja de sufrir por ellos desde el primer momento, antes incluso de que la calamidad los alcance. De hecho, en La niña desdichada, encontraremos pequeños demonios semiocultos en las viñetas que anticipan el desastre, al parecer invisibles para los personajes pero muy visibles para los lectores.

A pesar del estilo de dibujo tan estilizado y particular –malsano, gótico, timburtonesco, aunque en realidad es Tim Burton quien sería goreico– y de lo absurdo y desaforado de las situaciones, hay en la obra de Gorey una mezcla de realismo y ficción que proviene, probablemente, de la semejanza de su trabajo con una obra de teatro y de sus protagonistas con actores de carne y hueso, pero también de su parecido con un guiñol -de nuevo Punch- y sus muñecos articulados. Los decorados, la puesta en escena en viñetas unitarias y de un mismo tamaño, los personajes, siempre dibujados de cuerpo entero, a una misma distaincia del lector, dan la sensación de estar representando el drama de la vida en directo. Si a eso sumamos algunos elementos, digámoslo así, sociales y victoriano-eduardianos, que aparecen en este La niña desdichada –la diferencia entre clases sociales, la revolución industrial materializada en fábricas y automóviles, el colonialismo-, la sensación de verosimilitud es demasiado intensa como para no resultar inquietante, especialmente si consideramos la falta de fe de Gorey en la condición humana. En el guiñol de Gorey, Punch -el personaje- no solo no resultaría finalmente triunfante, sino que camino de salvar a su hijo de ser cocinado por el Diablo, seguramente sería calcinado por un rayo.

Reconozco que hasta ahora había accedido a la obra de Gorey a través de recopilaciones de su trabajo (Valdemar ha puesto en la calle cuatro libros esenciales: Amphigorey, Amphigorey también, Amphigorey además y Amphigorey de nuevo), y la lectura de esta edición a cargo de Libros del Zorro Rojo, cuidada, delicada, elegante, ha supuesto una especie de redescubrimiento. Por su pequeño tamaño, que establece esa intimidad con la historia, por su calidad de reproducción, por la presencia de una única viñeta en las páginas impares y una línea de texto en las pares y el ritmo que se establece, pero sobre todo por la nueva dimensión que cobra esta pequeña historia al aislarla de las muchas otras que la rodeaban en la antología Amphigorey.

Si te interesan la miseria humana, la crueldad y el absurdo de vivir y disfrutas de la poesía macabra, ólvidate de una vez de Tim Burton y abraza a Gorey.

Enlaces de interés

Maestros del humor macabro: Gorey, de Óscar Palmer (1 y 2)
La casa de Edward Gorey
– Gorey en Youtube
– Gorey en Valdemar
La niña desdichada y La bicicleta epipléjica en Libros del Zorro Rojo