TNY: David Mazzucchelli

Continúa el repaso a los portadistas comiqueros de The New Yorker y nos topamos con un nombre de peso dentro de la historieta moderna, David Mazzucchelli. Un artista que ha querido ir adaptándose a los tiempos y ampliando sus horizontes artísticos. Es curioso comprobar cómo sus mejores trabajos, que a su vez son los más rompedores y vanguardistas por uno u otro motivo, son aquellos que realizó en colaboración con guionistas, Frank Miller y Paul Karasik para ser más exactos. Sus intentos en solitario, como Discovering America, Big Man o más recientemente Asterios Polyp, siempre han parecido un poco un intento de seguir la senda abierta por otros. A principios de los 90, Mazzucchelli se inspiraba en cómics independientes del tipo de Love & Rockets o Eightball para generar su propia revista, Rubber Blanket, donde aparecieron las dos primeras obras citadas. Ahora, a finales de los 90, Mazzucchelli se inspira para Asterios Polyp en Chris Ware y la tradición de la novela gráfica que este ha ayudó a fundamentar al comienzo de la década con Jimmy Corrigan. Se podría decir que Mazzucchelli lleva su papel de profesor de cómic a su propio trabajos, es decir, que trata de seguir sorprendiendo y encandilando a sus alumnos/lectores, pero en realidad no se sale de los modelos que ya están probados. Y por supuesto, está la cuestión de si, realmente, tiene algo que contar.

No sé muy bien a qué viene esta especie de diatriba que puede parecer incluso un ataque o un menosprecio a la obra de un autor que admiro y cuyo nivel artístico me parece notable. Puede que precisamente sea ese el problema. Un gran poder conlleva una gran responsabilidad, esperaba más de ti, y todas esas cosas. Pero al lío, porque aquí estamos para mostrar sus colaboraciones ilustrativas para The New Yorker, colaboraciones que comienzan inmediatamente tras la incorporación de Françoise Mouly como directora artística de la revista en 1993 y que terminan en… 1994. Todas ellas responden al estilo de Mazzuccchelli en la época, el «estilo rubber blanket» o «estilo Spiegelman», por llamarlo así, y resulta especialmente llamativa la primera de ellas por el eco que despierta en nuestra memoria a la luz de los hechos acaecidos más tarde en Nueva York. Lo que en 1993 podía interpretarse como la ola de calor (atención al termómetro rojo en el lateral izquierdo y al pelo y bañador a juego del muchacho salvaje) abalanzándose sobre la ciudad a finales de julio, nos recuerda ahora al funesto destino de las Torres Gemelas y sus ocupantes. La segunda portada recuerda más bien a una ritual celebración de la primavera en torno al tótem urbano que representa el semáforo, un ritual como fenómeno global, con las cintas de distintos colores trenzándose y los danzantes de distintas etnias (algo también patente en la portada anterior; a la luz de los comentarios de Max, podría tratarse de una imposición editorial). Y ojo a los edificios del fondo, que prefiguran ya las abigarradas ciudades de Santiago Valenzuela. Para la última de las portadas no se me ocurre otro comentario que «el otoño ha llegado al hogar de los neoyorquinos». Obsérvese cómo el neoyorquino que propugna la revista desde aquellos primeros números en los que el frac y la ópera eran tan a menudo protagonistas, sigue respondiendo al mismo modelo: hombre, blanco, amante del arte y el diseño, sofisticado, elegante y adinerado. No sé por qué, pero me imagino igual a Mazzucchelli.

¿Por qué no hemos visto más a Mazzucchelli en la portada de la revista? Ni idea. Al revés que en el caso de Charles Burns, el estilo y los temas de Mazzucchelli sí que casan con los de la revista, y aunque estas portadas no sean la bomba, no desmerecen del nivel medio en The New Yorker. Vean, vean…