El fotógrafo (Lefèvre, Guibert & Lemercier)


El fotógrafo (Lefèvre, Guibert & Lemercier). Sins Entido, 2011. Cartoné. 23 x 30,5 cm. 272 págs. Color. 30 €


En muchas ocasiones no es fácil revisar obras que en su momento nos parecieron enormes, inmensas. El tiempo transcurrido supone (o debería suponer) una maduración en el lector y una evolución en el medio. Lo que antes vimos como una obra maestra puede no dialogar con nuestro yo actual igual que con nuestro yo pasado, y la estructura de la obra puede haberse desmoronado bajo el peso de nuevas creaciones que ponen de manifiesto todas las fallas de aquella. Y afortunadamente hay casos, como sucede con El fotógrafo, en que una gran obra crece con el tiempo y se asienta como un hito que destaca entre toda la producción que lo rodeó en su momento.

Ahora que Sins Entido reúne un solo tomo, impresionante, los tres álbumes independientes en los que se publicó entre 2003 y 2006 la obra de Didier Lefèvre, Emmanuel Guibert y Frédéric Lemercier (y que en España publicó Glénat), y me atrevo a decir que este integral era necesario porque que aporta un empaque físico que realza la unicidad de la obra, no solo en el sentido de que cuenta una única historia, sino en el sentido de que esa historia es única. El nuevo formato, que mantiene el tamaño original, acaba de completar la obra.

El fotógrafo es una historia autobiográfica, el relato del fotógrafo profesional Didier Lefèvre y su viaje de ida y vuelta entre Pakistán a Afaganistán acompañando a una delegación de Médicos Sin Fronteras. Como decía, todo este periplo es una aventura única, y su serialización en tres tomos solo se entiende en base a las imposiciones del mercado, máxime cuando el primer tomo termina abruptamente cuando aún nos encontramos a mitad del camino de ida. Independientemente, los tomos originales no cierran ningún frente. Como libro completo, todo cobra sentido.

Hace poco hablábamos por aquí del último libro de Guy Delisle, uno de sus libros de viajes, y por supuesto salía también a colación el nombre de Joe Sacco. Siendo también un ejercicio periodístico y un libro de viajes, El fotógrafo no tiene absolutamente nada que ver con ninguno de ellos, ni en su forma ni en su fondo. Lefèvre, en la primera página, cuenta cómo se despide de sus allegados en París y toma un avión hacia Pakistán. Sabemos que es fotógrafo y que realiza el viaje por motivos profesionales, pero en ningún momento trata de explicar o justificar su viaje. Lo único que le interesa es contarlo. Tampoco hace falta que nos explique cómo era su vida antes del viaje, ni cómo fue después. De la lectura del libro se desprende que, como no podía ser menos, acaba siendo un viaje iniciático que trastocará su vida. Un viaje iniciático atípico en el modelo de ficción habitual, ya que el protagonista no es el héroe sino el escriba que recoge con el objetivo de su cámara el heroísmo y la ruindad cotidianos, sin gloria ni infamia, que le rodean. Aunque a la fuerza ha de consignar sus propias vivencias, lo hace de un modo distante, como si se viera a si mismo desde fuera. O desde detrás de una lente. Y de hecho, las muy abundantes fotografías que jalonan la obra son tanto la prueba de la veracidad de lo narrado como un mecanismo de desdramatización que nos recuerdan que esto no es una aventura de cómic, con sus giros, su intriga y sus emociones, sino una aventura a pesar de todo.

Gran parte del mérito de esta narración anti efectista también corresponde a Guibert, que ha sido quien ha adaptado a los requerimientos del cómic la historia del fotógrafo, igual que en La guerra de Alan adaptaba la historia de un soldado. Si el fotógrafo ya está haciendo su comentario sobre el mundo cuando dispara su cámara, El fotógrafo hace su comentario sobre Afganistán y sus gentes poniéndolos ante nuestros ojos en viñetas y fotografías, sin juzgarlos pero sin maquillarlos.



Como digo, Lefèvre y Guibert (y Lemercier, encargado del color y la maquetación) despliegan ante nosotros la verdad, una verdad en tiempo presente. Durante el viaje, Lefèvre padeció una hinchazón en las encías, pero se guarda de decir (lo sabemos por los textos del fundamental epílogo, donde se comenta la suerte de algunos de los protagonistas de la aventura) que acabó perdiendo 14 dientes. O que volvió a viajar otras 7 veces a Afganistán. O que de las 4.000 fotos realizadas durante este viaje solo se publicaron 6. Lefèvre murió en 2007, con tan solo 50 años, debido a una crisis cardíaca.

Hacia el final de su viaje iniciático, como no podía ser menos, Lefèvre llega a estar al borde de la muerte. La secuencia en la que se describe el hecho resume en 10 páginas el tono de toda la obra. Solo, de noche, en medio de la montaña y una intensa nevada, sin agua, el protagonista sufre un ataque de pánico y después se acurruca en unas mantas y se prepara para morir. Saca su cámara y dispara. “Que sepan dónde he muerto”. Saca su libreta y escribe unas últimas palabras dedicadas a su madre y a su novia, unas líneas tan asépticas que dan escalofríos. Durante toda la secuencia, las viñetas muestran sobre un fondo gris la silueta en negro del protagonista y su caballo. No hay primeros planos del rostro compungido de Lefèvre, no hay espectaculares dibujos que nos muestren su pequeñez frente al entorno natural. Solo siluetas acompañadas de textos descriptivos. Los autores tratan de minimizar la codificación de la realidad, y en este momento de auténtica intensidad, el que sería el momento cumbre en cualquier cómic de aventura, finalmente se despojan del dibujo y dedican cuatro páginas completas únicamente a fotografías, las fotografías que el fotógrafo toma desde lo que piensa que será su lecho de muerte. En la primera página de estas páginas hay dos fotografías de la silueta del caballo. En la segunda, una fotografía a página completa del mismo caballo. Y la tercera y la cuarta página, enfrentadas, están cubiertas por una única foto de un grisáceo paisaje montañoso, concluyendo el crescendo fotográfico con una imagen anodina. Porque así es la auténtica aventura, la que nos toca y nos cambia. Intensa en nuestro interior, pero casi siempre intrascendente para todo aquello y todos aquellos que nos rodean, invisible al ojo de la cámara.



Por supuesto, las presencia de muchas fotografías insertas en la obra, con forma y tamaño de viñetas normales, son una de las características que definen El fotógrafo. Acabar de entender cómo funciona dentro del cómic un código visual tan antagónico al dibujo como es la fotografía, es algo que se me escapa. No tengo la preparación necesaria para tratar este aspecto de forma analítica, pero lo que sí me parece claro es que El fotógrafo no está concebido como un experimento formal y no pretende abrir el cómic a la utilización de la fotografía. Y prueba de ello es el hecho de que, efectivamente, casi nueve años después de la publicación del primer tomo de El fotógrafo, aún no ha aparecido otro cómic relevante reutilizando este recurso. Porque la fotografía en El fotógrafo es parte indisoluble e ineludible de esta obra, una obra en la que el protagonista constantemente filtra la realidad a través de su cámara. Las fotografías están ahí porque eso y no otra cosa es lo que Lefèvre veía cuando miraba a su alrededor. Rayco Pulido usaba la fotografía en Sin título como un juego de espejos entre realidad y ficción. Cuando Art Spiegelman introduce algunas fotografías en Maus, está refrendando una realidad que él no conoció, y lo hace al final de la obra para no romper la ilusión construida a través de la iconicidad del dibujo. Lefèvre y Guibert pretenden casi lo contrario, da la sensación de que la historia comprendida en el libro, real, vivida en primera persona, es la que cuentan las fotografías, y que el dibujo, sintético y de base fotográfica, es el artificio necesario para darles continuidad narrativa.

No he hablado de aquello de el protagonista encuentra en su viaje. Del pueblo afgano, de su forma de vida, de la guerra afgano-soviética, de la labor humanitaria de Médicos Sin Fronteras, del compromiso y la entrega, del dolor, la mutilación y la muerte violenta aleatoria. Todo eso y más cabe en El fotógrafo, en sus dibujos y sus fotografías, y es lo que en última instancia da forma al viaje de Lefèvre y lo convierte en una experiencia vital de enorme valor humano que trasciende su propia persona.

Por todo esto, por mucho que yo cambie como lector y por mucho que nuevas obras se adentren en senderos inexplorados, no encontraré, no habrá otra historia como El fotógrafo. Por eso El fotógrafo es una obra maestra irrepetible.