LA NARRACIÓN GRÁFICA (extracto), de Roberto Bartual

Roberto Bartual acaba de lanzar un crowdfunding para editar La narración, gráfica, un libro basado en su tesis doctoral. Si estáis interesados en los aspectos teóricos e históricos del cómic, os animamos a realizar una aportación para que el proyecto se convierta en realidad, y para ayudaros a tomar la decisión hemos pedido a Roberto un pequeño adelanto de su libro, que presentamos a continuación. Quien prefiera descargar un pdf con el adelanto, puede hacerlo a través de este enlace.

1. LA NARRACIÓN GRÁFICA

I. ANTES DEL CÓMIC

Superman, Tintín, Mafalda, Mortadelo y Filemón… son quizá algunos de los títulos que a cualquiera le vendrían a la cabeza si nos pidieran citar ejemplos de cómic. Títulos muy relacionados con el imaginario adolescente y que probablemente son los que leíamos cuando teníamos esa edad. Sin embargo, si dentro de veinte años volviésemos a hacer la misma pregunta a alguien que haya sido adolescente durante esta segunda década del siglo XXI, es posible que la respuesta que dé sea muy diferente. Maus (fig. 1), From Hell o Persépolis aparecerán con toda seguridad entre los títulos mencionados; títulos cuyo universo simbólico está muy lejos de las clásicas fantasías de poder superheroicas o de las peripecias viajeras de aquel asexuado reportero belga y su perro; títulos que se atreven a abordar de manera directa temas tan complejos como el Holocausto, la moralidad y las relaciones de poder en la Inglaterra victoriana o la Revolución Islámica iraní; títulos que no solo impugnan el infantilizado concepto que el mundo académico y los medios de comunicación han tenido del cómic durante todo el siglo XX, sino que además ponen en tela de juicio cuestiones que van más allá del cómic como, por ejemplo, la veracidad del género biográfico (From Hell), los límites representacionales de la ficción (Maus) o la infranqueabilidad de las fronteras culturales (Persépolis).

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Fig. 1 – SPIEGELMAN, Art (1991) Maus II: A Survivor’s Tale, Nueva York, Pantheon, cubierta.

El cómic ha cambiado mucho durante las últimas décadas o, tal vez, como sugiere Santiago García, sea nuestra percepción del cómic la que ha cambiado (García, 2010: 21). En un nivel académico y artístico, pero también en el nivel de la opinión pública, el cómic tiene hoy en día una cierta pátina de respetabilidad. Difícilmente cualquiera que haya leído los títulos que citábamos antes podrá dudar que los autores de cómic sean capaces de narrar historias tan complejas como las que se pueden encontrar en una novela. Como medio, el cómic tendrá diferentes recursos de los que posee la literatura, pero está en igualdad de condiciones con ella cuando lo que se intenta es representar las contradicciones de la condición humana.

Que hoy pensemos de ese modo se debe a varias razones. Como medio, el cómic no siempre ha sido un vehículo de expresión socialmente respetable. Tradicionalmente se le ha considerado un “producto menor, marcado por la simplificación infantiloide, la exageración caricatural, la utilización del estereotipo y otras apreciaciones claramente reduccionistas”1 (Altarriba, 2008: 48), y aún hoy en día resurgen periódicamente las voces de quienes glosan las “superiores” virtudes de la novela, la pintura o el cine, en un intento de denunciar la simplicidad del cómic; caso más reciente en España, el de Vicente Molina Foix2 (Pons, 2009). Sin embargo, durante los años 60, un buen número de artistas empezaba ya a reconocer sin vergüenza la influencia que el cómic había ejercido sobre su obra y a defender su complejidad como medio y como sistema narrativo. Le Clézio, Orson Welles, Fellini o Wim Wenders fueron algunos de ellos (Marion, 1993: 1). Otros, como Alejandro Jodorowsky, fueron más allá y se atrevieron a iniciar una carrera como guionistas de cómics, cosa que también intentaría Federico Fellini ayudado del dibujante Milo Manara. Y, mientras esto ocurría, en esa tierra de nadie que separa el ámbito artístico del académico, Umberto Eco empezaba a dar los primeros pasos en el estudio semiótico del cómic con sus artículos sobre Superman y Snoopy (Eco, 1964).

Los medios de comunicación y, por tanto, la opinión pública, tardaron bastante más en reconsiderar la estimación que les merecía el cómic. Al fin y al cabo, llevaba siendo un producto de usar y tirar desde finales del siglo XIX. Cuando en alguna ocasión había conseguido abrirse camino hasta los titulares de un periódico, o bien fue porque los más conservadores habían abierto un debate político sobre los perniciosos efectos del cómic sobre la psique infantil (Wertham, 1955), o bien, porque desde el extremo ideológico opuesto, era considerado una pérfida herramienta capitalista para la colonización cultural de las masas (Dorfman y Mattelart, 1971). Durante los años 80 la visión que la prensa tenía sobre el cómic empezó a ser más positiva, aunque teñida siempre de una gran condescendencia. El dibujante y teórico del cómic Scott McCloud cuenta que, cada vez que un periódico publicaba un artículo sobre cómics, lo habitual era “incluir onomatopeyas o diálogos estúpidos en el titular” (McCloud, 2000: 86), dando como resultado cabeceras en las que era evidente que el cómic todavía no era tomado en serio:

¡Pum! ¡Blam! Los cómics son rentables. ¡Santo Himmler, Batman! ¡Un cómic sobre la Segunda Guerra Mundial!… Este tratamiento podría ser perfectamente adecuado si se hablaba de las ventas de fiambreras o ropa interior para niños, pero, por desgracia, si se hablaba de un cursillo o de una exposición de cómics, nos encontrábamos con el mismo tipo de comentarios (McCloud, 2000: 86).

En 1991, la concesión del premio Pulitzer a un cómic, Maus, señaló un punto de inflexión en el cambio de actitud de la prensa. Por vez primera, una institución periodística estadounidense reconocía públicamente el valor de un tebeo, y este en concreto desafiaba todos los clichés asociados con su medio: su estilo gráfico nada tenía que ver con la estética de colores chillones de los superhéroes y sus textos hacían uso de un lenguaje descarnado y directo. Sin embargo, lo más sorprendente de todo es que ni siquiera se trataba de una obra de ficción, ya que Maus relataba las experiencias de un superviviente de Auschwitz, el padre del propio autor, Art Spiegelman. Hacia 1993, sigue McCloud, la prensa había reconocido ya la dignidad que Maus había atraído para el cómic; es más, “muchos periódicos, revistas y emisoras de radio habían fichado al menos a un empleado que fuera aficionado a los cómics… ¡y ninguno de ellos utilizaba onomatopeyas en los titulares!” (McCloud, 2000: 87).

Desde entonces, la opinión pública siguió a la prensa en su afán de reconocer la validez del cómic como un objeto narrativo en sí mismo y no como una mera herramienta para iniciar al niño en la lectura (fig. 2). Lejos quedan los tiempos en que el paradigma del lector de cómics era un varón de entre quince y treinta años con especial predilección por las historias de superhéroes de hipertrofiada musculatura. Actualmente, las preocupaciones políticas y raciales (Palestina, Joe Sacco, 2001), la presencia protagónica de mujeres no-fetiche (Love and Rockets, Gilbert y Jaime Hernández, 1981-1996 y 2001-2007) o la homosexualidad (Stuck Rubber Baby, Howard Cruse, 1995) han dejado de ser temas excepcionales en el cómic para convertirse en la norma habitual. El cómic es un arte nuevo, lleno de excitantes posibilidades formales todavía no exploradas y, sobre todo, es un campo relativamente poco cultivado dentro del estudio académico, pues su historia, en tanto que vehículo artístico, apenas está dando los primeros pasos.

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Fig. 2 – HERNÁNDEZ, Jaime (1984) Love and Rockets, #15, Seattle, Fantagraphics.

O al menos eso es lo que nos dan a entender algunos trabajos sobre historia del cómic (Sabin, 1996; Gubern, 1972)… y, sin embargo, el cómic no es más que el último eslabón en una larga cadena de narraciones gráficas y visuales (usamos el adjetivo “gráfico” para referirnos solo al material impreso, pero hay ya narraciones con imágenes antes de la imprenta en otros soportes) en las que ha operado un proceso continuo de transformación. El último eslabón… o mejor dicho: el penúltimo, si consideramos la novela gráfica como un sistema narrativo distinto del cómic, cosa bastante discutible. Contar historias a través de un conjunto de imágenes es una práctica probablemente tan antigua como la historia del arte. Es posible encontrar narraciones de este tipo en los templos griegos, en la escultura monumental romana, dentro de los templos católicos de la Edad Media y, sobre todo, en las hojas volanderas estampadas que circulaban por Europa desde mediados del siglo XV. Algunos autores, como Román Gubern o Bill Blackbeard, han tratado de negar que el cómic y productos como estos, incluidas las “images populaires francesas de los siglos XVI y XVII o las aucas valencianas”, compartan una misma historia, bajo la pretensión de que todo intento de citar estos antecedentes del cómic “suele encubrir una mala conciencia cultural tratando de ennoblecer el origen histórico de los cómics” (Gubern, 1972: 13). Otros más recientes, como Roger Sabin, rendido ante la evidencia documental que desde los años 70 ha ido apareciendo, sobre todo en el terreno de la estampa, han reconocido el parentesco que hay entre el cómic y las narraciones visuales que lo precedieron, citando algunas de ellas, aunque apenas como mera curiosidad y sin tratar en ningún momento de estudiar a fondo los elementos estilísticos comunes con el fin de averiguar el porqué y el cómo de las narraciones con imágenes.

Pocos investigadores han dado la importancia que merecen a estas narraciones con imágenes previas al cómic. Uno de ellos es Santiago García quien, en su estudio histórico sobre La novela gráfica, recoge uno por uno los hitos fundamentales en la evolución del lenguaje narrativo pictográfico: los grabados de William Hogarth, los “cuentos en imágenes” del escritor y dibujante suizo Rodolphe Töpffer, los estudios fotográficos sobre el movimiento de Muybridge o las tiras cómicas de finales del siglo XIX, analizando seriamente la influencia de todos ellos en la novela gráfica contemporánea (García, 2010). Thierry Smolderen (2009) ha estudiado también estos mismos hitos en Naissances de la bande dessinée, si bien desde el punto de vista del análisis formal y centrándose en el siglo XIX, momento en el que empiezan a consolidarse todos los recursos gráficos narrativos que hoy en día asociamos con el cómic. Tanto el trabajo de García como el de Smolderen parten de dos libros esenciales que fueron publicados en 1973 y 1990, aunque no han empezado a aparecer con cierta frecuencia en las referencias bibliográficas de los estudios teóricos sobre cómic hasta la primera década del siglo XXI. Se trata de los dos volúmenes de la History of the Comic Strip escrita por el historiador de origen británico David Kunzle quien, animado por Ernst Gombrich, cumplió el deseo de este último por “rastrear la evolución que lleva desde los relatos en imágenes de Hogarth hasta los de Töpffer” (Gombrich, 1959: 302).

Estos dos volúmenes de Kunzle son, sin duda, el punto de referencia básico para cualquier historiador y/o teórico de las narraciones visuales anteriores al cómic, ya que en ellos reunió el catálogo más extenso de este tipo de narraciones publicado hasta la fecha. Sin embargo, la tradición de contar historias a través de un conjunto de imágenes no se limita al periodo estudiado por Smolderen y García. Aunque, para ellos, Hogarth (1697-1764) proporciona una base excelente para iniciar tan largo viaje (al fin y al cabo él fue el primer artista que intentó dotar a las narraciones gráficas de una autonomía visual completa, prescindiendo de explicar sus imágenes con textos), también es cierto que existen cientos de obras anteriores a Hogarth que también cumplen su papel en esta historia de la narración gráfica.

Kunzle rastreó los orígenes de la narración gráfica en el medio impreso mucho más lejos de lo que Gombrich hubiese podido imaginar, recopilando centenares de ejemplos, algunos de los cuales se remontan a la aparición de la imprenta en torno a 1450. Algunos impresores descubrieron que, debido a su fácil comprensión, las narraciones con viñetas eran un gran vehículo para hacer circular ideas religiosas, políticas o propaganda de cualquier clase. A este tipo de estampas, con viñetas alineadas en forma de tiras apiladas, Kunzle las denominó “tira narrativa”. Las tiras narrativas eran uno de los productos más comunes de entre los muchos que salían de las imprentas y talleres de grabado (fig. 3). Llegaron a ser enormemente populares, hasta el punto de que, cuando tenía lugar un ajusticiamiento en alguna plaza pública, los alrededores se llenaban de vendedores de tiras que abrían el apetito de los espectadores con narraciones de ejecuciones anteriores (las más célebres o sangrientas) o con relatos en viñetas sobre los motivos que habían llevado al reo a cometer el crimen, dando al comprador una útil lección moral sobre las cosas que no debía hacer si quería mantener intacto su cuello (Kunzle, 1973: 157-196).

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Fig. 3 – DE HOOGHE, Romeyn (1675) Aus Bruch der Damme, den 4-5 nov. 1675, La Haya, Koninklijke Bibliotheek.

Algunas de estas tiras guardan incluso un parecido sorprendente con el cómic actual. Por ejemplo, A True Narrative of the Horrid Hellish Popish-Plot, de Francis Barlow (fig. 4), no era una simple ilustración con viñetas diseñada para acompañar un determinado texto, caso de la tira holandesa de la fig. 3, en la que se ilustra en una secuencia de cuatro imágenes el relato de una inundación. A True Narrative se vendía en dos hojas sueltas y, aunque las imágenes también acompañaban a un largo texto, las tiras podían leerse de forma autónoma, pues cada viñeta contaba con textos de apoyo propios e incluso bocadillos (o, mejor dicho, filacterias) como en el cómic actual.

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Fig. 4 – BARLOW, Francis (c. 1682) A True Narrative of the Horrid Hellish Popish-Plot, página primera, Londres, British Museum.

Los parecidos entre la tira narrativa y el cómic no son únicamente formales, pues también tienen que ver con el papel que ambas narraciones han cumplido tradicionalmente en su medio social; básicamente, el de transmitir ideas morales tópicas (Kunzle, 1973: 3), el de servir como medio propagandístico y el de proporcionar un sustituto a la literatura barata. Estas tres finalidades tan poco “artísticas” han sido recientemente objeto de parodia por parte de Chris Ware, perfecto representante de una nueva generación de autores de cómic que están empezando a adquirir una conciencia muy clara de la existencia de estos “cómics anteriores al cómic” y de lo muy similares que eran el oficio del grabador y el oficio del dibujante de cómics en cadena (fig. 5). De ellos se esperaba lo mismo: proporcionar al lector un entretenimiento asequible y fácilmente olvidable que, aderezado con imágenes, pudiera leerse rápidamente y que, en la medida de lo posible, no cuestionara demasiado la ideología dominante.

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Fig. 5 – WARE, Chris (2005) “Nuestra historia del arte”, en Catálogo de novedades ACME, trad. de Rocío de la Maya, Barcelona, Random House, 2009. (p. 7) [Extracto]

La obra de Kunzle nos proporciona numerosos ejemplos de narraciones gráficas anteriores y posteriores a Hogarth que fácilmente podemos relacionar con el cómic. Sin embargo, Kunzle no se detiene a analizar las características formales de estas obras; no detalla qué recursos, qué técnicas visuales usan los grabadores para que el lector pueda comprender el sentido que tiene la sucesión de las imágenes. Es decir, no se ocupa de su “lenguaje”. Lo que nos proponemos en estas páginas es, en primer lugar, ampliar el estudio de la narración gráfica más allá del terreno cubierto por Smolderen y García, remontándonos al origen de la imprenta. Pero, por otro lado, también queremos introducir al lector en las características formales de estos diferentes modos o “especies” de narración gráfica, con el fin de proporcionar una perspectiva general de su evolución y con vistas a un futuro volumen sobre el “lenguaje” de la narración gráfica.

Y es que el “lenguaje” de la narración gráfica ha sufrido innumerables cambios a lo largo de su historia hasta llegar a convertirse en lo que hoy conocemos por el nombre de cómic. La mayor parte de esos cambios formales han sido consecuencia directa del cambio tecnológico y de las exigencias editoriales. Por ejemplo, antes de la aparición de la litografía era difícil estampar texto dentro de la viñeta (a no ser que se hiciera en sobreimpresión usando tipos móviles), ya que las planchas estaban hechas de cobre y para grabar texto en ella había que cincelarlo al revés. La plancha litográfica, en cambio, no se cincela; se dibuja sobre ella con un material graso, lo cual permite escribir fácilmente sobre ella. El resultado: con la aparición de la litografía, las narraciones gráficas empiezan a incluir bocadillos, expresando los pensamientos y opiniones de los personajes, y permitiendo a los artistas dramatizar y “poner en escena” sus narraciones, de un modo parecido a las representaciones teatrales.

Según cambia la tecnología, el formato y el objeto social de las narraciones visuales, van incorporándose a estas nuevos rasgos estilísticos y nuevos recursos narrativos, los cuales iremos desgranando a lo largo de estas páginas en un intento de ofrecer una perspectiva lo más completa posible de la tradición narrativa en la que se inserta el cómic: una breve historia formal de las narraciones gráficas.

II. LA NARRACIÓN GRÁFICA

LA NARRACIÓN GRÁFICA Y LA ESPECIFICIDAD DEL CÓMIC

¿Qué nos justifica a estudiar el cómic dentro de esa antigua tradición que acabamos de describir, la tradición de la narración gráfica? En primer lugar, su interés artístico. Por muy lejanas y diferentes al cómic que hoy en día nos puedan parecer las tiras narrativas, algunos autores de extrema importancia como Robert Crumb o Alan Moore están volviendo la vista atrás en sus últimas obras (El Génesis ilustrado, Lost Girls), recuperando recursos estilísticos y modos narrativos propios de la tira narrativa renacentista y del barroco, o de las estampas secuenciales de William Hogarth. Otros autores, como Sfar, Chris Ware o Daniel Clowes, apelan a modelos más recientes, pero también remotos desde el punto de vista del lector de cómics actuales, como pueden ser los “cuentos en imágenes” de Töpffer, en el caso de Sfar; o de antiguos formatos de cómic de “usar y tirar”, como la página dominical o la tira diaria, en los casos de Ware y Clowes, respectivamente.

Casi es posible hablar de una  nueva tendencia creadora en el cómic que, en lugar de echar la vista atrás hacia su pasado con fines nostálgicos, lo hace con el fin de buscar en él recursos que, después de mucho tiempo en desuso, pueden ser reutilizados para revitalizar el “lenguaje” del cómic. En cierto modo podríamos decir que el pasado del cómic es su futuro, y esto es algo que, gracias a Kunzle, están empezando a tener en cuenta algunos académicos como el ya citado Santiago García, Thierry Smolderen (Smolderen, 2009) o David Carrier (Carrier, 2000), en cuyos estudios se identifica al cómic como el más reciente escalón evolutivo dentro de una larga tradición de narraciones visuales (visión que compartimos también aquí en este libro).

Considerar el cómic como un tipo más de narración gráfica (pero no la única posible) tiene sus ventajas: al situarlo en su debido contexto, el cómic se nos revela como un medio narrativo muy diferente a la literatura o al cine; no solo porque sus mecanismos de narración sean distintos, sino porque implica una forma de representar el tiempo y el espacio totalmente diferente. La diferencia esencial entre la narración secuencial tradicional (literatura, cine, teatro) y la narración pictográfica estriba en que las primeras son lineales y la segunda, no. Cuando leemos un libro o vemos una película seguimos una secuencia de palabras o de planos. Estos expresan unidades de tiempo que se suceden, a veces cronológicamente, otras veces dando saltos a lo largo de la línea temporal, pero sin permitirnos nunca volver atrás. Cierto es que podemos volver al comienzo de un capítulo cuando queramos o retroceder pistas en un DVD, pero después de hacerlo tendremos que retomar irremediablemente la secuencia. Al leer una novela o al ver una película no podemos estar en dos puntos temporales al mismo tiempo.

Las narraciones gráficas, desde las tiras narrativas del Renacimiento hasta el cómic de hoy en día, presentan un concepto totalmente distinto del tiempo; un concepto similar al que el filósofo Boecio atribuyó a Dios en Consolatio philosophiae, quien posee la capacidad de ver pasado y futuro de forma simultánea en un “eterno presente” (Boecio, c. 524: 316). Esta misma “secuencia temporal simultánea” que servía de base teórica para El Aleph de Borges es una realidad en las narraciones gráficas y, entre ellas, en el cómic. Sus implicaciones estéticas y filosóficas son bien distintas a las que encierra nuestra manera “habitual” de ver el tiempo, es decir, nuestra tendencia a considerarlo un flujo lineal constante en un solo sentido y dirección. Cuando vemos una película, lo que ha ocurrido en escenas anteriores depende en buena medida de nuestra memoria: el pasado está siempre ausente de la imagen. En las narraciones gráficas, en cambio, la representación del tiempo presenta un aspecto como el de la fig. 6.

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Fig. 6 – WARE, Chris (2008) “Programa de proyecciones del club Cinefamily en el Silent Movie Theatre de Fairfax Boulevard”, Hollywood, Los Ángeles, Octubre-Noviembre, 2008.

Este “micro-cómic” es, en realidad, una condensadísima adaptación de la película Historias de Tokio / Tôkiô Monogatari (1953) de Yasujiro Ozu, cuyo argumento gira en torno a una pareja de ancianos que viaja a Tokio para hacer una visita a sus hijos. Su viaje resulta francamente decepcionante. Al llegar a Tokio se dan cuenta de que sus hijos no están dispuestos a darles la atención que necesitan; los lazos emocionales que había entre ellos se han roto irremediablemente por culpa de la distancia. Poco después de regresar al pueblo, muere la esposa y el anciano se queda solo, esperando quizá poder acercarse mejor a sus hijos durante el entierro.

En la cubierta que dibujó Chris Ware para promocionar varias proyecciones de Ozu en el Silent Movie Theatre del bulevar Fairfax en Los Ángeles, seleccionó tres imágenes para resumir esta película: el padre y la madre juntos en su casa, antes del viaje; una vía férrea, como forma de representar el viaje con la típica “imagen vacía” que en el cómic japonés se suele utilizar para expresar el paso del tiempo; y, por último, una imagen idéntica a la primera en la que ya solo vemos al padre, después del viaje. Por supuesto, atrás se han quedado numerosos aspectos del guión de Ozu. Ware los ha sacrificado para poder centrarse mejor en los temas principales de Historias de Tokio (y por extensión, de toda la obra de Ozu), estos son: la memoria, el paso del tiempo y la ausencia.

Y, sin embargo, los tres quedan expresados sobre el papel de un modo muy distinto a como aparecen en la pantalla. En la película de Ozu, la memoria del padre coincide con la del espectador: al fallecer, su esposa ya no aparece más; tanto el padre como el espectador han de confiar en el recuerdo para invocar su imagen. El paso del tiempo es inexorable dentro de una sala de cine, pues ni siquiera podemos rebobinar el proyector: los momentos vividos ya nunca volverán. La ausencia es la esencia del cine; no solo en esta película de Ozu, sino en todo el cine como medio narrativo. Lo mismo podríamos decir de la novela: la relación entre una escena y la anterior es siempre una relación in absentia; no podemos leer al mismo tiempo dos párrafos y, con excepción de ciertas películas experimentales como The Pillow Book (1996) de Peter Greenaway, donde en algunas escenas aparecen recuerdos superpuestos al presente, tampoco en el cine es habitual la simultaneidad temporal.

Sin embargo, en las narraciones gráficas, todas las unidades temporales están presentes al mismo tiempo dentro de cada página. Cuando estamos “leyendo” una viñeta no podemos ocultar la presencia de la imagen anterior o posterior, ni tampoco la de las imágenes que la rodean. En el cómic, somos perfectamente conscientes, en cada momento, de lo que habrá de venir; o al menos de lo que habrá de venir dentro de la página. Si un autor de cómic quiere provocar la sorpresa del lector, tendrá que obligarle a pasar la página: siempre se reservan las páginas pares para los acontecimientos imprevistos, pues, de otra manera, el lector podrá descubrir la escena sorpresa por el rabillo del ojo. Es por eso que la “adaptación” que hace Ware de Historias de Tokio impone en el lector un concepto del tiempo muy diferente al que usa Ozu, pues le obliga a contemplar la tragedia de los ancianos de un solo golpe y a tener presente de forma constante el peso de la ausencia de la madre, pues el ojo no puede dejar de contemplar las tres imágenes al mismo tiempo. En la película de Ozu, tanto el espectador como el anciano pueden olvidarse brevemente de la ausencia que les acosa, entregándose a algún entretenimiento espontáneo, como lo es para el anciano la nueva visita de sus hijos. Por el contrario, en la tira de Ware no hay escapatoria posible a ese “eterno presente”: el lector no deja de ser consciente ni por un solo momento de que antes vivía la madre y después ha dejado de existir. Si el cine y la literatura son, como decíamos, artes de la ausencia, el cómic y las narraciones gráficas son artes en las que la presencia nos recuerda constantemente lo que hemos dejado atrás.

Esta naturaleza dual de las narraciones gráficas (secuencial y no secuencial, narrativa y pictórica, lineal y no lineal) es lo que separa al cómic del cine y la literatura; es lo específico del cómic con respecto del resto de artes narrativas, y precisamente el motivo por el cual hemos evitado conscientemente el uso del término “arte secuencial”, acuñado hace veinticinco años por Will Eisner en un intento de dignificar el cómic. Creemos que dicho término es un tanto confuso, pues no hace referencia a la cualidad pictográfica y no lineal del cómic, al tiempo que resulta demasiado general y abstracto, pues nada nos impide incluir bajo esa rúbrica de “arte secuencial” otros artes como el cine, objetos artísticos como los vía crucis o los retablos, e incluso ciertos fenómenos de secuencialidad virtual en fotografía (Bartual, 2008). Hemos preferido, por lo tanto, el término “narraciones gráficas” o “pictográficas”, pues creemos que describe con mayor precisión el fenómeno que estamos estudiando: por un lado, lleva implícito el concepto de secuencialidad, ya que cualquier narración ha de ser secuencial por fuerza y, por otro, limita el objeto de estudio a aquellas narraciones con imágenes que han sido elaboradas manualmente y no mediante un aparato fotográfico.

En las siguientes páginas encontraremos números ejemplos de narraciones con imágenes anteriores al cómic que evidencian que lo que hoy conocemos por el nombre de cómic no es más que el resultado de la evolución de un “lenguaje” visual cuya antigüedad se remonta a los manuscritos medievales, o incluso antes, a ciertas manifestaciones escultóricas griegas y romanas. Para seleccionar nuestro corpus de narraciones gráficas anteriores al cómic hemos contado con los ya mencionados libros de David Kunzle, The Early Comic Strip: Narrative Strips and Picture Stories in the European Broadsheet from c.1450 to 1825 (1973) y The History of the Comic Strip: The Nineteenth Century (1990), los dos únicos catálogos existentes sobre este tipo de arte, así como al asesoramiento personal del dr. Kunzle en la Universidad de California Los Ángeles (UCLA). Hemos completado esta selección con tiras narrativas encontradas en los fondos digitales de bibliotecas, archivos y museos europeos (Biblioteca Nacional Española, Archivo Municipal de Castellón, Bibliothèque Nationale de France, Biblioteca Nacional Holandesa en La Haya, Biblioteca Universitaria de Heidelberg, el British Museum de Londres, etc.), artículos sobre propaganda protestante y, a partir del siglo XIX, en los repositorios digitales de revistas cómicas y satíricas como el Fliegende Blätter, Punch o Life.

La meta de estas páginas no es proporcionar una historia completa y exhaustiva de las narraciones gráficas, sino esbozar las líneas básicas en cuanto contexto histórico y forma, para un desarrollo teórico posterior. En el tintero habrán de quedarse nombres como Rubens y su narración con estampas sobre la Vida de María de Médicis, la tradición de tira narrativa rusa, los aspectos narrativos de los Caprichos y los Desastres de la Guerra de Goya, las tiras cómicas de Cham, la efervescencia transgresora de La Codorniz, etc. Solo podremos detenernos en los nudos de esa larga rama que es la evolución del “lenguaje” de la narración gráfica que pretendemos estudiar; es decir, en aquellos ejemplos cuya gran influencia ha servido para articular la forma de este medio narrativo: el movimiento de la Danza de campesinos de Hans Sebald Beham, las tiras de propaganda luterana, William Hogarth y el nacimiento de la caricatura, Rodolphe Töpffer y la aparición de la primera narración gráfica con la extensión de un libro, la tira y el cómic “mudo” de las revistas Fliegende Blätter y Chat Noir, The Yellow Kid y la aparición del modo dramático en el cómic, Watchmen y la macroestructura formalista, Chris Ware y las estructuras no lineales de página, etc.

LAS DIFERENTES ESPECIES DE NARRACIÓN GRÁFICA

A modo de convención generalmente aceptada, suele fecharse el nacimiento del cómic en 1896 con la aparición de la primera entrega en color de The Yellow Kid, obra del dibujante Richard F. Outcault (Gubern, 1972: 21; Sabin, 1996: 20).  A pesar de lo arbitrario que resulta la fecha, es cierto que dicho título introdujo innovaciones estilísticas lo suficientemente relevantes como para marcar un antes y un después en el ámbito de las narraciones gráficas, como veremos más adelante. A pesar de esto, cuando se dice que el cómic “nació” en 1896, no podemos tomarlo en el mismo sentido (o al menos no en un sentido tan absoluto) como cuando se dice que el cine “nació” en 1895 con la primera proyección de los Lumière en el Salon Indien del Gran Café de París.

Tanto el cine como el cómic tenían precursores. El invento de los Lumière había sido precedido por otros basados igualmente en una ilusión óptica de movimiento. En 1830, Faraday diseñó una rueda con varias ranuras que daba vueltas de cara a un espejo: mientras giraba la rueda, si se miraba el reflejo de su cara interior a través de las ranuras, la rueda parecía no desplazarse. Basados en el mecanismo de Faraday fueron apareciendo a lo largo de los años siguientes algunos inventos como el zootropo o el praxinoscopio. Ambos compartían el mismo principio: si en la cara interior de la rueda se dispone una tira circular con dibujos de, por ejemplo, una niña con una comba que va asumiendo las diferentes posiciones de un salto, al mirar en el espejo3 lo que se ve no es el conjunto de los sucesivos dibujos desplazándose al girar la rueda, sino un único plano fijo que muestra a una niña saltando a la comba (fig. 7).

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Fig. 7 – Praxinoscopio (1877)

Cuando los hermanos Lumière presentaron su cinematógrafo no era, por tanto, la primera vez que los espectadores se enfrentaban a una ilusión óptica de movimiento. Sin embargo, sí estaban asistiendo al comienzo de un nuevo arte. Aunque los Lumière consideraban que el cinematógrafo era poco más que una atracción de feria, en cuestión de pocos años empezaron a aparecer películas concebidas como vehículos de expresión artística; así las de Georges Méliès, donde el cineasta francés usaba el montaje no solo para empalmar un trozo de película con otra, sino también para crear determinados efectos estéticos: desapariciones de objetos, elipsis narrativas, cambios de focalización, etc. A este respecto el cine no tenía ningún precedente, pues el zootropo y el praxinoscopio no eran más que juguetes. A los dibujantes que ilustraban tiras animadas para zootropo jamás se les pasó por la cabeza que aquello pudiera ser una forma de expresión personal y mucho menos, artística.

Sin embargo, el caso del cómic es completamente diferente. Cuando en 1896 aparece The Yellow Kid, ya existe una tradición de narraciones gráficas impresas que tiene 450 años de antigüedad, si contamos a partir de la invención de la imprenta, o incluso mucho más antigua si consideramos las numerosas secuencias visuales que podemos encontrar en los manuscritos medievales o en el arte escultórico griego y romano. Dentro de esta larga tradición, los elementos formales de que hace gala el Yellow Kid no eran, ni mucho menos, nuevos. La viñeta existía ya en los libros miniados de la Edad Media y de ellos la toman los primeros grabados narrativos europeos. El bocadillo data de la misma época, si bien con una forma ligeramente diferente, parecida a un pergamino. En cuanto a la narración en sí, el arte del grabado había tenido más de cuatro siglos para perfeccionar las técnicas de yuxtaposición y asociación de imágenes, mientras que el cine, siendo una disciplina sin tradición, tuvo que aprender partiendo de cero.

Durante el periodo que abarca desde la aparición de la imprenta, a mediados del siglo XV, hasta The Yellow Kid, las narraciones gráficas han ido asumiendo diferentes formas o especies: la tira narrativa, la estampa secuencial y la tira cómica. Proponemos el término especie y no género siguiendo las indicaciones de Paul Ricoeur, quien advierte que en los géneros hay siempre una cierta determinación temática, mientras que en las especies narrativas no tiene por qué haberla (Ricoeur, 1988: ix-xiii).

a) LA TIRA NARRATIVA (fig. 8)

Consiste en una pequeña narración con viñetas, impresa mediante grabado en madera o cobre sobre una página por lo general de grandes dimensiones, lo que en la tradición anglo-sajona se denomina broadsheet (Kunzle, 1973) o broadside (Ware, 2005: 24) debido a su amplio formato tamaño “sábana” que todavía hoy conservan algunos periódicos como, por ejemplo, el Frankfurter Allgemeine Zeitung o el Wall Street Journal. La tira narrativa tiene en Europa una tradición muy antigua, que se remonta prácticamente al nacimiento de la imprenta; en España, las primeras narraciones impresas con viñetas son más recientes, datan de principios del siglo XIX, y son producidas casi exclusivamente en el Levante, donde reciben el nombre de “aucas”.

En las tiras narrativas y aucas, debajo de cada viñeta, suelen figurar textos explicativos o versos que fijan el significado de la imagen y permiten seguir la trama. Estos textos casi nunca se encuentran en el interior de la viñeta, con la excepción de algunas (pocas) tiras en las que se hace uso de filacterias, pergaminos con texto que cuelgan de la boca de los personajes. Las aucas tienen la peculiaridad de que, en la mayor parte de ellas, los versos riman.

Las tiras narrativas abordan temas muy diversos, principalmente de carácter religioso durante la Baja Edad Media y de propaganda política durante el Renacimiento. Más adelante empieza a popularizarse la crónica gráfica de actualidad. En cualquier caso, sea cual fuera el objeto de la narración, casi siempre tenía una intención moral y didáctica.

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Fig. 8 – ANÓNIMO (c. 1626) Noticias terribles de lo ocurrido en la ciudad de Limburg, Nuremberg, Germanisches Museum. Ejemplo de tira narrativa.

En la tira narrativa se verifican, a grandes rasgos, las siguientes características: las viñetas suelen tener el mismo tamaño y están distribuidas de manera uniforme por la página, formando casi siempre una matriz; cuando se yuxtaponen viñetas de tamaño diferente no es debido a razones narrativas, sino casi siempre a razones puramente decorativas; cada imagen representa una sola escena o acción, aunque en ocasiones, al pasar de una viñeta a la siguiente, el espacio pueda ser el mismo; cada viñeta está generalmente acompañada de un texto explicativo o descriptivo, sin el cual sería difícil comprender el sentido de la narración; este texto está elaborado en tipos de imprenta que se insertaban en la madera grabada, o bien, si se trata de grabado en cobre, los textos se imprimían en una segunda fase sobre el papel ya con la imagen impresa.

La tira narrativa es característica de un periodo histórico que abarca los años inmediatamente anteriores a la imprenta (desde aproximadamente 1450) hasta la irrupción de la caricatura hacia 1750.

b) LA ESTAMPA SECUENCIAL (fig. 9)

Utilizando las técnicas narrativas de la tira, algunos grabadores como William Hogarth o Johann Ramberg, imprimieron conjuntos de estampas que, al ser “leídas” en un determinado orden, dan como resultado una narración. Influidos, si bien tímidamente, por la caricatura, Hogarth y Ramberg dotaron a sus secuencias de una expresividad superior a la de la tira narrativa. La principal diferencia entre la estampa secuencial y la tira narrativa es el formato: mientras que las estampas secuenciales se imprimen por separado, en las tiras todas las imágenes están impresas en la misma hoja.

Con contadas excepciones como A Harlot’s Progress o Before and After, de William Hogarth, las estampas secuenciales, al igual que las tiras narrativas, suelen ir acompañadas de textos, siempre debajo de la imagen. Las elipsis temporales que median entre una imagen y la siguiente suelen ser muy amplias, es decir: es muy raro que los grabadores de estampas empleasen dos imágenes consecutivas para narrar una misma acción, o que dos imágenes consecutivas compartan el mismo escenario, excepción hecha de Before and After (fig. 9).

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Fig. 9 – HOGARTH, William (1736) Before and After, Londres, British Museum. Ejemplo de estampas secuenciales.

El grabador articulaba la narración no solo a través de la sucesión de estampas, sino también mediante una elaborada composición pictórica. En la primera estampa de Before and After, Hogarth plasma el conflicto dramático (un intento de seducción bastante “forzado”, por decirlo de manera suave) mediante una composición basada en dos líneas diagonales que se cortan en X. A lo largo de una primera línea encontramos el rayo de luz que entra por la ventana y el cuerpo de la mujer que se inclina hacia la izquierda, como queriendo retirarse en dirección a la luz. En la segunda diagonal se alinean los elementos que perturban el equilibrio inicial: el perro que ladra y el cuerpo del hombre, con su pierna bajo la falda, intersecando con la pierna de la mujer. Gracias a esta composición, y sin necesidad de un texto explicativo, podemos entender a la perfección la trama que se nos narra. En la estampa secuencial, el peso narrativo recae más sobre la imagen que sobre el texto, al contrario de lo que ocurre en la tira.

Las estampas secuenciales no se producen durante una época histórica determinada. Podemos encontrar esta especie narrativa durante toda la historia del grabado: desde Hans Sebald Beham con su Danza de campesinos (1537), hasta el siglo XX con la versión de Hockney de A Rake’s Progress (1961-63), pasando por La vida de María de Médicis (1620-25) de Rubens.

c) LA TIRA CÓMICA (fig. 10)

Durante la segunda mitad del siglo XVIII se puso de moda en Europa la caricatura. Este nuevo estilo empieza a introducirse poco a poco en el arte de la estampa: las de Hogarth muestran ya esta influencia, pero en sus seguidores será mucho más acusada. Los autores de tiras también empiezan a hacer uso de este estilo tan expresivo: la caricatura está basada en la precisión gestual, lo cual hace de ella una herramienta especialmente útil para la narración. Gracias a la caricatura ya no se depende por completo del texto ni de la composición pictórica para expresar las emociones o los pensamientos de los personajes. Un ceño fruncido basta para significar que un personaje está enfadado.

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Fig. 10 – CRUIKSHANK, George (c. 1820) “The Preparatory School for Fast Men”, en CRUIKSHANK, George (1900) Four Hundred Humorous Illustrations, Simpkin, Marshall, Hamilton, Kent & Co. (pp. 402-407). Ejemplo de tira cómica.

La filacteria, que había caído en desuso, reaparece bajo la forma de bocadillo en algunas tiras cómicas como la de la fig. 10. Las tiras cómicas solían aparecen en las páginas de revistas satíricas y son la manifestación más característica de la narración gráfica desde mediados del siglo XVIII hasta el auge de los suplementos dominicales en los diarios estadounidenses a finales del XIX.

d) EL CÓMIC (fig. 11)

Cuando el “lenguaje” de la tira cómica llega a su madurez, algunos autores como Töpffer o Doré empiezan a publicar narraciones gráficas extensas que, además de contar una historia, hacen gala de diversas técnicas para producir una cierta impresión de movimiento. Dicha impresión se convertirá en uno de los recursos básicos del cómic. Por añadidura, a finales del siglo XIX, se generaliza el uso de un elemento que no era nuevo en absoluto, pero que ahora se convierte en un estándar: el bocadillo con texto. El uso que se le da al bocadillo, sin embargo, sí resulta ser totalmente original, pues en The Yellow Kid empiezan a emplearse los bocadillos para articular diálogos, cosa que nunca se había hecho antes. Esta es una de las razones por las cuales se ha considerado a esta obra el primer cómic (Gubern, 1972: 21).

Los periódicos o, mejor dicho, los suplementos dominicales, fueron el primer soporte del cómic. Más adelante, se independizaría de la prensa para lograr un soporte propio: revistas de cómics, cuadernillos mensuales (comic-books) y novelas gráficas (publicadas habitualmente en formato libro). Aunque la mayoría de sus recursos narrativos se derivan de las anteriores especies de narración gráfica, en el cómic la manera de emplear dichos recursos está estrechamente relacionada con las peculiares características del periodismo norteamericano de finales del siglo XIX.

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Fig. 11 – McCAY, Winsor (1906) Little Nemo in Slumberland, pagina dominical del 7 de enero de 1906 publicada en el New York Herald. Ejemplo de cómic.