Los tebeos del futuro

Cuando hace unos meses comparé determinadas series de la actualidad de Marvel —Hawkeye, She-Hulk, FF— con la explosión de los setenta, pensaba en cosas como Man Thing, Howard the Duck o Deadly Hands of Kung-Fu, pero si hubiera leído antes de escribirlo Omega the Unknown, desde luego que ésta habría sido mi referencia. Porque en esta locura de diez números he encontrado la semilla de muchas cosas, entre ellas estas series de autor que Marvel cobija en la actualidad.

Detrás de ella se encuentran los guionistas Mary Skrenes —una de las primeras mujeres en firmar guiones en la editorial— y Steve Gerber. Debería haber añadido un «obviamente» a su nombre, porque su nombre aparece asociado a las series más extravagantes de la década. Su huella no fue tan fuerte como la de Steve Englehart o Gery Conway, pero dado el poco tiempo que permaneció en la editorial, proporcionalmente puede que no sea menor su influencia. Al menos abrió un camino que podemos llamar underground, una vía para un cierto tipo de humor satírico influido por la MAD que no cuadraba demasiado con el tono medio de la producción de Marvel pero sin la que, seguramente, no habría existido la Hulka de John Byrne o las diferentes series de Deadpool. Como suele pasar con estas cosas, lo que sí se perdió por el camino y quedó como oasis en desierto fue la intención política de la sátira de Gerber. Leídos hoy algunos de sus tebeos parecen, seamos sinceros, algo ingenuos, pero otros sorprenden, sobre todo porque aparecieron con el sello protocolario de la Comics Code Authority. Sin embargo, no es en Omega the Unknown donde desarrolló esta faceta. Omega es otra cosa.

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Con la excepción de un número que escribe Roger Stern, todo está escrito a cuatro manos por Gerber y Skrenes, y dibujado por Jim Mooney. Mooney era buen dibujante pero siempre he pensado que su ortodoxia algo sosa lo situaba por debajo de los mejores lápices de Marvel en aquellos años. Parece una elección sorprendente para una serie rara como Omega the Unknown, pero la verdad es que es uno de sus mejores trabajos, y, de todas formas, ya sabemos todos que en esa época todo estaba mucho menos estudiado de lo que puede parecer. Sin embargo, el equipo creativo se mantiene estable durante los diez números que dura la serie y le da una unidad que no era demasiado habitual en series tan secundarias como ésta.

La premisa es en sí misma una marcianada: arranca en plena acción, con un superhéroe de capa roja y botas altas totalmente genérico escapando de unos hombres metálicos. Rápidamente la acción cambia a la habitación de un adolescente, James-Michael, no mucho más joven de lo que era Peter Parker cuando se convirtió en Spider-Man. James-Michael parece superdotado y extremadamente maduro para su edad; es una visión del adolescente lejos de los clichés del género, que descoloca más que cualquier otra cosa de estos tebeos. James-Michael ha sido educado por sus padres durante toda su vida, en casa, pero ahora éstos han decidido que tiene que ir a un colegio normal para relacionarse con otros chicos de su edad, aunque él no quiere hacerlo. Al día siguiente parten en coche hacia la nueva escuela y tienen un brutal accidente. Y a partir de ahí, la cabeza del lector no para de explotar una y otra vez: los padres de James-Michael eran robots. El chico despierta del coma meses después en un hospital. Tiene visiones, oye voces —que el lector nunca llega a escuchar—, acaba yéndose a vivir con la enfermera que le cuida y su compañera de piso a la Cocina del Infierno. Gerber hasta cuela algún golito en forma de tensión sexual subterránea entre la compañera y el chaval, al que saca no menos de seis años. James-Michael resulta capaz de lanzar los mismos rayos que el superhéroe misterioso, mudo durante la mayor parte de la serie y que también se instala en el mismo barrio. Parece haber alguna conexión entre ambos que hace que cuando el héroe es herido el chico sufra el mismo dolor, y en una ocasión en la que se encuentran el superhéroe le dice que comparten un secreto… pero eso es todo.

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Lo verdaderamente extraordinario de Omega the Unknown es que su misterio se mantiene durante diez números. Por supuesto que había habido antes enigmas sin resolver durante tanto tiempo, y por más, incluso. Por ejemplo así fue con la identidad del Duende Verde. Pero el Duende era un villano que aparecía de vez en cuando en The Amazing Spider-Man, no el personaje protagonista. Lo normal habría sido que la relación entre el chico y el superhéroe quedara clara en el primer número, el número del origen secreto, y a partir de sentar las bases del concepto de la serie se fueran desarrollando aventuras. Pero en esta serie el misterio no se resuelve nunca, y las pistas que se van soltando no terminan de configurar un statu quo. O mejor dicho, el statu quo es esa permanente indefinición, de la que nunca hay una verdadera clausura. La época impone rutinas mecánias a Skrenes y Gerber, y en cada uno o dos números hay un villano para que se desencadenen escenas de acción, pero al final de cada enfrentamiento uno no tiene verdadera sensación de cierre, porque sigue pendiente saber qué pasa entre James-Michael y Omega.

Y esa incertidumbre tiñe todos estos tebeos, y por eso son diferentes a cualquier otro que lo acomparaña en los quioscos de 1976. James-Michael no se convierte en el sidekick de Omega: simplemente va viviendo su vida lidiando con lo que él cree que son ataques. Va al colegio, hace amigos, y sufre acoso escolar por parte de tres matones. Algo que dicho sea de paso provoca una de las situaciones más jodidas que he leído en un cómic de superhéroes, algo horrible de verdad.

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Aunque en cada número siempre había algún momento para resumir qué había pasado hasta entonces en la serie, creo que debía de ser más difícil seguir el hilo sin haber leído todos. Omega the Unknown parecía saltarse muchas de las normas de accesibilidad que tenían los cómics entonces y Gerber y Skrenes van a lo suyo, construyendo una historia que no termina nunca, que dura diez números sin que se resuelva nada. Algo no sólo inédito en su momento, sino que tardó mucho en llegar. Incluso hoy no es habitual, aunque haya arcos argumentales realtivamente largos; en Omega da la sensación de que aquello no iba a terminar jamás.

Y aquí llego a lo mejor de todo. Porque sí terminó. Ya he dicho antes que la serie constó de diez números. Pero, claro, no fue porque fuera una serie limitada —aún quedaba lejos el concepto—, sino porque la falta de ventas acabó con ella. Y cuando esas cosas pasaban, normalmente los guionistas tenían dos opciones: o dejaban la puerta abierta para que el personaje siguiera pululando por el universo Marvel, o quemaban todo en un glorioso funeral vikingo. Casi nunca esto era decisión exclusiva del escritor, naturalmente, pero en este caso tengo la sensación de que les dejaron hacer. Al fin y al cabo, Omega no era un personaje con historia previa ni creo yo que nadie pensara que era aprovechable dentro de un universo Marvel en el que, en realidad, la serie se ubicaba por pura inercia de la editorial. Pero da lo mismo: lo que importa es que ese final abrupto y radical —ojo aquí: Omega muerto a tiros por la policía de Las Vegas y James-Michael descubriendo en su antigua casa unos robots de sus padres— que llega de golpe en la última página del número 10 convierte esta serie en algo memorable. Porque ese misterio que se iba construyendo número a número quedaba sin resolver para siempre jamás. Y a mí me ha recordado casi de inmediato otro final antológico motivado por la falta de público: el de Twin Peaks. Si el agente Cooper se quedó eternamente atrapado en la habitación roja, James-Michael sigue, cuarenta años después, congelado frente a los robots. Casi estoy tentado de imaginarme a unos jóvenes David Lynch y Mark Frost leyendo entusiasmados Omega the Unknown y quedando marcados por su final. Que no por impuesto deja de ser muy arriesgado, porque cuando uno decide no dar ningún respuesta a un misterio está doblando la apuesta. El lector siempre quiere saber, no puede evitarlo, y sigue paso a paso el desarrollo de un misterio porque espera impaciente su solución. Cuando, como aquí, se nos niega, el desconcierto, esa maravillosa sensación de vértigo ante el abismo de lo desconocido, puede fácilmente volverse cabreo por sentirse estafado. No es mi caso. Omega the Unknown me habría gustado igual con un final convencional, estoy razonablemente seguro de ello, pero si se ha convertido en un tebeo que recordaré toda la vida ha sido gracias a su conclusión. La historia de James-Michael, leo en Wikipedia, en realidad terminó en unos números de The Defenders escritos por Steve Grant. No me interesa leerlos. Ni siquiera me interesaría aunque fueran de Gerber o de Skrenes, que no tardaron en dejar de trabajar en la editorial, por otro lado. Nada de lo que se cuente o se pudiera haber contado me satisfaría tanto como la incertidumbre de esa locura en diez números, que en su ruptura de reglas y su órdago final se convierte, quizás, en la serie de Marvel más auténticamente moderna —¿posmoderna?— de los setenta.