Philémon: viaje por el gran océano del cómic

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Tanto se ha abusado de expresiones como “obra maestra” o “acontecimiento editorial” que da apuro usarlas cuando las necesitas. Porque no nos engañemos: las obras maestras son pocas y los acontecimientos editoriales, escasos. Y sin embargo, son expresiones adecuadas para hablar del primer volumen en español de Philémon (ECC Ediciones) en una cuidada edición integral que tendrá tres entregas.

 

En un país en donde cada año se publican cerca de 3.000 tebeos al año (un 68% traducciones) cuesta entender por qué se ha tardado tanto en disponer de un álbum de la serie Philémon, la obra más popular de Fred (Frédéric Théodore Othon Aristides, 1931-2013). Es una obra distinta, sí. ¿Fuera de los cánones? También. Pero por encima de todo es una obra excelente y en absoluto se trata de una lectura difícil, densa o hermética. Todo lo contrario: es una obra deliciosamente sencilla de leer, naif en el mejor sentido de la palabra, con toques de humor, aventura, y con unos personajes tan sugerentes que uno acaba encariñándose con ellos.

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Por supuesto, Philémon es mucho más que eso. Pero es necesario recalcar que todo lo que tiene de original y de fantástico, aflora sin generar barreras al lector. Sí, en Philémon hay hallazgos formales soberbios, composiciones de página inolvidables y secuencias modélicas. Y sin embargo, Fred despliega todos esos recursos con una fluidez pasmosa dentro de un relato que tiene el encanto de un cuento para niños. Porque Fred es un gran narrador, un conteur, por usar la palabra que él mismo utilizó en una de sus últimas obras (L’Histoire du conteur électrique, 1995) y que sirvió como título a su biografía (Fred, l’histoire d’un conteur éclectique).

 

Ese Fred contador de historias tiene la rara virtud de revolucionar el medio de la historieta yendo de la mano de lector. Philémon es una obra imaginativa, entretenida, melancólica, inteligente y divertida.

 

Y también es una obra maestra. Una de las series más personales, poéticas y bellas de toda la historia del noveno arte. Una historieta que sumerge al lector en un mundo que desde entonces formará parte de su imaginario, para siempre. Un mundo fabuloso con castillos que cuelgan del aire, pianos que se mueven con la furia de un animal desbocado, zebras-prisión, búhos-faro, buques-teatro, encantadores de camino o barcos que surcan el océano dentro de una botella.

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¿Qué hay en este álbum?

Este primer volumen de Philémon empieza con las historias cortas que sirvieron a Fred de tanteo. En ellas descubrimos, junto al protagonista de la serie, a dos personajes que serán importantes en el futuro: Hector, el padre de Philémon (un incrédulo con las fantasías de su hijo que es a su vez un reflejo del padre del autor) y el tío Félicien (quien conoce los secretos de la magia). Pero en gran viaje de Philémon aún no ha empezado. Tampoco el estilo de dibujo está consolidado.

 

El verdadero inicio de la serie está en el episodio titulado El náufrago de la A. Ahí Philémon (ya con su característica camiseta a rayas y acompañado de su asno, Anatole) entra por primera vez en el mundo por el que transcurrirán sus próximas aventuras: el mundo de las letras del texto Océano Atlántico que aparecen en los mapas. “Esas letras no existen y, sin embargo, estamos en una de ellas”, apunta el pocero Barthélemy, un personaje taciturno que es algo así como el alter ego del propio Fred y que será compañero de andanzas de Philémon.

¿Qué nos espera en la serie?

Esta primera entrega de Philémon termina cuando el tono gráfico y narrativo de Fred está en lo más alto del álbum. No en vano, Fred consideraba El viaje del incrédulo –episodio que cierra el álbum– como uno de sus preferidos. Y a partir de ahí, lo que vendrá será aún mejor. Aviso.

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Los próximos dos próximos volúmenes desvelarán escenarios fantásticos como la isla de los caporales (referencia a la dictadura política griega) y nuevas criaturas como los icónicos manu manu; contendrán escenas inolvidables como la de Philémon rompiendo la luna o la de la espesa niebla de números, y páginas compositivamente brillantes como la de la lectura circular o la que muestra al protagonista desplazarse sobre un enorme perro en una escena única y fragmentada a la vez. A partir de Le chat à neuf queues el juego con el dispositivo del cómic (la página, las viñetas) se convertirán en el motor esencial del relato. Los personajes entrarán en ese mundo de fantasía no ya por un pozo o un árbol (como Alicia) sino alterando el dispositivo formal propio de la historieta.

 

Estamos ante un autor que se expresa a través del cómic a sabiendas que no podría hacerlo igual en ningún otro medio porque en su obra lo que se cuenta y el cómo se cuenta forman parte de un todo. “El cómic es mi vida”, reconocía Fred en 2009 en la revista Neuvième Art. Sabía que toda obra implica un riesgo: “El peligro y la duda son parte integrante de la creación”. Y como en el circo (su amado circo) asumía ese peligro: “Sé que en cada viñeta arriesgo mi vida”, declaraba en 2004 en La Lettre.

 

Fred no dejó de inventar hasta el final, la última entrega de la serie contiene una doble página basada en la estructura de una gran tela de araña, de la que decía sentirse orgulloso. En ese álbum final aparece un tren (la lokoapattes) que funciona con la imaginación. Es un tren averiado, lo cual supone una clara evocación a las dificultades que tuvo el propio autor para terminar el álbum y la larga crisis de inspiración que le obligó a posponer el proyecto durante años.

 

Fred explicaba que solía encontrar los temas de sus obras relajándose en la bañera, dibujaba de pie y abordaba la composición de las páginas de dos en dos. Nunca empezaba a dibujar una página sin antes haber terminado de entintar la precedente. Gráficamente su dibujo es expresionista y parece brotar de forma caprichosa como una fuerza de la naturaleza (esa naturaleza que con tanto gusto retrata Fred). Su dibujo es heredero de Gebé y de Cabú, con resonancias que van de Saul Steinberg a Jules Feiffer, y con una anatomía con ecos del Picasso de los primeros años cubistas. Un dibujo rudo, áspero, de trazo espeso, que parece imitar los grabados sobre madera.

 

Más allá de Philémon

La obra de Fred va más allá de Philémon. Otros títulos destacados suyos son Le Petit Cirque (1973), una maravillosa obra en blanco y negro, sensible, poética y agridulce, que era la preferida del autor; Magic Palace Hôtel (1980) editada inicialmente por el propio autor, o un álbum de gran formato y en color, La Magique lanterne magique (1983), aparecido en una efímera colección de Imagerie Pellerin en donde también publicó Tardi. Poco conocida pero igualmente sugerente es Le Journal de Jules Renard lu par Fred (1988), una pequeña obra en donde Fred asume el formato de la novela gráfica y de las adaptaciones literarias en viñetas mucho antes de que éstas se convirtieran en una moda editorial.

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Su obra más popular fuera de Philémon fue La historia del cuervo con bambas (1993), único álbum de Fred en castellano hasta la fecha (Grijalbo, 1995). Se trata de una historieta de humor absurdo con guiños evidentes al Kafka de La metamorfosis y al Ionesco de El rinoceronte, galardonada como mejor álbum en el festival de Angulema de 1994. Fred llevaba entonces más de cinco años alejado del cómic y había sufrido una fuerte depresión que aparece reflejada en esas páginas. Le siguieron otras dos obras, totalmente independientes: L’Histoire du conteur électrique (1995) y L’Histoire de la dernière image (1999).

En el ámbito del cómic francobelga, la influencia y el prestigio de Fred son enormes. En los libros de teoría del cómic (género al que franceses y belgas son muy aficionados) es habitual encontrar, entre las páginas analizadas, una de Philémon. Su obra fue apreciada por personalidades aparentemente tan dispares como Charles Chaplin, Georges Brassens o el citado Eugène Ionesco. Para Terry Gilliam (sí, sí, el de los Monty Python) escribió una historieta titulada Les Ramoneurs (1967). Y cuando un joven Joann Sfar de 15 años le presentó sus páginas, Fred le aconsejó que en cada historieta buscara “sorprenderse a sí mismo”. Para Sfar, Fred es “un pensador profundo que no duda en pensar lentamente”.

 

 

Orígenes de un autor excepcional

Fred fue uno de los fundadores de la revista satírica Hara Kiri. Allí dejó multitud de portadas, chistes e historietas, con un delicioso humor negro. Presentó sus páginas a la revista Spirou (sin éxito, claro; buscaban algo más convencional) y recaló en la revista Pilote, junto con Goscinny, Charlier, Giraud y Uderzo.

 

Fred aprendió el lenguaje del cómic leyendo a Popeye y a Mandrake, y de ambos se adivinan algunos ecos en Philémon (el trazo sucio de Segar, por un lado; los sombreros de copa y la magia, por el otro). Más afinidades de Philémon: los sueños de Winsor McCay, la Alicia y su país de las Maravillas, el Swift de Los viajes Gulliver y el Defoe que alumbró a Robinson Crusoe.

La ambición formal de Philémon remite a la misma inquietud que hoy encontramos en McGuire, Ware o Marc Antoine Mathieu. Fred es un autor oubapiano antes de que los autores de l’Association lanzaran el colectivo Oubapo. Todos juegan con el medio convirtiendo sus límites en un estímulo creativo. Tampoco podemos dejar de pensar en Philémon cuando Schuiten y Peeters se refieren a los «pasajes» que conectan nuestro mundo con el de las Ciudades Oscuras.

La edición integral de ECC Ediciones viene a suplir una laguna inexplicable en nuestro país, donde la presencia de Philémon se limitaba hasta ahora a tres historias cortas en Gran Pulgarcito y unas cuantas más en la revista en catalán Cavall Fort, donde fue rebautizado como Filalici en la versión de Albert Jané a partir de 1980.

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Entre la tierra y el cielo

En enero de 2012, el festival de Angulema dedicó un homenaje a Fred. Con el auditorio del teatro municipal lleno, con el público en pie y aplaudiendo, Fred subió al escenario para recibir un cálido reconocimiento. Con 80 años, apoyado en su bastón, declaró parafraseando a Jules Renard que tenía “lágrimas en el interior, pero que no tenía pañuelo para secarlas”. Murió al año siguiente, tras publicar la última entrega de Philémon, Le train où vont les choses…