Cuadernos rusos (Igort)

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Cuadernos rusos (Igort). Salamandra Graphics (2014). Cartoné. 27,5 x 20,5 cm. 184 págs. Color. 25 €

Ahora que Salamandra Graphic acaba de publicar Cuadernos rusos de Igort he  aprovechado la inercia y recuperado Cuadernos ucranianos (Sins Entido, 2011), que en su momento no leí. Como resultado de ambas lecturas, llevo varios días fustigándome por no haber acudido antes a la obra de este autor ya veterano, que ha tocado muchos palos y es, a juzgar por lo que he leído sobre él, fundamental en el cómic de autor y de vanguardia italiano y europeo.

Ya purgaré mis pecados leyendo toda su obra, pero hoy toca escribir de Cuadernos ucranianos y sobre todo de la novedad, Cuadernos rusos. Ambos siguen patrones parecidos aunque también tengan diferencias: son obras que podemos encuadrar sin problemas en el género periodístico, que parecen seguir la estela de los libros de Joe Sacco aunque también tengan muchos puntos de divergencia con ellos. También suponen un cambio de registro gráfico interesante con lo que he podido ver de las obras anteriores de Igort. En una entrevista que le realizó Alberto García Marcos en esta casa hace tres años —y que os recomiendo encarecidamente— el autor explicaba su decisión de adoptar un estilo ligero, poco acabado, comparando la relación entre el estilo realista y el género testimonial con un falso amigo lingüístico, y me parece muy acertado: la fórmula «realismo = realidad» es tentadora, y parece casi hasta natural, pero es muy engañosa; la caricatura y el dibujo subjetivo de la realidad se revelan más adecuados en tanto que son más honrados con el lector, porque no le ocultan la mano que interpreta dicha realidad. Igort, como Sacco, no busca «los hechos», sino que renuncia a ellos en su sentido más objetivista y asume que lo que está contando son historias personales y testimonios, filtrados además por su propia visión.

Otra decisión que me parece interesante y acertada es la mezcla constante de cómic, ilustración y textos. ¿Por qué ceñirse a un solo medio, cuando podemos aprovechar los puntos fuertes de todos? Igort no tiene complejos y si algo le parece que no tiene sentido contarlo en cuatro páginas de cómic, lo cuenta en una de prosa. Emplea el apoyo de la imagen cuando se necesita, nada más. Evita con eso que las por otro lado abundantes páginas de cómic de ambos libros sean excesivamente densas o el texto se coma al dibujo, algo que a veces sucede en cómics documentales, porque no es nada fácil hacerlos bien; sin ir más lejos creo que los primeros trabajos de Sacco en el género, a pesar de ser interesantísimos, todavía no medían del todo ese punto. Es algo que le costó equilibrar porque, en realidad, no había demasiados referentes, pero que cuando quedó ajustado dio auténticas obras maestras. Quizás Igort asumió esa dificultad y escogió un enfoque que permite menos profundidad, pero que, para lo que él persigue, funciona perfectamente: no hay una investigación tan exhaustiva ni un objetivo tan ambicioso como en Notas al pie de Gaza —en mi opinión la obra más brillante de Sacco y una de las novelas gráficas fundamentales de los últimos años—, porque su aproximación es mucho más íntima y su objetivo más inmediato.

Pero aunque todo eso sea cierto, no impide que Igort sea un analista certero de una realidad que conoce bien por su ascendencia rusa y que, en Occidente, está siempre oscurecida por una maraña de intereses políticos y económicos. Conocer de verdad la realidad de los estados exsoviéticos y entender las motivaciones que mueven determinadas acciones es una tarea tan ardua como resolver el laberinto balcánico. Sobre todo porque, creo, no hay en realidad una voluntad firme de hacerlo. Cuadernos ucranianos ha cobrado en los últimos meses una actualidad inesperada, por la crisis que atraviesa el país. Aunque, significativamente, a juzgar por la atención que le dedican los medios de comunicación en los últimos días, allí vuelve a no pasar nada. Leer la obra de Igort ayuda a explicar la debacle de los últimos años, y por qué gran parte de la población se siente rusa y añora los tiempos de la URSS. Y, por supuesto, nos descubre una situación compleja donde no hay una sola verdad, por mucho que los poderes occidentales parezcan tener claro quién tiene razón.

Ésa es la clave del rompecabezas: nadie tiene razón. O la tiene todo el mundo. La historia a estas alturas de la película ha visto injusticias de todos los bandos y ha dado y quitado razones a todas las opciones. Y eso es algo que se ve con la misma nitidez en Cuadernos rusos, que se centra, sobre todo, en el conflicto de Chechenia.

Trata, por supuesto, el que fue para muchos el momento en el que escuchamos por primera vez el nombre de Chechenia: la crisis del teatro Dubrovka de 2002. En aquella ocasión un grupo de «terroristas» tomó el teatro y 850 rehenes civiles. La mayoría no sabíamos de dónde salían. Escuchamos las palabras «independentistas», «terroristas» y, por supuesto, «musulmanes», que bastaron para saber quiénes eran los malos y los buenos de aquella película, y nuestra moral reaccionó como un resorte automático. Vemos un grupo de militares armados tomando un teatro y pensamos que nada justifica eso. ¿Nada? ¿Seguro? Porque la historia que despliega Igort creo que explica muchas cosas. Una historia sangrienta de ocupación, abusos, asesinatos, torturas y violaciones que solamente es posible en esos lugares y momentos en los que un grupo humano deshumaniza a otro. Igort dibuja testimonios de soldados rusos, jóvenes que vivieron el infierno de Chechenia y fueron obligados a entregarse al salvajismo sin límites, y también acude a la Historia para narrar algunos episodios clave —en menos ocasiones que en Cuadernos ucranianos, no obstante—, pero la columna vertebral del libro es la carrera de la activista y periodista rusa Anna Politkóvskaya, con cuyo impune asesinato comienza Cuadernos rusos. La reconstrucción del mismo y el repaso de varias de sus acciones como mediadora en el conflicto checheno revelan no sólo una historia de sistemática violación de los derechos humanos elementales ignorada por occidente sin sentimiento de culpa alguno, sino también una historia personal tremenda, de una mujer que con sus acciones marcó la diferencia, que se jugó la vida y la perdió por una causa que lo merecía.

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Igort no pretende ser objetivo cuando cuenta la historia de Politkóvskaya. La equidistancia es incompatible con tener sangre en las venas, a veces. Lo cual no impide que huya de posiciones absolutas y trate de explicar, dentro de sus posibilidades, cuáles son las posiciones de un conflicto que no tiene, ni tendrá, fácil solución. La crudeza de texto y dibujo no concede demasiada tregua al lector, e incluso el empleo del simbolismo, citas a Picasso incluidas, deviene en un impacto todavía mayor. Usa la plumilla con maestría, da toques de color y acaba más los fondos cuando es preciso, o se limita a los elementos mínimos necesarios cuando lo cree oportuno, por ejemplo en uno de los últimos capítulos, «Limbo», que transmite el frío de Siberia de una manera perfecta. Pero sobre todo Cuadernos rusos alcanza el nivel que alcanza porque Igort sabe cuándo hablar él, cuándo dejar hablar a los testigos y cómo dejar que el lector llegue a sus propias conclusiones una vez expuesta su visión de la historia; la suya, y la de nadie más, porque para algo es él el autor, con toda la responsabilidad que ello conlleva.