¿Vuelven las revistas de cómic?

En un plazo de tiempo muy breve, el mercado español ha visto aparecer dos revistas de cómics de formato similar: La resistencia (Dibbuks) y Voltio (La Cúpula). Meses antes, el fanzine Paranoidland había aparecido con la intención de recuperar el cómic seriado. En un primer momento puede sorprender este cúmulo de casualidades, pero más allá de la coincidencia en un plazo tan escueto, no debería resultarnos extraño. Como explica Mery Cuesta en La rue del percebe de la cultura y la niebla de la cultura digital (Conssoni, 2015), la coincidencia de ideas tiene que ver con lo generacional: «lo que ocurre es que cada tiempo tiene su Signo, y este Signo tiene una medida generacional. “Las ideas están en el aire”: ese aire es, en realidad, la atmósfera que respira cada generación» (p. 10). Lo sorprendente en este caso es, más bien, que la idea ha surgido en grupos de artistas pertenecientes a generaciones muy diferentes. Así que, tal vez, merezca la pena preguntarnos si es más bien una cuestión del sector, por qué aparece ahora y qué diferencias hay entre todos estos proyectos.

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Cubierta del primer número de El Víbora (1979).

La referencia a las revistas de cómic, que fueron las protagonistas casi absolutas del cómic español en los años ochenta, es persistente, incluso hoy. Ha dado pie a tópicos que se repiten sin reflexión, que abundan en un pesimismo crónico que, afortunadamente, cada vez está menos presente. Como todo tópico, algunos de los que rodean la época dorada de las revistas de cómic adulto son fácilmente desmontables. Por ejemplo, el que lamenta que «ya no haya revistas donde puedan foguearse las jóvenes promesas», como si no viviéramos el momento en el que más sencillo y barato resulta dibujar y difundir tu trabajo, ya sea a través de fanzines o de internet. Sobre sus ventas y su carácter popular, tiende a entenderse que cerrar las revistas y abandonar los quioscos alejó al público masivo, pero en realidad hay que verlo al revés, como en cualquier análisis de mercado: las revistas cerraron porque el público dejó de comprarlas. No supieron adaptarse o, simplemente, no pudieron competir con la cada vez más variada oferta de ocio. La insistencia en unos géneros y autores muy concretos tal vez explique el cansancio del personal, y, al mismo tiempo, explica la pervivencia de El Víbora hasta 2005: fue la única que no se ató a un solo género y, para bien y para mal, el último Víbora se parecía al primero lo que un huevo a una castaña. Por otro lado, muchos autores y editores coinciden en señalar que aquel momento tuvo mucho de burbuja, y basta repasar los editoriales de las cabeceras de la época para leer, no sin cierto asombro, como los editores confiesan sin reparos que lanzan nuevas revistas simplemente porque la competencia hace lo propio, y hay que pelear por el espacio en los quioscos.

No obstante, es normal que muchos aficionados añoren aquellas revistas, donde tuvieron contacto por primera vez, en la época en la que todo te marca para siempre —la adolescencia—, con autores e historias fundamentales. No es sólo que tendamos a olvidar lo malo —de nuevo: basta acudir a esas revistas para comprobar que mucho del material que publicaban no soporta hoy una relectura, y no hablo sólo de cosas hoy olvidadas, sino también de obras reconocidas— y mitificar lo bueno. La experiencia lectora se asocia en el recuerdo a lo material: el cómo se confunde con el qué.

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Cubierta del sexto y último número de Paranoidland.

Pero ¿podemos leer hoy una historia como se leían en los años ochenta? Paranoidland cerraba sus seis números con un texto que explicaba: «El objetivo principal estaba claro, era dibujar, dibujar cómics. El segundo era el de contar historias que te mantuviesen con intriga, número tras número, como habíamos vivido de jóvenes con revistas ya desaparecidas desde hace tiempo». Es decir: recuperar la experiencia del «continuará». En el prólogo que escribí para el número 5 del fanzine ya me pregunté si eso tenía sentido en la era de la novela gráfica y las historias autoconclusivas. La conclusión era que, como gesto artístico, por supuesto que lo tiene. Ir intencionadamente contra corriente me parece genial, y tiene valor. Pero lo que cabe preguntarse es por qué cambiaron esos hábitos lectores. Por qué las revistas que serializaban historias durante meses desaparecieron, y aparecieron los cómics completos en formato libro. La respuesta está en la propia experiencia lectora que una revista de cómic seriado puede ofrecer en 2016. Cuando recibía un nuevo número de Paranoidland, siempre me sucedía que no recordaba el anterior. Los dos meses transcurridos eran suficientes para que necesitara refrescar mi memoria releyendo las páginas publicadas previamente. Así, finalmente, opté por esperar a tener todos los números para leer las historias completas, a excepción de «Sitcom infinita» de Nacho García y Joaquín Guirao, concebida como una sucesión de capítulos independientes, y de las colaboraciones especiales de cada número, siempre autoconclusivas —y algunas excelentes—. Una vez leídas del tirón descubres que historias como «Snufftube» de Bouman —editor de la revista— o «Komando: Núcleo Accumbens» de Fran Fernández están muy bien y son entretenidas, pero en pastillas de ocho páginas no se aprecia. Y es especialmente significativo en el caso de «Snufftube», porque su densidad narrativa está estudiada para que funcione, creo, leída como un todo: miremos, a modo de ejemplo, las páginas 19 a 22 del capítulo del número 5 de Paranoidland, interesantes desde un punto de vista formal, incluso de atmósfera, sensorial, etcétera… Pero apenas sucede nadan. No tiene por qué suceder algo siempre en un cómic, por supuesto. No hace falta que a estas alturas expliquemos esto. Pero este formato breve impone unas normas muy férreas, y una de ellas es que en cada capítulo sucedan suficientes cosas como para saciar al lector pero dejarle al mismo tiempo con ganas de seguir leyendo.

Pero creo que incluso así el formato narrativo no tiene ya capacidad de calado entre el público general que consume hoy cómics. En los años ochenta las opciones de ocio eran más reducidas. No teníamos acceso a Internet en nuestras casas, ni teníamos a nuestra disposición todo el cine y la televisión que nos apeteciera ver. No éramos bombardeados con cultura y ocio con la misma intensidad que hoy. Incluso si nos limitamos a pensar en el cómic, la oferta no era entonces tan variada como lo es hoy. Un adolescente no tenía el acceso ilimitado y gratuito que puede tener hoy a muchas cosas —no entremos a valorar si eso es bueno o malo, o incluso si es o no ético—; así que cada revista de cómic que podía comprar era atesorada, degustada y mil veces releída durante todo el mes. Yo no llegué a conocer esas revistas, pero puedo recordar cuántas veces podía llegar a leer el mismo número de Spiderman, hasta prácticamente aprenderlo de memoria. Con doce años, resultaba impensable que necesitásemos releer el número del mes anterior para poder disfrutar plenamente del siguiente, que devorábamos con avidez en cuanto lo podíamos comprar, por supuesto. Pero no creo que hoy suceda eso: ¿cuántas veces releemos hoy un cómic? Y hablo, claro, de los lectores adultos, porque las revistas que se publican hoy en día no van dirigidas al mismo público que la Totem o 1984 de entonces. En el tejido cultural de hoy, con los hábitos de consumo actuales, un solo objeto cultural no puede ser tan importante para el consumidor como para monopolizar así su tiempo. De modo que la lectura se transforma. Si lo seriado en el ámbito televisivo funciona perfectamente es porque el impacto de cada episodio semanal —semanal, claro; no mensual o bimestral— lo convierten en un pequeño acontecimiento, que además nos llega rodeado de publicidad e interacción mediante redes sociales con otros consumidores —no queremos ser los últimos en ver el capítulo, tememos los spoilers, etcétera— y, muy importante, nos llega a nuestro hogar, cómodamente, sin que tengamos que desplazarnos para comprarlo.

Se puede argumentar que el cómic de superhéroes sigue funcionando por entregas, y es cierto, pero desde hace tiempo convive con los tomos recopilatorios y, además, mi sensación es que muchos aficionados esperan a tener arcos completos para leerlos de una sola vez. El factor coleccionista explica que no se pierda el hábito comprador de los cuadernillos mensuales, pero creo que la experiencia lectora ya no es ésa, al menos en muchos casos. De hecho, la queja del fan acerca de que hoy en día «no pasa nada» en un «tebeo de grapa» es común.

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Primer número de La resistencia.

Pero hablemos de La resistencia. Su modelo no apela a las revistas del boom, sino a las revistas de cómic de autor que aparecieron entre el final del siglo XX y el inicio del XXI. Es decir: a un objeto que tenía poco que ver con aquél otro, más allá de compartir denominación. Pero, además, en este caso no estamos ante autores que dan sus primeros pasos emulando las lecturas que les marcaron de adolescentes, sino de los mismos autores haciendo lo que les gusta hacer. Lo que echan de menos hacer. Juan Berrio, Jali, Fermín Solís, Lorenzo Gómez, Kike Infame, Juanjo el Rápido… Se trata de una generación crucial para el cómic español, que creo que no estamos valorando en su justa medida. Un conjunto de autores —más otros que no participan en La resistencia, como Kalo, Javier Olivares o María Colino— que tuvieron que vivir una época complicada, no sólo por la falta de revistas donde publicar, sino porque, en realidad, su trabajo profundamente personal y alejado de etiquetas genéricas clásicas no habría tenido acomodo en aquellas cabeceras que publicaban Toutain y Norma. Los más veteranos, que llegaron a publicar sus primeras historias en Madriz, sumaron fuerzas con otros autores y publicaron toda una serie de revistas de tiradas cortas, cuya intención, por tanto, no era volver al quiosco, sino, simplemente, hacer lo que querían, con total libertad. En el cambio de siglo, dominado por los superhéroes y el manga, revistas como las autoeditadas Idiota y diminuto, Paté de marrano o Medios revueltos dieron paso a otras más profesionales como Nosotros somos los muertos (Inrevés, 1993-2007), Tos (Sins Entido; Astiberri, 2002-2005) Dos veces breve (Ariadna, 2003-2011), Humo (Astiberri, 2005-2007) o, ya más tardiamente, El manglar (Dibbuks, 2007-2010), ofrecieron un espacio fundamental para que el público español tomara contacto con nuevas corrientes estilísticas, provenientes tanto del más reciente cómic americano independiente como de la Nouvelle BD. NSLM, no lo olvidemos, fue la primera publicación en mostrar en España el trabajo de David B. o Chris Ware. En el resto de revistas publicaban con asiduidad prácticamente todos los nombres que encontramos en los dos primeros números de La resistencia. Algunos de ellos han quedado en un segundo plano porque nunca han querido o podido hacer la transición de aquel mercado de guerrilla al actual panorama. Es el caso de Juanjo el rápido, Olaf Ladousse —responsable del fanzine ¡Qué suerte!—. Otros están más presentes, y publican sus trabajos con mayor o menor regularidad. Pablo Velarde publica desde hace años en El Jueves. Berrio, Auladell o Solís son hoy autores importantes. La publicación es como la reunión de un grupo de amigos que quieren hacer una revista como las que publicaban hace quince años, más algún artista invitado de la siguiente generación, como es el caso de Josep Busquet o Javi de Castro. La concurrencia de Ricardo Esteban, editor de Dibbuks, simplifica el trabajo de los autores al liberarlos de todas las obligaciones logísticas.

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Una página de la colaboración de Juan Berrio en el primer número de La resistencia.

En las páginas de La resistencia encontramos buenas historias. El nivel medio es muy alto, y de hecho hay cosas excelentes. Berrio está contando una de sus mejores historias de amor, Solís continua explorando su estilo actual, sueltísimo y cercano, contando más historias de la infancia de su alter ego, Martín Mostaza. Miguel B. Núñez —otro nombre clave en el cambio de paradigma que comentaba antes— está haciendo unas historias mudas fantásticas en la línea de su excelente El fuego (¡Caramba!, 2012). Álex Fito, que se ha convertido en el avatar de Chris Ware en la tierra, está haciendo unas páginas espectaculares, aunque sean excesivamente referenciales. «Mi memoria» de Infame & Co. es una exploración de nuestra historia muy interesante. Pero la sensación que uno tiene cuando lee los dos números publicados hasta el momento es que todo esto podría haberse publicado hace diez años o más. Salvo la colaboración de Busquet y de Castro, «Ace Thunders», no incorpora a nadie que refresque el panorama. Es una publicación que mira confesamente al pasado, más que abrir un camino para el futuro. No pretende (re)construir nada, ni recuperar los quioscos, ni ser plataforma de nuevos valores, al menos por el momento. Como Tos o Humo —ambas impulsadas por Juanjo el Rápido, que es también el artífice de La resistencia—, es una revista de tirada corta: dos mil ejemplares, que es una cifra habitual en el mercado de la novela gráfica, que es, en realidad, su hábitat natural. Por eso me parecen fuera de lugar los mensajes que dan los subtítulos de los dos números: «Esto no es una novela gráfica» e «Historietas no aptas para hipsters». No me cuadra el tono reaccionario, incluso aunque entiendo que tiene cierto componente humorístico, en una publicación en la que la mayor parte de los autores, precisamente, en su momento eran tachados de gafapastas, y fueron a veces menospreciados por los aficionados de toda la vida, con argumentos similares a los que acostumbran a usar ahora algunos: no saben dibujar, no cuentan nada interesante, sus historias son aburidas, etcétera. Recurrir a la autenticidad de lo antiguo frente a la moderna novela gráfica no tiene sentido: me parece evidente que el público que está buscando La resistencia es el consumidor de novela gráfica.

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La excepcional cubierta de Ana Galvañ para Voltio.

Voltio es una publicación en formato de libro, encuadernado en rústica con solapas y 124 páginas a color, asimilable a la novela gráfica por completo. Está coordinada por Álex Giménez y Ana Oncina, la autora de uno de los éxitos editoriales más recientes de La Cúpula, Croqueta y empanadilla. Ambos reunen a una nómina de firmas jóvenes, pertenecientes a la penúltima generación de dibujantes españoles. En su mayoría son personas nacidas en la década de los ochenta, pero más allá de la edad, los considero parte de la penúltima generación porque son los últimos que se han incorporado al mercado a través de la vía de la novela gráfica; detrás ya está trabajando otra que se mueven en la autoedición o la microedición, practicando en muchos casos vanguardias gráficas que tienen referentes distintos. Pero Cristian Robles, Antonio Hitos, José Domingo o Álex Red tienen ya obras publicadas por editoriales profesionales. El concepto de cantera creo que ya no tiene sentido tal y como lo venimos aplicando, por inercia, desde los años ochenta: ni siquiera en los fanzines tiene a veces sentido. Lo que sí tienen en común todos los involucrados es hacer un cierto tipo de vanguardia, rupturista en lo estético, a veces en la composición, que se aleja de la representación naturalista de la realidad —y no me refiero sólo a las figuras humanas, sino también a las perspectivas y planos— pero con narrativas medianamente clásicas, y con un uso importante del color plano. Es una síntesis entre experimentación y comercialidad que José Domingo ha practicado toda su carrera, y que, sobre todo en casos como los de Robles o Red, creo que por un lado mira mucho a todo el fenómeno de la small press estadounidense y el trabajo de Michael DeForge, Jesse Jacobs o Box Brown, y por otro tiene por referente el catálogo de la editorial Nobrow, en la que, de hecho, han publicado algunos de los que participan en Voltio. Y, por supuesto, siempre está presente la influencia de la animación televisiva contemporánea y en menor medida cierto tipo de videojuegos.

En su intención de aglutinar el trabajo de estos autores de cómic contemporáneo Voltio tiene un antecedente: Terry (Fulgencio Pimentel, 2014), cuyo primer volumen, «Pilón» —aún sin continuidad—, reunía el trabajo de autores nacionales como Rayco Pulido, Los Bravú o Nacho García junto a artistas internacionales como Sammy Harkham, Bendik Kaltenborn, Olivier Schrauwen y Jim Woodring. Voltio no tiene esa vocación internacional —solamente encontramos a Andrew Rae y Power Paola como autores extranjeros—, pero comparte cierto espíritu, si bien no hay mucha afinidad gráfica. Lo interesante es preguntarse por qué nadie, que yo recuerde, habló del «regreso de las revistas» cuando se publicó Terry. Tal vez fue porque apareció en solitario, por supuesto, pero creo que también fue porque nadie lo percibió como una revista, no al menos como una revista del pasado que pudiera regresar; era algo nuevo, un tipo de revista que no se parecía a El Víbora o Totem, sino a antologías de cómic de vanguardia como Kramers Ergot, impulsada por Sammy Harkham, que es un modelo que, creo, sí tiene sentido en el contexto actual: un libro con historias cortas que sirva como panorama de cierto tipo de cómic, que contribuya a difundir el trabajo de los colaboradores con una cierta afinidad artística.

 Porque Voltio, como La resistencia, no busca un público masivo. Su tirada es de mil quinientos ejemplares. En sus páginas encontramos cierta variedad dentro de una tendencia concreta, ya comentada. El uso del color, deudor de la animación contemporánea y del alejamiento del naturalismo que practican autores como Ware o Tommi Musturi, funciona como elemento homogeneizador, aunque cada autor lo aplique a su manera. De nuevo, el nivel medio es más que bueno: sólo por leer las páginas espectaculares que dibuja Antonio Hitos —lo primero que hace tras el fantástico Inercia (Salamandra Graphic, 2014)— ya merece la pena adquirir Voltio. Pero, por supuesto, hay muchas otras cosas interesantes. Andrew Rae es excelente. Cristian Robles, bajo el pseudónimo de «Kensausage», realiza dos historias buenísimas, sobre todo «Tú eras mi hermano, yo te quería», sobre un gato y su hermano humano. Álex Red, el autor de la prometedora Quartznaut (Dehavilland, 2014) demuestra cuánto ha progresado desde entonces en «Larry Keel». Otro de sus mayores atractivos para mí es encontrar una historia del siempre interesante —y mutante— Alexis Nolla, «Yo y tú», una fantasía de apatía onírica que recuerda por momentos al espíritu de algunas obras de Yoichi Yokoyama. Domingo practica su grafismo más geométrico y sintético en una historia muy divertida, con algunos detalles gráficos de maestro —porque lo es—. En una línea narrativa más costumbrista —aunque sin renunciar al elemento fantástico— se encuentran la excelente dibujante Núria Tamarit —«Mancha»— y la propia Ana Oncina, que sorprende en «Alicia» con un estilo hasta cierto punto alejado de Croqueta y empanadilla y una historia con un punto de partida clásico pero interesante.

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Una página de Cristian Robles para Voltio.

El conjunto es bastante potente, desde luego, y esperemos que tenga continuidad. Hay algo que se olvida en este revival que no es tal, y es el hecho de que, sin un público de miles de compradores, las revistas están abocadas a no pagar o pagar muy poco. Y de esta forma es muy difícil mantener una periodicidad de revista clásica, por no hablar de que el trabajo que supone coordinar algo como Voltio es enorme. Es, además, un producto muy cuidado y barato —12€—, que, según sus responsables, aparecerá cada seis meses. Con esa intención, creo que puede convertirse en un pequeño acontecimiento, en una cita semestral que alcance cierta solidez y no se agote en sí misma, renovando la plantilla en cada número e incorporando nuevas caras: es decir, una antología mucho más cercana a Kramers Ergot o a la revista de Nobrow que a Zona 84.

Desear lo que no tenemos es parte de la naturaleza humana. En las artes, las nuevas generaciones siempre se han caracterizado por rebelarse contra los usos de sus mayores. Los autores de Voltio —como ellos mismos explicaron en la presentación del título en Madrid—, que llegaron a un mercado en el que la libertad creativa y los formatos extensos ya estaban plenamente aceptados, echan en falta poder hacer historias cortas, y se organizan para poder hacerlas, pensando que en los nuevos hábitos culturales —y la cultura, es obvio, siempre se está transformando— puede tener cabida su propuesta, sobre todo entre un público joven como el que sigue Hora de aventuras o Historias corrientes, pero también entre el público adicto a los fanzines, donde abundan las antologías y las historias cortas. Por su parte, La resistencia insiste en un modelo que en el pasado no despertó el suficiente interés entre el público —y no será por falta de calidad— como para gozar de estabilidad más allá de unos pocos años. Esperan que ahora el mercado sí esté abierto a su propuesta, en un gesto casi romántico, que tiene mucho de manifiesto a favor de un modelo de revista que nunca ha sido masivo, y de un modo de contar historias cortar para el que quieren encontrar un espacio.

Dado que siempre hay cierto grado de incertidumbre e impredecibilidad en todo esto —de lo contrario todos los editores acertarían siempre—, es muy complicado saber qué va a pasar, y cómo va a reaccionar el público a ambas propuestas. Todo lo que he vertido en este texto sobre esta cuestión es, simplemente, mi impresión personal. De lo que sí estoy convencido, no obstante, es que la «vuelta de las revistas», entendiendo por revistas una publicación como las de los años ochenta, no se va a producir. No en un mercado que ha perdido el hábito de comprarlas desde hace casi veinte años, no con los intereses actuales por parte de los autores, ni con los costes de hoy en día, ni, por supuesto en un país en el que apenas hay quioscos. Cualquier intento de recuperar su espíritu debería pasar por la búsqueda de nuevos modelos que se ajusten a los hábitos de consumo actuales, mirando al formato de libro, con buenas ediciones, y siendo realistas respecto a las posibilidades de venta y supervivencia, creando propuestas que puedan interesar al público actual, y no sólo a los aficionados mayores y nostálgicos. La nostalgia, en esto como en todo, no suele ser buena consejera.